31 diciembre 2024

Una dorada medianía

En días pasados, mientras me preparaba para decir un homenaje póstumo a mi tía María del Rosario, advertí la presencia de un grupo de gente, ajena a la familia, que en forma solidaria y generosa había acudido a acompañar a los deudos en ese penoso tránsito. Aquel noble gesto contrastaba con repetidos resabios de varios conductores, con los que me había cruzado esa misma mañana, mientras conducía camino a la funeraria. Me había parecido que la mayoría de esa gente ya ni siquiera manejaba, ansiosa quería adelantar a los demás y llegar primero; parecía abrir los codos y bregar a trompicones –ni se diga que cedía el paso–, sino que estaba persuadida de que estaba sola en el mundo, de que ya nadie más importaba ni existía…

Algo más temprano había realizado mi acostumbrada visita matinal a la panadería. Había ahí, frente al mostrador, una dama que lucía apresurada, había estacionado en forma oblicua y transversal (utilizaba tres espacios) y, desdeñando la paciencia de quienes esperaban, no resolvía qué mismo quería comprar, cambiaba una y otra vez de parecer, y demoró su trasiego pues tampoco sus tarjetas de crédito aceptaban sus transacciones. Lucía la susodicha, algo despeinada, era evidente que había salido a la calle sin desprenderse de unas coloridas pijamas (inédita moda que yo creía que era privativa de la China). Pero, claro, hubiera sido mucho pedir que luego ofreciera disculpas o agradeciera a los otros clientes por la espera.

 

Tengo un amigo que alguna vez cumplió con una misión diplomática en el sur del continente; él se ufana de conocer el defecto más relevante de cada nacionalidad con la que, por razón de su oficio o actividad, ha convivido. “Los de allí, son presumidos –dice–; todos los de más allá, se creen europeos o de sangre azul; los de acullá, son gazmoños y puritanos”… En esa misma línea yo me pregunto cuál es la impronta (¿estigma?) que a nosotros más nos caracteriza, y se me haría difícil no coincidir en que, si hay algo que parece ser connatural a nuestra cicatera y nada pródiga genética, no será otra que esa estrecha y casi enfermiza mezquindad. La fábula del mísero perro del hortelano convertida en extraño e intencional protocolo de conducta.

 

Yo era todavía niño cuando una matrona de oronda catadura y voz estentórea venía de tarde en tarde a visitar a la abuela. Tenía ínfulas aristocráticas, a desprecio de su atuendo y de su oficio de maestra; le decían “mama” María y era adlátere obstinada de Velasco Ibarra. Un día trajo a casa una colección de las obras de su héroe, que la abuela no demoró en arrumar en el desván de la azotea. Una mañana me puse a ojear el repentino tesoro y reconocí su valía; luego, me puse a hojearlo (con hache) por las tardes. Así fue como heredé esa joya de papel y conocí del pensamiento de un vasco genial llamado Ramiro de Maeztu, y –sobre todo– de un joven pensador, médico y moralista ítalo-argentino conocido como José Ingenieros.

 

Una tarde mencioné su nombre en clase y me referí a una cita contenida en una de sus obras principales: El hombre mediocre. “Después de haberlo leído –sentenció el docente– me convencí de que el más mediocre de los escritores había sido José Ingenieros”. La verdad, no era para tanto, Ingenieros había clasificado al hombre en tres categorías: superior, mediocre e inferior. El superior se distinguía por su imaginación y por sus nobles ideales; ese idealismo, no le permitía adocenarse y le hacía cuestionar la tradición. El mediocre era acomodaticio, su guía eran sus intereses y conveniencias; seguía al grupo y se dejaba conducir por el criterio de la mayoría; era cómplice de mantener el estatus quo… Ya no hace falta describir al inferior…

 

En días pasados leí un artículo respecto a la palabra mediocre; en él se aclaraba la diferencia entre esa voz (que el DLE define como “de calidad media; de poco mérito o tirando a malo”) con la locución latina aurea mediocritas, que literalmente quiere decir ‘dorada mediocridad’ o, para entenderlo correctamente, ‘dorada medianía’ o ‘justo medio’. Es decir un “estado de quien vive satisfecho con su relativo bienestar, sin envidia ni codicia”. Esta medianía equivale a la moderación, al dorado ‘término medio’ de Aristóteles, una sabiduría práctica identificada con la prudencia, tema poético que se expresa en las Odas de Quinto Horacio Flaco.

 

Ah, y en cuanto a esos ocasionales apuros… ellos nada tienen que ver con la inflexibilidad o la saludable entereza. Hay que actuar con un firme sentido de propósito, pero sin dar la impresión de que actuamos sin dignidad o con evidente atolondramiento. Como habría ordenado un noble señor: “Vísteme despacio que estoy de apuro”; o, como hubiese dicho un compañero de juego: “Hazlo con calma, que solo se apuran los ladrones y los malos toreros”.


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27 diciembre 2024

La abreviatura N.N. *

  * Escrito por Guillermo Carvajal para la página de “elcastellano.org

¿Por qué llamamos “N.N.” a las personas no identificadas?

 

En muchas ocasiones habremos visto quizá la expresión latina Nomen nominandum (todavía por nombrar) en documentos, trabajos y programas de eventos. Se utiliza para referirse a una persona o entidad que todavía no se conoce, y cuya identidad se revelará más adelante, o cuyo nombre no se quiere indicar por algún motivo. La expresión deriva de una mala interpretación de la antigua abreviatura N.N. que se utilizaba en la jurisprudencia romana, donde representaba un nombre ficticio que identificaba al demandado: Numerius Negidius.

 

Porque uno de los principios básicos de la antigua jurisprudencia romana era el de impartir justicia sin tener en cuenta a la persona. Por tanto, el tribunal debía ocuparse de la situación jurídica entre las partes en abstracto y no dejarse influir, en principio, por las actitudes o prejuicios hacia personas concretas. Por ello a las partes en litigio se las identificaba con nombres ficticios de uso común, en lugar de sus nombres propios. Estos nombres ficticios se utilizaban habitualmente en las consultas a la autoridad superior o a los juristas, y en las correspondientes informaciones y decretos.

 

Numerius Negidius es el nombre que se utilizaba siempre para el acusado. Se trata de un juego de palabras basado en la posición jurídica del demandado, que deriva de numerare ‘contar, pagar’ y del verbo nego ‘negar’, pudiendo ser traducido por tanto como ‘me niego a pagar’ o ‘el que se niega a pagar’. El nombre Numerius ya existía en la antigua Roma, aunque nunca fue muy común. Se lo utilizó sobre todo durante el período de la República Romana, y su forma femenina era Numeria (la diosa del parto). La única familia patricia que uso el nombre regularmente fue la gens Fabia, que comenzó a utilizarlo después de que su único varón superviviente de la batalla de Cremera se casara con la hija de Numerius Otacilius.

 

Si Numerius Negidius era el nombre asignado al demandado, el demandante recibía el de Aulus Agerius (literalmente ‘Aulo solicita o persigue’). El juez, o un tercero afectado por el litigio, recibía el nombre de Titius o Lucius Titius. No obstante, en todas las actas judiciales estos nombres ficticios solían aparecer en forma abreviada, con sus iniciales. De ahí la confusión posterior con la abreviación N.N.

 

En español se suele traducir la abreviación como ‘Ningún Nombre’, y en inglés como ‘No Name’, ambas son interpretaciones equivocadas del original romano, que era ciertamente un nombre falso. Curiosamente en español existen otras variantes, como las procedentes del árabe: Fulano viene del árabe fulān ( فلان), que tiene el mismo sentido que en español, y Mengano de man kān (من كان ) que significa literalmente quien fuese. Quienes hayan estudiado derecho sabrán que la mayoría de manuales de Derecho Romano utilizan los nombres Numerius Negidius y Aulus Agerius en sus fórmulas y ejemplos. En muchos lugares del mundo se utilizan también las siglas N.N. para identificar tumbas sin nombre conocido.

 

Fuentes: O. F. Robinson, The Sources of Roman Law: Problems and Methods for Ancient Historians | Gaius, Institutes of Roman Law | Wikipedia.

 

Nota del editor:

En inglés se traduce N.N. como “no name”, es decir como sin nombre o no nombre; o, lo que es lo mismo, para designar a alguien cuyo nombre es incógnito o desconocido.


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24 diciembre 2024

Los viajes, sabiduría y humildad

Algunos lo llaman “el señor de la Montaña”. Para los entendidos, Michel de Montaigne fue ”el más clásico entre los modernos y el más moderno entre los clásicos“. Filósofo, escritor, humanista del Renacimiento y perteneciente a una familia influyente, había nacido en Francia (1533-1592). Su padre habría dispuesto que solo se le hablara en latín durante su primera infancia. Ya en su madurez, se retiró a la vida privada para escribir sus Ensayos, en ellos expresa sus criterios respecto a diversos aspectos de la existencia. Procuró responder a preguntas como: ¿qué sé yo?, ¿qué he aprendido?, o ¿qué han dicho quienes admiro respecto a lo que creo saber o he vivido?

Lo suyo fue un viaje hacia el saber. Tampoco fue ajeno a los viajes: mientras vivió (hace casi 500 años) habría conocido media Europa: había visitado Suiza, Alemania, Austria e Italia. El autor francés recién vivía sus primeros meses cuando, en lugares situados algo más al norte, dejaban de existir dos hombres que ejercieron gran influjo: Tomás Moro y Erasmo de Rotterdam. Si uno revisa sus Ensayos, en el capítulo De la vanidad, encuentra las reflexiones del autor respecto a las ventajas de saber viajar: “A más de otras razones –dice– los viajes me parecen un ejercicio beneficioso. La mente observa continuamente cosas nuevas y desconocidas; yo no conozco mejor escuela –como repetidas veces lo he dicho– para la formación de la propia persona, que la de enfrentarse asiduamente con la diversidad de otras vidas, ideas y costumbres, para probar esa perpetua variedad de formas que hay en la naturaleza”. 

 

No debe subestimarse que, habiendo efectuado esos periplos hace cinco siglos, los traslados debieron efectuarse a caballo y sin que se dispusiera de adecuados caminos. No se debería menospreciar tampoco la precaria salud del escritor, pues sufría de “mal de piedra” (así se conocía al cálculo renal). De otro Miguel, el autor del Quijote, pudiera decirse algo parecido: Cervantes, que nació pocos años después, viajó por varios países alrededor del Mediterráneo; estuvo en Grecia (Lepanto, está en el golfo de Corinto) donde combatió para la cristiandad y quedó impedido de uno de sus brazos; y más tarde estuvo en Argel –donde sufriría un prolongado cautiverio–.

 

Los viajes no solo enseñan (son “un libro abierto”, dicen), sino que desarrollan nuestra curiosidad y sirven de acicate para nuestra capacidad de asombro. Viajar es no solo probar otros olores y sabores, conocer otras gentes, otras costumbres, otras ideas y creencias; es también un método efectivo para aprender a observar lo que ocurre a nuestro alrededor, y para ir aprendiendo a conocer nuestras propias reacciones e irnos conociendo a nosotros mismos. No existe mejor bagaje personal que los viajes para la formación de nuestros hijos, para desarrollar su sentido social y su tolerancia; y, por qué no decirlo, para reforzar su sentido de comunidad.

 

Ese capítulo, el De la vanidad, de la monumental obra de Montaigne, no se refiere a la petulancia o presunción, a la soberbia o engreimiento; se relaciona con aquello que es vacío, falto de substancia y entidad, aquello que se torna insubsistente e infecundo. Alude a lo contenido en el aforismo salomónico del Eclesiastés: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. El adagio apunta a la inutilidad de los esfuerzos, a la caducidad de la vida, a la fugacidad de la existencia: a una felicidad que es real solo en apariencia, que es efímera y que nunca llega a ser duradera. Si bien se piensa, es imposible transigir ante ese tipo de vanidad si procuramos siempre actuar con humildad.

 

Jenofonte, un antiguo filósofo e historiador griego, había sido discípulo de Sócrates, fue un cronista de su tiempo y se inspiró en sus viajes para comentar lo que vio y escuchó (también fue militar). Él pensaba –al igual que otros maestros griegos– que la filosofía no debía ser solo un método para comprender la vida, sino la disciplina de la humildad; que para llegar a sabio, el camino exigía ser humilde. Se llega a la sabiduría gracias al estudio y la reflexión, aunque existen eventos que pueden llevarnos a esta última, como las dificultades y el ocio (no tener nada que hacer)…

 

En sus Ensayos, Montaigne sugiere seguir el ejemplo de Bión de Borístenes, el fundador de la diatriba (el discurso hablado), un filósofo amigo de Antígono II, rey de Macedonia, quien a menudo trataba de burlarse de su origen humilde. Bión decidió “pararle el carro”. “Sí –le dijo– yo soy hijo de un esclavo –un carnicero, lo reconozco– y de una meretriz con quien mi padre se casó porque carecía de fortuna. Ambos fueron castigados por cometer un delito. Un orador me compró cuando era niño, quizá porque me encontró atractivo. Cuando él murió me dejó todas sus posesiones. Luego, las transporté a Atenas y me dediqué a la filosofía. No hace falta que te preocupes; no hagas que los historiadores pierdan su tiempo indagando; yo mismo puedo contarles todo sobre mi vida”…


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20 diciembre 2024

Del mimo y su caricatura

No he ido a Nueva York por mucho tiempo; hubo un tiempo en que iba hasta dos veces por semana. Hablar de New York es hablar de Manhattan; no parece pero ese sector es en realidad una isla alargada, una que da la impresión de ser más bien una angosta península. Hay gente a quien no le gusta Nueva York, y eso dice cuando se refiere a Manhattan. La juzgan como demasiado impersonal; que “es una jungla de cemento” dicen, y le encuentran un sinnúmero de defectos. Mas, para mi gusto, New York es una ciudad sorprendente, donde es imposible transigir ante el tedio o el hastío. Aunque, claro, todo tiene su precio…

 

Creo que no exagero si cuento que ahí me he alojado en una veintena de hoteles diferentes; quizá el que más repetí fue al Roosevelt, ubicado en la 45 y Madison, y muy cerca de Grand Central, una de las más bellas estaciones de tren que he conocido. Allí se encuentra el Oyster Bar, de muy grata memoria. Pero, había en Manhattan algo que me gustaba repetir de tarde en tarde: una vez concluidos mis trasiegos y más encargos, dejaba mis bártulos en el hotel y salía a dar un paseo por la 5ta. Avenida; llegaba al soberbio edificio de la Biblioteca Pública y hacía lo que hace todo el mundo: me sentaba en la escalinata a disfrutar de un hot dog, o a tomar un helado, y, como lo hace cualquier turista, simplemente me ponía a mirar la gente pasar…

 

Entonces –de pronto y si uno tenía suerte– sucedía algo prodigioso: surgía, quién sabe de dónde, un mimo que hacía las delicias de la parroquia. Se trataba de un imitador callejero, tan genial que lo que hacía era reproducir con exacta fidelidad la forma de caminar, el ritmo, talante y gestos de algún vecino… lo brutal era que la “víctima” tardaba en darse cuenta de que en realidad era objeto del coro de incontenidas carcajadas que su emulación provocaba. La parodia era tan amena y divertida que el imitador llegaba a hacer de pareja del inocente, tanto que, sin que se diera cuenta, en ocasiones llegaba hasta a dejarse tomar de la mano…

 

El mimo callejero, en sus distintas versiones, es un personaje infaltable en las plazas y callejas de las principales ciudades del mundo. Hay el conocido como “estatua viviente”, figura cuyo mérito está en parecer parte del inerte decorado de la urbe; viste invariablemente de blanco o colores metálicos y apuesta a mantenerse completamente estático. Pero hay también el mimo que –como en el caso de la biblioteca neoyorquina– se esfuerza por parodiar los gestos, dengues y maneras de los ingenuos; su aparición es súbita e inesperada: ese mimo no cesa de importunar hasta que consigue arranchar la sobrante calderilla que lleva presupuestaba.

 

Una noche en Ámsterdam, mientras tomábamos un día de descanso con la tripulación, antes de regresar al Ecuador, habíamos sido invitados a cenar por los directivos de la empresa (habíamos viajado a la “ciudad de los canales” para trasladar un flamante avión hacia el país). Estábamos registrados en el céntrico y lujoso Krasnapolsky y, mientras volvíamos al hotel, optamos por efectuar una corta caminata por una calleja peatonal, muy cerca del Palacio Real. Mientras curioseaba una vitrina de almacén, pude ver en el reflejo del cristal a un subrepticio imitador callejero que se había propuesto duplicar mis gestos colocándose a mis espaldas…

 

Obviamente, no pudo darse cuenta de que yo lo había advertido y tampoco imaginó que yo haría un rápido movimiento de noventa grados, con lo cual, dada su posición, pasó de golpe a ser ya no el imitador, sino el imitado… Lo que vino fue una experiencia inexplicable, pues en el ánimo de no volver a quedar a expensas de un nuevo intento de imitación, no me quedó más recurso que improvisar de remedador y tratar de quedar completamente inmóvil…

 

De pronto sentí como que la sangre se me iba poco a poco hacia los pies y experimenté una inédita sensación de que mi cuerpo no hacía ya contacto con el suelo, de que los músculos del rostro se me congelaban. Fue tan imprevista y nada ensayada mi estática reacción que, tanto mis compañeros como quienes hacían de espectadores, creyeron asistir a una escena que no había sido improvisada… Pocos sospecharon que la grácil araña se había enredado en su propia red y que, como en el apotegma de Quevedo, “el alguacil habría sido alguacilado”.

 

No cuento la viñeta para burlarme ni hacer fisga de nadie. La lección aprendida consistió en que no siempre quien sale con ventaja es el más hábil, experto o inteligente. Hay veces en que hasta los listos hacen el papel de tontos. “Stultorum sunt plena omnia” (todo está lleno de tontos), sentenciaba Cicerón…



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17 diciembre 2024

La inquina en las redes

“Quien odia, es como si se tomara un veneno esperando que el otro muera”. Proverbio chino.

Las redes sociales se han convertido en verdaderas aulas para impartir y repartir odio; para dar lecciones de inquina a otro que también suele odiar. Odiar puede ser un sentimiento agotador que exige mucha dedicación, mala leche e inagotable energía. Quizá, cansado por parecidos desafectos, Voltaire repetía aquello de que estaría dispuesto a ofrendar su vida con tal de defender el derecho ajeno de pensar distinto… Pienso en ello cuando, día a día, recibo mensajes de las mismas personas, obnubiladas por su desafecto hacia otros, persuadidas como están de que su propio odio no se compara con el de ese otro individuo al que achacan de resentimiento… 

 

Y es que no hacen otra cosa. Parecen no tener nada más que hacer, saturan los chats con sus mensajes, tan repetitivos que se convierten en cansinos y enfermizos. ¿Es posible odiar o detestar tanto –estupefacto me pregunto– como para vivir obsesionado con el mal ajeno, por perverso que fuera el objetivo que merece tan obcecada forma de sentimiento? Eso me hace entrar en un conflicto interno: optar por abandonar el chat aunque decidiera mantenerme en el grupo; o, simplemente, dejar un mensaje de reflexión y seguir con mi elástica tolerancia. Al final, termino asqueado, sintiendo que aquello es una burda grosería; que quienes así actúan, no merecen nuestra generosa paciencia, ni tampoco nuestra amistad o compañerismo.

 

Dicen por ahí que el ego y el odio a menudo están interrelacionados. He leído que: “cuando el ego se siente atacado o disminuido, este puede responder con odio hacia quienes percibe como responsables de esa amenaza. El odio, en ese sentido, puede ser una forma disimulada de defender y proteger un ego que se siente lastimado”. Y es que “cuando alguien no está dispuesto a reconocer sus propias fallas o limitaciones –decía quien comentaba–, puede proyectarlas en otras personas y desarrollar sentimientos de odio hacia ellas. Esa sería, precisamente, la forma inconsciente de no tener que enfrentar los propios impedimentos o debilidades”.

 

Hace poco leía un artículo de Fernando Aramburu en el que definía al odio como “un deseo morboso de obtener una satisfacción maligna”. El odio –decía–, “al igual que la democracia, el ajedrez o la viticultura, es una creación humana. Pero es una creación sucia de la que no se puede querer alardear”… “Hay quienes se pronuncian contra los discursos de odio –continuaba– y luego se dedican a lanzar lodo a diestra y siniestra”. El vasco resumía así el pensamiento de Carlos Castilla del Pino, quien habría estudiado los entresijos de la conducta humana, y que afirmaba que el odio es incompatible con la propia felicidad. “El odio es propio de insatisfechos”, apostillaba Aramburu. “Odiar es odiarse”. repetía, glosando así a Castilla del Pino. “No poca gente llena su día dando o recibiendo lecciones de odio”.

 

Peter Seeger (1919-2014) fue un conocido cantautor y activista de derechos humanos; era un constante defensor de los postergados. Cuando cantaba, lo hacía en defensa de los pobres, de los oprimidos y de los explotados. Lo hacía para estimular y animar, para entretener y contar historias. Solía, en ocasiones, entonar una versión distinta de esa famosa tonada cubana que conocemos como Guantanamera; utilizaba unos versos poco conocidos de José Martí relacionados con el odio y el perdón, con el imponderable valor que pueden tener la tolerancia y el olvido:

 

“Cultivo una rosa blanca,


en junio como en enero,


para el amigo sincero


que me da su mano franca.

 

Y para el cruel que me arranca, 


el corazón con que vivo, 


cardo ni ortiga cultivo,


solo cultivo mi rosa blanca..."

 

Si estamos próximos a Navidades y a elecciones, no sería bueno optar por quien uno está convencido de que no es el mejor, solo por el temor de que gane otro, a quien tratamos de evitar... Tampoco sería adecuado considerar al diferente como adversario o enemigo: la política debe ser un arte para lograr acuerdos, no un campo minado donde solo campeen la ignorancia, la inquina interesada y la absurda polarización.


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13 diciembre 2024

El ‘ramen’, ¿un invento japonés?

Llegué a Corea en los primeros meses del 96. El invierno estaba por concluir pero el frío se había acentuado esa semana. Eran las 8:00 am. cuando me presenté en las oficinas de Korean Air para mi evaluación de empleo (las 18:00, hora de Ecuador). La temperatura, sumada al efecto del viento, creaba una sensación térmica de 20 grados bajo cero. Concluido el lento proceso de registro y la entrevista formal, me dirigí al dispensario para la valoración médica. Eran ya las 16:00 horas (2:00 de la mañana en Ecuador) cuando me sometí a la prueba de esfuerzo. Al completarla sentí que desfallecía; con razón me habían hecho firmar una nota de descargo…

 

Ya había oscurecido cuando salí del centro médico; afuera me esperaba una limusina cuyo chofer usaba unos guantes de algodón idénticos a los que usé para mi primera comunión. A pesar de la hora, nos tomó una media hora para llegar al Ritz Carlton de Kangnam. Era esa una zona bullente y concurrida, donde las aceras lucían repletas de gente joven y alegre que había salido a disfrutar con sus amigos. Kangnam era ya un área ‘posh’, un barrio comercial que albergaba a las más importantes universidades de Seúl. Vi tantos bares y sitios de comida, que solo quería tomar una cerveza y hallar un sitio agradable que satisficiera mi apetito.

 

Había un gentío en las veredas. Tomé una estrecha callejuela y procuré averiguar tras los ventanales qué era lo que con tanta fruición ahí comían. Aquellos locales no eran restaurantes propiamente dichos, eran más bien fondas o lugares donde los comensales tomaban cerveza o ‘soju’ (un tipo de sake o licor de arroz) y departían. Me introduje en uno de esos negocios y revisé lo que allí servían; seleccioné lo que parecía más atractivo y me senté a una mesa que estaba disponible. Cuando alguien se acercó para tomarme la orden, me levanté y le señalé una espléndida sopa que tenía buena pinta; luego, utilicé el mismo dedo para señalarme a mí mismo. “¡Oh, to-cate!” (lo mismo), dijo la dependiente. Sería la primera palabra coreana que aprendería.

 

Así fue como me enteré que a ese delicioso caldo se le llamaba “ramen” (pronunciaban ‘lamen’). Nunca me hubiera imaginado que, una vez contratado, se convertiría en frecuente recurso de supervivencia. No solo eso, cuando terminábamos el refrigerio (‘toshirá’), en medio de los vuelos, nos preguntaban por costumbre si deseábamos un tazón de ramen para completar la comida… Era tan popular el plato en Corea que llegué a pensar que se trataba de una especialidad local; no así en Japón donde existe otra sopa de fideos, que es más popular, la conocen como ‘udon’. Hay quienes creen que el ramen es de origen japonés, pero en realidad fue inventado en la China, aunque abrigo la sospecha de que allí tampoco es tan popular como en Corea.

 

La-men es palabra china; viene de la que significa estirar y men, que quiere decir fideo. Como se sabe, el fideo es un producto basado en harina de diversos cereales, que ya se usaba en Asia hace algo más de 3.000 años. De hecho, otras sopas orientales (el laksa malasio; el pho vietnamita; y una variedad del ‘tom yum’ tailandés) incluyen también esos fideos, delgados y alargados, en sus respectivas recetas. No obstante, en la China –con excepción de Taiwán– no es muy frecuente encontrar sopas que contengan fideos en los principales restaurantes.

 

El principal secreto culinario del ramen no es “lo que se ve”, sino cómo ha sido preparado ese caldo en el que se han colocado los varios ingredientes que se observan en el tazón. Por lo mismo, conjeturo que no solo se trata de conocer qué ingredientes deben ser añadidos para integrar el caldo; sino, además, conocer cómo se tiene que preparar la base líquida que es llamada ‘umami’. Ese ‘broth’, el jugo del ramen, se prepara con una base de varios vegetales, carne, costilla o hueso de cerdo, ajo y cebolla, jengibre, salsa de soya, ‘miso’ (soya fermentada), y ‘mirín’ (un tipo de ‘soyu’ o licor de arroz parecido al ‘sake’, con bajo nivel alcohólico). Una vez concluido el ‘umami’, hace falta ponerlo a hervir por varias horas para lograr que se integren los diferentes sabores.



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10 diciembre 2024

Una copa con Maquiavelo *

   * Por Manuel Vicent, escritor español. Tomado de la revista Babelia. Reeditado.

Para mi gusto los escritores se dividen en dos: aquellos que me agrada cómo escriben y después de leerlos me gustaría tomarme una copa con ellos y aquellos que, pese a que escriben bien, no movería un dedo por conocerlos en persona. Me refiero también a gente famosa que, por sus hechos, sean hazañas o crímenes, han llenado las páginas de la historia. Los hay que resulta fatigoso leerlos y, en cambio, son bien recibidos en las sobremesas porque su ingenio los convierte en una fuente inagotable de chismes y anécdotas, que ayudan a hacer una buena digestión. Para mí un gran artista es aquel a quien mi admiración llega hasta el punto de saber incluso si tenía sabañones en su infancia. Admirado su arte, leídos sus libros o enterado de su última hazaña, uno trata de agotar el caudal de su vida privada como una experiencia de sabiduría. En este caso se producen muchas sorpresas. 


Tal vez conocido de cerca y compartiendo con él un par de cervezas, descubrirías que Jack el Destripador tenía un trozo de alma muy sensible que le impulsaba a ayudar a un ciego a cruzar un paso de cebra. O que Francisco de Asís, pese a su humildad reconocida y premiada con el Nobel de la santidad, tenía un carácter muy atravesado, salvo cuando se encontraba con el hermano lobo.

 

Me hubiera gustado conocer a Jantipa, la mujer de Sócrates, solo para preguntarle si en la cocina y en la cama también hablaba tan entonado y decía cosas tan profundas. Jantipa ha pasado por ser una mujer irascible e incontrolada porque de pronto se presentaba en el ágora y ante el corro de discípulos de su marido le recriminaba en público la vida desastrosa que llevaba, siempre rodeado de jovenzuelos que le bailaban el agua y a quienes llenaba la cabeza de tonterías. “Hace tres días que te fuiste de casa dejando la comida en la mesa” —le decía. Era una mujer cargada de problemas cotidianos, llena de sentido práctico y muy enamorada. “Conócete a ti mismo”, decía Sócrates a sus discípulos. Jantipa replicaba: “Me conozco de sobra y a ti también, de modo que hoy tienes higos secos de postre, que tanto te gustan. Ninguno de tus principios tiene más verdad que uno de esos higos”.

 

Si me dieran a elegir entre los poetas latinos no sería el primero Virgilio, tan conservador, ni Horacio, siempre pendiente de las dádivas de mecenas. Mi preferencia se decantaría por la rebeldía de Ovidio, y sobre todo por Cayo Valerio Catulo por su sentido del humor. Con estos versos se quejaba de las hipotecas: “¡Oh Furio! Nuestra quinta no está expuesta / ni a los soplos del Austro o los del Céfiro, / ni a los del Bóreas cruel, ni del Levante; / mas, por 15.200 sestercios / está desde hace tiempo hipotecada. / ¡Oh, qué pestilencial y horrible viento!”.

 

He imaginado que Maquiavelo era un psicoanalista y que tenía entre sus mejores pacientes a los Borgia. Tumbado en el diván, el libidinoso Alejandro VI, mirando las cornucopias del techo, dejaba brotar grumos del inconsciente que le salían por la boca desde la joroba. Decía que acababa de contratar con Miguel Ángel la escultura de la Pietá y había firmado también un contrato con Leonardo da Vinci para que le diseñara los cañones de su hijo César Borgia, quien pronto iba a emprender una guerra. Maquiavelo conducía la conversación hacia ese punto donde se encuentran la belleza y la maldad, el amor y el veneno, los ladridos de los mastines y el volteo celestial de las campanas. “Para ser Papa hay que empezar por abajo —le decía Maquiavelo—. Hay que empezar por las sagradas pantuflas. Un Papa es ese ser que crece desde ese calzado bordado con hebras de oro y plata”. Tomarse una copa con el papa Borgia y Maquiavelo tenía un peligro. ¿Pero a quién no le hubiera gustado?

 

Tirando por la historia hacia adelante hubiera sido un placer encontrarse con Voltaire, el primer periodista intelectual, lleno de ironía mordaz, con una inteligencia afilada como su nariz. Él fue quien dijo la frase que siempre se atribuye a otros, entre ellos a Churchill. “Podré no estar de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. En este principio están incluidos la tolerancia y el derecho a la libertad de expresión. No hay forma de que Voltaire deje de ser moderno, del mismo modo que es imposible llevar la cojera con más elegancia que Lord Byron. En la historia de la literatura y de las artes hay una secreta corriente de seducción. que se tiene o no se tiene, sin que nada se pueda hacer para obtener esa gracia gratuita. Hay escritores, artistas e intelectuales seductores y otros que pese a su talento no han merecido ese don de los dioses. A veces durante los insomnios paso lista de los autores con los que me hubiera gustado tomarme una copa. Y así hasta que cojo el sueño.


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06 diciembre 2024

Anatomía de la triquiñuela

Parecía un buen muchacho. Nunca lo había visto hasta que participó en el debate presidencial. Para muchos era un perfecto desconocido, pero tuvo el mérito de manejar las cifras y parecer enterado de la situación del país. Causó buena impresión. A ratos parecía indeciso; quizá era esa tendencia suya a levantar las cejas y ensayar una abreviada sonrisa. Me pareció que aquello denunciaba una cierta inseguridad incompatible con el liderazgo requerido.

Para sorpresa de muchos, Noboa llegó a la segunda vuelta. Se dijo que ello obedecía al voto vergonzante, a su manejo de las redes y al voto de los jóvenes. De ahí en adelante, fue fácil predecir el resultado: frente al voto del correísmo (30%), el resto, en su mayoría, era opuesto a esa tendencia. Ya en la presidencia dio la impresión de que se iniciaba con buenos auspicios; pronto, sin embargo, fue exhibiendo resabios autoritarios y una cierta tendencia obcecada y caprichosa. Tal vez, en el ánimo de asegurar su aceptación, utilizaba en ocasiones un lenguaje alejado de la dignidad del poder. Pronto hizo insólitos alardes de su pretendida condición metrosexual, como si aquello sería requisito para ser bien varón, no se diga buen presidente.

 

Lo último puede ser comprensible (aunque no justificable). Pero lo que vino a desdibujar su imagen fue aquel inesperado desencuentro con su vicepresidente, a quien él mismo había escogido. No sé qué exacerbó los ánimos (nadie lo sabe), pero no midió las consecuencias y se precipitó. En lugar de utilizar los caminos legales (si se trataba de una incorrección) o intentar un gesto conciliatorio (si se trataba de una discrepancia) escogió el atajo de la triquiñuela. No respetó la condición de su compañera de fórmula y actuó con una rara forma de hostil acoso. En realidad la desterró. Usando una añagaza como recurso y una designación como pretexto, la alejó del país. No cayó en cuenta que ella sería, legalmente, quien debía reemplazarle.

 

No defiendo a la Sra. Abad, ni ella goza de mi simpatía. A más de haber proferido subversivas amenazas, habría llegado a anticipar que decretaría la amnistía para un ex mandatario que se encuentra sentenciado y es prófugo de la justicia… Fue entonces cuando se actuó en forma deplorable y triste: utilizando un nuevo subterfugio legal, vale decir otro pretexto, la dignataria fue suspendida de sus funciones (no se sabe si como vicepresidente o como embajadora), luego de haber sido sometida a un sumario administrativo por parte de una funcionaria de segundo nivel del Ministerio del Trabajo, con la acusación de haber incumplido ciertos deberes. La sanción se ampararía en una reforma demagógica (LOSEP Art. 4) emitida por el expresidente Correa que establecía que todos los funcionarios y empleados eran “servidores públicos”.

 

Ahora bien, cuando Noboa designó a Abad “embajadora” para “evitar el escalamiento del conflicto entre Israel y Palestina”, ¿estaba realmente designándola ‘embajadora’, o, debemos interpretar tal resolución como una delegación, con un carácter semántico? El argumento ministerial se basaría en que Abad, de acuerdo con la ley reformada, era y podía ser sancionada como servidora pública. Dicha ley, sin embargo, prohíbe el pluriempleo (Art. 12), con lo que tal “nombramiento” carecería de sustento legal, pues violaría la disposición correspondiente. Aún hay más: la ley establece (Art. 42) que las faltas disciplinarias “serán sancionadas por la autoridad nominadora o su delegado”, lo que implica que ella no podría ser sancionada ni por la ministra del Trabajo ni por el propio presidente… Todo lo anterior haría pensar que no se tomó la primera resolución con el debido asesoramiento; más bien insinúa que hubo un propósito a futuro: era una artimaña efectuada con premeditación y poco elegante alevosía…

 

Lo ocurrido no hace sino desnudar lo incoherente de nuestro sistema legal vigente. Lo ideal hubiera sido (para evitar actitudes díscolas o represalias como las anunciadas por la hoy suspendida vicepresidente) que el presidente pudiera legalmente mantener su condición de titular. O, si es que la perdiera por convertirse en candidato, que mantuviera su derecho para vetar las resoluciones con las que pudiera estar en desacuerdo (me refiero a las que, luego de su posesión, pudiera emitir la presidente encargada cuando asumiera sus nuevas funciones). Ahora bien, si lo que a Noboa le preocupaba era el daño para el país –o para su legado–, daño que pudiera sobrevenir por las eventuales disposiciones que pudiera emitir la indócil funcionaria, siempre hubiera podido actuar con espíritu patriótico, dando un paso al costado y excusarse como candidato. Todos deberíamos asumir nuestra responsabilidad frente a los errores cometidos; pero, ante todo, estamos en la obligación de respetar el marco jurídico y actuar con rectitud. Deberíamos aprender a jugar limpio.


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03 diciembre 2024

Jugando en las gradas de atrás

“Ellas (esas personas) son dichosas porque han aprendido que, para ser feliz, es necesario perdonar, cubrirse de humildad y tener la valentía de volver a empezar, sin detenerse a tratar de encontrar el culpable de lo que pasó”. Viviana Rivero, Una luz fuerte y brillante.

La mesa es larga, larga y generosa. Somos más de veinte quienes respondemos a la también generosa convocatoria del anfitrión, uno de nuestros primos. Es la hora de los postres cuando él, solícito, dispone al servicio que se traiga una vela para no dejar sin celebrar el reciente aniversario del suscrito (a nuestra edad, una sola vela satisface el requerimiento). Al dejar mi asiento e incorporarme para decir unas palabras de agradecimiento, se me hace inevitable no mirar alrededor del comedor y no recordar, sesenta y más años después, aquel que fuera entonces uno de nuestros infantiles pasatiempos favoritos: jugar a efectuar un viaje de avión en vuelo.

 

Estoy a punto de comentar esa inesperada ocurrencia pero decido transigir ante el impulso de reconocer el gesto del anfitrión y expreso mi gratitud ante la solidaridad mostrada por mis primos en los días previos. Les propongo, en reciprocidad, que al momento de extinguir la llama del pabilo de la parafina, sean ellos los que pidan un deseo, pues el mío no puede ser otro que el de que se cumplan sus anhelos. Me quedo, mientras tanto, con el recuerdo de esas gradas, las gradas de atrás de la casa de la Caldas, la casa de la abuela, donde esos empinados escalones hicieron alguna vez de “cabina de pasajeros”… Era ese tan solo un pretencioso juego, en el que en forma aleatoria e invariable, fungíamos –desde ya– de lo que prefigurábamos que cada uno podía llegar a ser: ya sea piloto o azafata; gerente o vendedor de pasajes; despachador o simple pasajero…

 

Había en esa calle, la Francisco de Caldas, a solo media cuadra de la plaza de San Blas, un par de casas gemelas que, si no hubiese sido por la gradiente de la cuesta, habrían lucido idénticas. De hecho, si se las hubiese visto desde el aire, habría parecido que formaban una sola entidad con un patio interior dividido por un tabique medianero. La primera de las dos (si subíamos hacia la Basílica) era la Caldas 524; la segunda, la misma que lindaba con el zaguán de ingreso a una radiodifusora, era la Caldas 528. Nos correspondió residir (a mi y a mis hermanos menores) en esas dos unidades, aunque en departamentos ubicados en pisos distintos. Fue en la Caldas 524, en sus escalinatas posteriores de madera, donde un nada metálico “fuselaje” serviría como el escenario que daría pábulo a nuestros infantiles, y algo “etéreos”, devaneos.

 

Siendo aquel juego una actividad infrecuente y ocasional, me encargué yo mismo de elaborar unas vistosas tarjetas que simulaban los boletos de viaje que había en esos días. Armado de unas pequeñas tijeras, no desdeñaba ninguna revista con impresiones en color, donde pudiera encontrar la publicidad de las –por entonces– existentes aerolíneas. Así recortaba su vistoso logotipo (hoy dicen “imagen corporativa”). Aquellos coloridos recortes los adhería más tarde a unas tarjetas perforadas, tipo “kardex”, que nos llegaban “bajo pedido” gracias a la generosa condescendencia de un tío que las obtenía como material de desecho en la Caja del Seguro…

 

Barrunto hoy que esos juegos y entretenciones habrían, desde muy temprano, inoculado en nosotros ese gusano contagioso, el de la seducción por las tareas y oficios relacionados con la aeronáutica, en un tiempo todavía incierto e indefinido… Por ello, cuando registré con la mirada la feligresía a la que me dirigía, ya no pude sino advertir entre los asistentes que un grupo significativo había escogido aquello de dirigir y comandar aeronaves, persiguiendo así la senda trazada por un distinguido pariente y pionero de la aviación que nos había precedido.

 

Mirando en retrospectiva, no puedo sino asombrarme de que tantos fuimos decantándonos por tomar un camino similar, así de fortuito e insospechado. No dudo, si no utilizo mal el título de una de las obras de Borges, que la vida puede ser eso: “un jardín donde los senderos se bifurcan”… Para bien o para mal, esas mismas ocupaciones, definieron nuestras vidas: a unos pudo haberles ido bien o mejor; a otros, quizá no tanto o un poco mal. Si nos fue bien, debemos celebrarlo y disfrutarlo con alegría y humildad; si es que no, sería recomendable tomarlo con algo de sabiduría. Ya lo decía Epicteto, un antiguo filósofo: “Culpar a otros de nuestras desdichas puede ser muestra de ignorancia; culparnos a nosotros mismos, puede constituir el principio del saber; pero abstenerse de atribuir la culpa de aquello a los demás o a nosotros mismos, es testimonio de que habremos tomado el sendero de la perfecta sabiduría”…


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29 noviembre 2024

Cuidado, hay ropa tendida…

‘Ropa tendida’ es una de esas expresiones que no pueden prescindir de puntos suspensivos; vaya, es una curiosa locución adverbial. Alguien más versado la remplazaría por otra con atuendo de proverbio: “No hay que mentar la soga en la casa del ahorcado”. La ropa tendida, en aquellos tiempos en que no nos habían llegado todavía las “doras”, en especial la lavadora y secadora eléctricas (antes ya había hecho su portentosa aparición la refrigeradora), fue algo que había que tratar con cuidado. Para empezar, estaba ubicada en el “patio de atrás”, estaba colgada en un endeble y precario cordel; ya había superado el trabajoso trámite del mayor esfuerzo (el lavado) y si no nos movilizábamos en sus inmediaciones con algo de comedida precaución, la podíamos hacer caer, e incluso manchar. Debíamos respetar aquel esforzado trámite previo…

Quizá no hemos caído en cuenta que ropa (y no prenda, atuendo, ropaje o vestimenta) es una palabra bastante utilizada, forma parte de muchas de esas expresiones que llamamos con el aristocrático nombre de “locuciones adverbiales” (sin que, en gran parte de las veces, siquiera contengan un adverbio). Ahí están, por muestra de ejemplo, ropa blanca (sábanas, fundas de almohada, servilletas de tela y manteles); ropa de cámara o de levantarse (aquella que alguna gente utiliza dentro –y hasta fuera– de casa para estar más cómoda y poder descansar mejor); ropa interior (la que no se ve, por quedar debajo de la exterior); ropa vieja o ‘ropavieja’ (el famoso guisado que utiliza ese corte llamado salón o ‘peceto’); ropas menores (o ‘paños’ menores, que nunca son de tan tosco y áspero género); haber ropa tendida (haber personas cuya presencia demanda hablar o escribir con discreción); probarse la ropa (considerar con anticipación las consecuencias de algo); en fin…

 

Esto de “tener cuidado con la ropa tendida” es algo especial, requiere de todo un ejercicio de delicadeza y de eso: prudencia, sagacidad, tacto, tino y –sobre todo– muchísima discreción… Cuántas veces no “se nos termina por ir la lengua”, y acabamos diciendo, o comentando, cosas imprudentes e innecesarias de las que nunca debíamos siquiera haver empezado a hablar. Nos resulta ya muy tarde cuando caemos en cuenta de que hemos dejado caer una frase o hemos usado una palabra que pudo incomodar o herir la sensibilidad de alguien presente. Horrible situación o tesitura que, de inmediato, nos lleva a auto-reprocharnos y a considerar –y quizá a proponernos– que deberíamos reconocer, antes de hablar, si lo que estamos a punto de decir no va a resultar indiscreto o va innecesariamente a incomodar a alguien que está escuchando.

 

Con frecuencia descuidamos que conversar (platicar dicen en México) es algo más que decir un par de cosas, dialogar y comunicarse. Conversar civilizadamente implica algo más: es ante todo un ejercicio de prudencia, de respeto a los otros contertulios, de circunspección. Por todo ello, si ya sabemos que hay que ser un poco (o bastante) “diplomáticos” para hablar con los demás, la pregunta que nos hacemos con frecuencia es, más bien, básica: ¿por qué, si sabemos que tal vez pudiéramos decir algo que lastime a alguien presente, no siempre terminamos diciendo lo que es más conveniente? La razón es que esto sucede, por lo general, cuando el palique se hace tan sabroso o interesante que todos queremos decir lo nuestro, todos tratamos de participar; el infeliz o desventurado resultado es que el apuro por aportar nos hace pecar de imprudentes o descomedidos.

 

Pero tampoco hay que preocuparse mucho. Eso de charlar, de departir entre amigos, nunca tiene el propósito de lastimar a otro o de incomodar con intención; siempre tenemos, además, el sano recurso de anticipar lo que pretendemos decir o, mejor todavía, de disculparnos cuando hemos podido, sin habérnoslo propuesto, incordiar, contrariar o lastimar. Ya lo dice el popular adagio: “Ni mucho que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre”. Lo rescatable es que, aun a riesgo de molestar o importunar, es preferible ser uno mismo, ser genuino y actuar con espontánea autenticidad. He ahí lo realmente difícil, pues esto último puede ser más complicado que implementar el perseverante esfuerzo de no decir cosas que pudieran herir o jorobar…

 


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26 noviembre 2024

No saber que no se sabe *

* Escrito por Manuel Cruz para la revista Babelia

 

«Dice Peter Burke, en su nuevo libro Ignorancia, que “lo peor es no saber que no se sabe”. Con este criterio, el profesor de Cambridge pasa revista a algunas de las más importantes consecuencias que se han derivado del saber erróneo en los planos político, religioso, bélico o científico en los últimos 500 años».

 

En nuestros días, la ignorancia es la gran ignorada. Aunque tal vez resultara más preciso decir que es la gran malinterpretada. En buena medida, esa mala interpretación se deriva de una confusión de base, la que da por descontado que la ignorancia agota su definición en la de ausencia de saber. De esta manera, queda identificada con la negatividad sin más o, si se prefiere, con el completo vacío.

 

Pero la ignorancia no puede ser reducida al simple y escueto no-saber. De ella cabe predicar su condición de principio activo, capaz de generar sus específicos efectos. Pues bien, es a la descripción, análisis y critica de los más destacados a lo que se dedica el catedrático emérito de Historia Cultural en la Universidad de Cambridge Peter Burke en su estimulante, original y brillante libro Ignorancia. Una historia global. A lo largo de sus páginas, el autor pasa revista a algunas de las más importantes consecuencias que se han derivado de la ignorancia en diversos planos (político, religioso, bélico, científico) en los últimos 500 años.

 

En efecto, si la ignorancia se redujera a ausencia de saber, un libro sobre la misma tendría las páginas en blanco, señala el autor con ironía. Pero se conoce que, por parafrasear por enésima vez el célebre dictum aristotélico, también el no-ser (del no-saber) se dice de muchas maneras. De todas ellas, tal vez la menos inquietante, en la medida en que apenas da lugar a malentendidos teóricos, es la que reconoce su condición de conocimiento pendiente. Tal ocurre cuando, pongamos por caso, un astrofísico afirma que ignoramos, por no disponer de los instrumentos adecuados, si existe alguna forma de vida en una galaxia a miles de años luz de la nuestra.

 

La causa de la condición inocua de esta variante de ignorancia parece clara: se trata de una ignorancia que reconoce su condición de tal, de una ignorancia —permítasenos la paradójica formulación— autoconsciente. Los problemas surgen cuando determinados discursos o planteamientos que pasan por ser conocimiento verdadero sin serlo objetivamente obturan la posibilidad misma de dicha autoconciencia. En ese sentido, y desde una perspectiva estrictamente epistemológica, cabría sostener que la falsedad es una forma de ignorancia que desconoce su propia condición. A diferencia de la anterior modalidad de ignorancia, en esta el lugar del saber no se ve ocupado por el silencio de la página en blanco sino por el error.

 

Lejos de ser un matiz sin demasiada importancia, es en la autoconciencia de su propia condición donde se dilucida el signo que va a adoptar la ignorancia. Que, conviene subrayarlo frente a algunos tópicos muy consolidados, no es negativo por principio. Incluso al contrario: no hay motor más poderoso ni punto de partida más firme para la búsqueda del conocimiento que la conciencia de ser ignorante (el “solo sé que no sé nada” socrático). De ahí que resulte manifiestamente desacertado calificar como ignorante a alguien por el hecho de que no sepa algo, entre otras razones porque no hay nadie que lo sepa todo y, en consecuencia, todo el mundo sin excepción es ignorante en alguna medida. Lo que de veras define al ignorante en sentido propio y fuerte es otro hecho, el de que no sabe que no sabe.

 

Esta otra modalidad de no saber sí da lugar a unos específicos efectos, ciertamente relevantes, como Burke señala con profusión de ejemplos en su libro. Porque, declarando innecesaria la búsqueda del conocimiento con pretensiones de verdad, la ignorancia en tanto saber erróneo cumple la función de ocupar el lugar de aquél. Es en tiempos como los actuales, de sobreabundancia de unos pseudo-conocimientos que nos hacen falsamente autosuficientes, que a la peor ignorancia le aguarda un futuro esplendoroso.


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