En días
pasados, mientras me preparaba para decir un homenaje póstumo a mi tía María
del Rosario, advertí la presencia de un grupo de gente, ajena a la familia, que
en forma solidaria y generosa había acudido a acompañar a los deudos en ese
penoso tránsito. Aquel noble gesto contrastaba con repetidos resabios de varios
conductores, con los que me había cruzado esa misma mañana, mientras conducía
camino a la funeraria. Me había parecido que la mayoría de esa gente ya ni
siquiera manejaba, ansiosa quería adelantar a los demás y llegar primero; parecía
abrir los codos y bregar a trompicones –ni se diga que cedía el paso–, sino que
estaba persuadida de que estaba sola en el mundo, de que ya nadie más importaba
ni existía…
Algo más temprano había realizado mi acostumbrada visita matinal a la panadería. Había ahí, frente al mostrador, una dama que lucía apresurada, había estacionado en forma oblicua y transversal (utilizaba tres espacios) y, desdeñando la paciencia de quienes esperaban, no resolvía qué mismo quería comprar, cambiaba una y otra vez de parecer, y demoró su trasiego pues tampoco sus tarjetas de crédito aceptaban sus transacciones. Lucía la susodicha, algo despeinada, era evidente que había salido a la calle sin desprenderse de unas coloridas pijamas (inédita moda que yo creía que era privativa de la China). Pero, claro, hubiera sido mucho pedir que luego ofreciera disculpas o agradeciera a los otros clientes por la espera.
Tengo un amigo que alguna vez cumplió con una misión diplomática en el sur del continente; él se ufana de conocer el defecto más relevante de cada nacionalidad con la que, por razón de su oficio o actividad, ha convivido. “Los de allí, son presumidos –dice–; todos los de más allá, se creen europeos o de sangre azul; los de acullá, son gazmoños y puritanos”… En esa misma línea yo me pregunto cuál es la impronta (¿estigma?) que a nosotros más nos caracteriza, y se me haría difícil no coincidir en que, si hay algo que parece ser connatural a nuestra cicatera y nada pródiga genética, no será otra que esa estrecha y casi enfermiza mezquindad. La fábula del mísero perro del hortelano convertida en extraño e intencional protocolo de conducta.
Yo era todavía niño cuando una matrona de oronda catadura y voz estentórea venía de tarde en tarde a visitar a la abuela. Tenía ínfulas aristocráticas, a desprecio de su atuendo y de su oficio de maestra; le decían “mama” María y era adlátere obstinada de Velasco Ibarra. Un día trajo a casa una colección de las obras de su héroe, que la abuela no demoró en arrumar en el desván de la azotea. Una mañana me puse a ojear el repentino tesoro y reconocí su valía; luego, me puse a hojearlo (con hache) por las tardes. Así fue como heredé esa joya de papel y conocí del pensamiento de un vasco genial llamado Ramiro de Maeztu, y –sobre todo– de un joven pensador, médico y moralista ítalo-argentino conocido como José Ingenieros.
Una tarde mencioné su nombre en clase y me referí a una cita contenida en una de sus obras principales: El hombre mediocre. “Después de haberlo leído –sentenció el docente– me convencí de que el más mediocre de los escritores había sido José Ingenieros”. La verdad, no era para tanto, Ingenieros había clasificado al hombre en tres categorías: superior, mediocre e inferior. El superior se distinguía por su imaginación y por sus nobles ideales; ese idealismo, no le permitía adocenarse y le hacía cuestionar la tradición. El mediocre era acomodaticio, su guía eran sus intereses y conveniencias; seguía al grupo y se dejaba conducir por el criterio de la mayoría; era cómplice de mantener el estatus quo… Ya no hace falta describir al inferior…
En días pasados leí un artículo respecto a la palabra mediocre; en él se aclaraba la diferencia entre esa voz (que el DLE define como “de calidad media; de poco mérito o tirando a malo”) con la locución latina aurea mediocritas, que literalmente quiere decir ‘dorada mediocridad’ o, para entenderlo correctamente, ‘dorada medianía’ o ‘justo medio’. Es decir un “estado de quien vive satisfecho con su relativo bienestar, sin envidia ni codicia”. Esta medianía equivale a la moderación, al dorado ‘término medio’ de Aristóteles, una sabiduría práctica identificada con la prudencia, tema poético que se expresa en las Odas de Quinto Horacio Flaco.
Ah, y en cuanto a esos ocasionales apuros… ellos nada tienen que ver con la inflexibilidad o la saludable entereza. Hay que actuar con un firme sentido de propósito, pero sin dar la impresión de que actuamos sin dignidad o con evidente atolondramiento. Como habría ordenado un noble señor: “Vísteme despacio que estoy de apuro”; o, como hubiese dicho un compañero de juego: “Hazlo con calma, que solo se apuran los ladrones y los malos toreros”.
