“Ellas (esas personas) son dichosas porque han
aprendido que, para ser feliz, es necesario perdonar, cubrirse de humildad y
tener la valentía de volver a empezar, sin detenerse a tratar de encontrar el
culpable de lo que pasó”. Viviana Rivero, Una
luz fuerte y brillante.
La mesa es larga, larga y generosa. Somos más de veinte quienes respondemos a la también generosa convocatoria del anfitrión, uno de nuestros primos. Es la hora de los postres cuando él, solícito, dispone al servicio que se traiga una vela para no dejar sin celebrar el reciente aniversario del suscrito (a nuestra edad, una sola vela satisface el requerimiento). Al dejar mi asiento e incorporarme para decir unas palabras de agradecimiento, se me hace inevitable no mirar alrededor del comedor y no recordar, sesenta y más años después, aquel que fuera entonces uno de nuestros infantiles pasatiempos favoritos: jugar a efectuar un viaje de avión en vuelo.
Estoy a punto de comentar esa inesperada ocurrencia pero decido transigir ante el impulso de reconocer el gesto del anfitrión y expreso mi gratitud ante la solidaridad mostrada por mis primos en los días previos. Les propongo, en reciprocidad, que al momento de extinguir la llama del pabilo de la parafina, sean ellos los que pidan un deseo, pues el mío no puede ser otro que el de que se cumplan sus anhelos. Me quedo, mientras tanto, con el recuerdo de esas gradas, “las gradas de atrás” de la casa de la Caldas, la casa de la abuela, donde esos empinados escalones hicieron alguna vez de “cabina de pasajeros”… Era ese tan solo un pretencioso juego, en el que en forma aleatoria e invariable, fungíamos –desde ya– de lo que prefigurábamos que cada uno podía llegar a ser: ya sea piloto o azafata; gerente o vendedor de pasajes; despachador o simple pasajero…
Había en esa calle, la Francisco de Caldas, a solo media cuadra de la plaza de San Blas, un par de casas gemelas que, si no hubiese sido por la gradiente de la cuesta, habrían lucido idénticas. De hecho, si se las hubiese visto desde el aire, habría parecido que formaban una sola entidad con un patio interior dividido por un tabique medianero. La primera de las dos (si subíamos hacia la Basílica) era la Caldas 524; la segunda, la misma que lindaba con el zaguán de ingreso a una radiodifusora, era la Caldas 528. Nos correspondió residir (a mi y a mis hermanos menores) en esas dos unidades, aunque en departamentos ubicados en pisos distintos. Fue en la Caldas 524, en sus escalinatas posteriores de madera, donde un nada metálico “fuselaje” serviría como el escenario que daría pábulo a nuestros infantiles, y algo “etéreos”, devaneos.
Siendo aquel juego una actividad infrecuente y ocasional, me encargué yo mismo de elaborar unas vistosas tarjetas que simulaban los boletos de viaje que había en esos días. Armado de unas pequeñas tijeras, no desdeñaba ninguna revista con impresiones en color, donde pudiera encontrar la publicidad de las –por entonces– existentes aerolíneas. Así recortaba su vistoso logotipo (hoy dicen “imagen corporativa”). Aquellos coloridos recortes los adhería más tarde a unas tarjetas perforadas, tipo “kardex”, que nos llegaban “bajo pedido” gracias a la generosa condescendencia de un tío que las obtenía como material de desecho en la Caja del Seguro…
Barrunto hoy que esos juegos y entretenciones habrían, desde muy temprano, inoculado en nosotros ese gusano contagioso, el de la seducción por las tareas y oficios relacionados con la aeronáutica, en un tiempo todavía incierto e indefinido… Por ello, cuando registré con la mirada la feligresía a la que me dirigía, ya no pude sino advertir entre los asistentes que un grupo significativo había escogido aquello de dirigir y comandar aeronaves, persiguiendo así la senda trazada por un distinguido pariente y pionero de la aviación que nos había precedido.
Mirando en retrospectiva, no puedo sino asombrarme de que tantos fuimos decantándonos por tomar un camino similar, así de fortuito e insospechado. No dudo, si no utilizo mal el título de una de las obras de Borges, que la vida puede ser eso: “un jardín donde los senderos se bifurcan”… Para bien o para mal, esas mismas ocupaciones, definieron nuestras vidas: a unos pudo haberles ido bien o mejor; a otros, quizá no tanto o un poco mal. Si nos fue bien, debemos celebrarlo y disfrutarlo con alegría y humildad; si es que no, sería recomendable tomarlo con algo de sabiduría. Ya lo decía Epicteto, un antiguo filósofo: “Culpar a otros de nuestras desdichas puede ser muestra de ignorancia; culparnos a nosotros mismos, puede constituir el principio del saber; pero abstenerse de atribuir la culpa de aquello a los demás o a nosotros mismos, es testimonio de que habremos tomado el sendero de la perfecta sabiduría”…

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