Parecía un
buen muchacho. Nunca lo había visto hasta que participó en el debate
presidencial. Para muchos era un perfecto desconocido, pero tuvo el
mérito de manejar las cifras y parecer enterado de la situación del país. Causó
buena impresión. A ratos parecía indeciso; quizá era esa tendencia suya a levantar
las cejas y ensayar una abreviada sonrisa. Me pareció que aquello denunciaba
una cierta inseguridad incompatible con el liderazgo requerido.
Para sorpresa de muchos, Noboa llegó a la segunda vuelta. Se dijo que ello obedecía al voto vergonzante, a su manejo de las redes y al voto de los jóvenes. De ahí en adelante, fue fácil predecir el resultado: frente al voto del correísmo (30%), el resto, en su mayoría, era opuesto a esa tendencia. Ya en la presidencia dio la impresión de que se iniciaba con buenos auspicios; pronto, sin embargo, fue exhibiendo resabios autoritarios y una cierta tendencia obcecada y caprichosa. Tal vez, en el ánimo de asegurar su aceptación, utilizaba en ocasiones un lenguaje alejado de la dignidad del poder. Pronto hizo insólitos alardes de su pretendida condición metrosexual, como si aquello sería requisito para ser bien varón, no se diga buen presidente.
Lo último puede ser comprensible (aunque no justificable). Pero lo que vino a desdibujar su imagen fue aquel inesperado desencuentro con su vicepresidente, a quien él mismo había escogido. No sé qué exacerbó los ánimos (nadie lo sabe), pero no midió las consecuencias y se precipitó. En lugar de utilizar los caminos legales (si se trataba de una incorrección) o intentar un gesto conciliatorio (si se trataba de una discrepancia) escogió el atajo de la triquiñuela. No respetó la condición de su compañera de fórmula y actuó con una rara forma de hostil acoso. En realidad la desterró. Usando una añagaza como recurso y una designación como pretexto, la alejó del país. No cayó en cuenta que ella sería, legalmente, quien debía reemplazarle.
No defiendo a la Sra. Abad, ni ella goza de mi simpatía. A más de haber proferido subversivas amenazas, habría llegado a anticipar que decretaría la amnistía para un ex mandatario que se encuentra sentenciado y es prófugo de la justicia… Fue entonces cuando se actuó en forma deplorable y triste: utilizando un nuevo subterfugio legal, vale decir otro pretexto, la dignataria fue suspendida de sus funciones (no se sabe si como vicepresidente o como embajadora), luego de haber sido sometida a un sumario administrativo por parte de una funcionaria de segundo nivel del Ministerio del Trabajo, con la acusación de haber incumplido ciertos deberes. La sanción se ampararía en una reforma demagógica (LOSEP Art. 4) emitida por el expresidente Correa que establecía que todos los funcionarios y empleados eran “servidores públicos”.
Ahora bien, cuando Noboa designó a Abad “embajadora” para “evitar el escalamiento del conflicto entre Israel y Palestina”, ¿estaba realmente designándola ‘embajadora’, o, debemos interpretar tal resolución como una delegación, con un carácter semántico? El argumento ministerial se basaría en que Abad, de acuerdo con la ley reformada, era y podía ser sancionada como servidora pública. Dicha ley, sin embargo, prohíbe el pluriempleo (Art. 12), con lo que tal “nombramiento” carecería de sustento legal, pues violaría la disposición correspondiente. Aún hay más: la ley establece (Art. 42) que las faltas disciplinarias “serán sancionadas por la autoridad nominadora o su delegado”, lo que implica que ella no podría ser sancionada ni por la ministra del Trabajo ni por el propio presidente… Todo lo anterior haría pensar que no se tomó la primera resolución con el debido asesoramiento; más bien insinúa que hubo un propósito a futuro: era una artimaña efectuada con premeditación y poco elegante alevosía…
Lo ocurrido no hace sino desnudar lo incoherente de nuestro sistema legal vigente. Lo ideal hubiera sido (para evitar actitudes díscolas o represalias como las anunciadas por la hoy suspendida vicepresidente) que el presidente pudiera legalmente mantener su condición de titular. O, si es que la perdiera por convertirse en candidato, que mantuviera su derecho para vetar las resoluciones con las que pudiera estar en desacuerdo (me refiero a las que, luego de su posesión, pudiera emitir la presidente encargada cuando asumiera sus nuevas funciones). Ahora bien, si lo que a Noboa le preocupaba era el daño para el país –o para su legado–, daño que pudiera sobrevenir por las eventuales disposiciones que pudiera emitir la indócil funcionaria, siempre hubiera podido actuar con espíritu patriótico, dando un paso al costado y excusarse como candidato. Todos deberíamos asumir nuestra responsabilidad frente a los errores cometidos; pero, ante todo, estamos en la obligación de respetar el marco jurídico y actuar con rectitud. Deberíamos aprender a jugar limpio.

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