No he ido a Nueva York por mucho tiempo; hubo un tiempo en que iba hasta dos veces por semana. Hablar de New York es hablar de Manhattan; no parece pero ese sector es en realidad una isla alargada, una que da la impresión de ser más bien una angosta península. Hay gente a quien no le gusta Nueva York, y eso dice cuando se refiere a Manhattan. La juzgan como demasiado impersonal; que “es una jungla de cemento” dicen, y le encuentran un sinnúmero de defectos. Mas, para mi gusto, New York es una ciudad sorprendente, donde es imposible transigir ante el tedio o el hastío. Aunque, claro, todo tiene su precio…
Creo que no exagero si cuento que ahí me he alojado en una veintena de hoteles diferentes; quizá el que más repetí fue al Roosevelt, ubicado en la 45 y Madison, y muy cerca de Grand Central, una de las más bellas estaciones de tren que he conocido. Allí se encuentra el Oyster Bar, de muy grata memoria. Pero, había en Manhattan algo que me gustaba repetir de tarde en tarde: una vez concluidos mis trasiegos y más encargos, dejaba mis bártulos en el hotel y salía a dar un paseo por la 5ta. Avenida; llegaba al soberbio edificio de la Biblioteca Pública y hacía lo que hace todo el mundo: me sentaba en la escalinata a disfrutar de un hot dog, o a tomar un helado, y, como lo hace cualquier turista, simplemente me ponía a mirar la gente pasar…
Entonces –de pronto y si uno tenía suerte– sucedía algo prodigioso: surgía, quién sabe de dónde, un mimo que hacía las delicias de la parroquia. Se trataba de un imitador callejero, tan genial que lo que hacía era reproducir con exacta fidelidad la forma de caminar, el ritmo, talante y gestos de algún vecino… lo brutal era que la “víctima” tardaba en darse cuenta de que en realidad era objeto del coro de incontenidas carcajadas que su emulación provocaba. La parodia era tan amena y divertida que el imitador llegaba a hacer de pareja del inocente, tanto que, sin que se diera cuenta, en ocasiones llegaba hasta a dejarse tomar de la mano…
El mimo callejero, en sus distintas versiones, es un personaje infaltable en las plazas y callejas de las principales ciudades del mundo. Hay el conocido como “estatua viviente”, figura cuyo mérito está en parecer parte del inerte decorado de la urbe; viste invariablemente de blanco o colores metálicos y apuesta a mantenerse completamente estático. Pero hay también el mimo que –como en el caso de la biblioteca neoyorquina– se esfuerza por parodiar los gestos, dengues y maneras de los ingenuos; su aparición es súbita e inesperada: ese mimo no cesa de importunar hasta que consigue arranchar la sobrante calderilla que lleva presupuestaba.
Una noche en Ámsterdam, mientras tomábamos un día de descanso con la tripulación, antes de regresar al Ecuador, habíamos sido invitados a cenar por los directivos de la empresa (habíamos viajado a la “ciudad de los canales” para trasladar un flamante avión hacia el país). Estábamos registrados en el céntrico y lujoso Krasnapolsky y, mientras volvíamos al hotel, optamos por efectuar una corta caminata por una calleja peatonal, muy cerca del Palacio Real. Mientras curioseaba una vitrina de almacén, pude ver en el reflejo del cristal a un subrepticio imitador callejero que se había propuesto duplicar mis gestos colocándose a mis espaldas…
Obviamente, no pudo darse cuenta de que yo lo había advertido y tampoco imaginó que yo haría un rápido movimiento de noventa grados, con lo cual, dada su posición, pasó de golpe a ser ya no el imitador, sino el imitado… Lo que vino fue una experiencia inexplicable, pues en el ánimo de no volver a quedar a expensas de un nuevo intento de imitación, no me quedó más recurso que improvisar de remedador y tratar de quedar completamente inmóvil…
De pronto sentí como que la sangre se me iba poco a poco hacia los pies y experimenté una inédita sensación de que mi cuerpo no hacía ya contacto con el suelo, de que los músculos del rostro se me congelaban. Fue tan imprevista y nada ensayada mi estática reacción que, tanto mis compañeros como quienes hacían de espectadores, creyeron asistir a una escena que no había sido improvisada… Pocos sospecharon que la grácil araña se había enredado en su propia red y que, como en el apotegma de Quevedo, “el alguacil habría sido alguacilado”.
No cuento la viñeta para burlarme ni hacer fisga de nadie. La lección aprendida consistió en que no siempre quien sale con ventaja es el más hábil, experto o inteligente. Hay veces en que hasta los listos hacen el papel de tontos. “Stultorum sunt plena omnia” (todo está lleno de tontos), sentenciaba Cicerón…

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