“Quien odia,
es como si se tomara un veneno esperando que el otro muera”. Proverbio chino.
Las redes sociales se han convertido en verdaderas aulas para impartir y repartir odio; para dar lecciones de inquina a otro que también suele odiar. Odiar puede ser un sentimiento agotador que exige mucha dedicación, mala leche e inagotable energía. Quizá, cansado por parecidos desafectos, Voltaire repetía aquello de que estaría dispuesto a ofrendar su vida con tal de defender el derecho ajeno de pensar distinto… Pienso en ello cuando, día a día, recibo mensajes de las mismas personas, obnubiladas por su desafecto hacia otros, persuadidas como están de que su propio odio no se compara con el de ese otro individuo al que achacan de resentimiento…
Y es que no hacen otra cosa. Parecen no tener nada más que hacer, saturan los chats con sus mensajes, tan repetitivos que se convierten en cansinos y enfermizos. ¿Es posible odiar o detestar tanto –estupefacto me pregunto– como para vivir obsesionado con el mal ajeno, por perverso que fuera el objetivo que merece tan obcecada forma de sentimiento? Eso me hace entrar en un conflicto interno: optar por abandonar el chat aunque decidiera mantenerme en el grupo; o, simplemente, dejar un mensaje de reflexión y seguir con mi elástica tolerancia. Al final, termino asqueado, sintiendo que aquello es una burda grosería; que quienes así actúan, no merecen nuestra generosa paciencia, ni tampoco nuestra amistad o compañerismo.
Dicen por ahí que el ego y el odio a menudo están interrelacionados. He leído que: “cuando el ego se siente atacado o disminuido, este puede responder con odio hacia quienes percibe como responsables de esa amenaza. El odio, en ese sentido, puede ser una forma disimulada de defender y proteger un ego que se siente lastimado”. Y es que “cuando alguien no está dispuesto a reconocer sus propias fallas o limitaciones –decía quien comentaba–, puede proyectarlas en otras personas y desarrollar sentimientos de odio hacia ellas. Esa sería, precisamente, la forma inconsciente de no tener que enfrentar los propios impedimentos o debilidades”.
Hace poco leía un artículo de Fernando Aramburu en el que definía al odio como “un deseo morboso de obtener una satisfacción maligna”. El odio –decía–, “al igual que la democracia, el ajedrez o la viticultura, es una creación humana. Pero es una creación sucia de la que no se puede querer alardear”… “Hay quienes se pronuncian contra los discursos de odio –continuaba– y luego se dedican a lanzar lodo a diestra y siniestra”. El vasco resumía así el pensamiento de Carlos Castilla del Pino, quien habría estudiado los entresijos de la conducta humana, y que afirmaba que el odio es incompatible con la propia felicidad. “El odio es propio de insatisfechos”, apostillaba Aramburu. “Odiar es odiarse”. repetía, glosando así a Castilla del Pino. “No poca gente llena su día dando o recibiendo lecciones de odio”.
Peter Seeger (1919-2014) fue un conocido cantautor y activista de derechos humanos; era un constante defensor de los postergados. Cuando cantaba, lo hacía en defensa de los pobres, de los oprimidos y de los explotados. Lo hacía para estimular y animar, para entretener y contar historias. Solía, en ocasiones, entonar una versión distinta de esa famosa tonada cubana que conocemos como Guantanamera; utilizaba unos versos poco conocidos de José Martí relacionados con el odio y el perdón, con el imponderable valor que pueden tener la tolerancia y el olvido:
“Cultivo una rosa blanca,
en junio como en enero,
para el amigo sincero
que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca,
el corazón con que vivo,
cardo ni ortiga cultivo,
solo cultivo mi rosa blanca..."
Si estamos próximos a Navidades y a elecciones, no sería bueno optar por quien uno está convencido de que no es el mejor, solo por el temor de que gane otro, a quien tratamos de evitar... Tampoco sería adecuado considerar al diferente como adversario o enemigo: la política debe ser un arte para lograr acuerdos, no un campo minado donde solo campeen la ignorancia, la inquina interesada y la absurda polarización.

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