24 diciembre 2024

Los viajes, sabiduría y humildad

Algunos lo llaman “el señor de la Montaña”. Para los entendidos, Michel de Montaigne fue ”el más clásico entre los modernos y el más moderno entre los clásicos“. Filósofo, escritor, humanista del Renacimiento y perteneciente a una familia influyente, había nacido en Francia (1533-1592). Su padre habría dispuesto que solo se le hablara en latín durante su primera infancia. Ya en su madurez, se retiró a la vida privada para escribir sus Ensayos, en ellos expresa sus criterios respecto a diversos aspectos de la existencia. Procuró responder a preguntas como: ¿qué sé yo?, ¿qué he aprendido?, o ¿qué han dicho quienes admiro respecto a lo que creo saber o he vivido?

Lo suyo fue un viaje hacia el saber. Tampoco fue ajeno a los viajes: mientras vivió (hace casi 500 años) habría conocido media Europa: había visitado Suiza, Alemania, Austria e Italia. El autor francés recién vivía sus primeros meses cuando, en lugares situados algo más al norte, dejaban de existir dos hombres que ejercieron gran influjo: Tomás Moro y Erasmo de Rotterdam. Si uno revisa sus Ensayos, en el capítulo De la vanidad, encuentra las reflexiones del autor respecto a las ventajas de saber viajar: “A más de otras razones –dice– los viajes me parecen un ejercicio beneficioso. La mente observa continuamente cosas nuevas y desconocidas; yo no conozco mejor escuela –como repetidas veces lo he dicho– para la formación de la propia persona, que la de enfrentarse asiduamente con la diversidad de otras vidas, ideas y costumbres, para probar esa perpetua variedad de formas que hay en la naturaleza”. 

 

No debe subestimarse que, habiendo efectuado esos periplos hace cinco siglos, los traslados debieron efectuarse a caballo y sin que se dispusiera de adecuados caminos. No se debería menospreciar tampoco la precaria salud del escritor, pues sufría de “mal de piedra” (así se conocía al cálculo renal). De otro Miguel, el autor del Quijote, pudiera decirse algo parecido: Cervantes, que nació pocos años después, viajó por varios países alrededor del Mediterráneo; estuvo en Grecia (Lepanto, está en el golfo de Corinto) donde combatió para la cristiandad y quedó impedido de uno de sus brazos; y más tarde estuvo en Argel –donde sufriría un prolongado cautiverio–.

 

Los viajes no solo enseñan (son “un libro abierto”, dicen), sino que desarrollan nuestra curiosidad y sirven de acicate para nuestra capacidad de asombro. Viajar es no solo probar otros olores y sabores, conocer otras gentes, otras costumbres, otras ideas y creencias; es también un método efectivo para aprender a observar lo que ocurre a nuestro alrededor, y para ir aprendiendo a conocer nuestras propias reacciones e irnos conociendo a nosotros mismos. No existe mejor bagaje personal que los viajes para la formación de nuestros hijos, para desarrollar su sentido social y su tolerancia; y, por qué no decirlo, para reforzar su sentido de comunidad.

 

Ese capítulo, el De la vanidad, de la monumental obra de Montaigne, no se refiere a la petulancia o presunción, a la soberbia o engreimiento; se relaciona con aquello que es vacío, falto de substancia y entidad, aquello que se torna insubsistente e infecundo. Alude a lo contenido en el aforismo salomónico del Eclesiastés: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. El adagio apunta a la inutilidad de los esfuerzos, a la caducidad de la vida, a la fugacidad de la existencia: a una felicidad que es real solo en apariencia, que es efímera y que nunca llega a ser duradera. Si bien se piensa, es imposible transigir ante ese tipo de vanidad si procuramos siempre actuar con humildad.

 

Jenofonte, un antiguo filósofo e historiador griego, había sido discípulo de Sócrates, fue un cronista de su tiempo y se inspiró en sus viajes para comentar lo que vio y escuchó (también fue militar). Él pensaba –al igual que otros maestros griegos– que la filosofía no debía ser solo un método para comprender la vida, sino la disciplina de la humildad; que para llegar a sabio, el camino exigía ser humilde. Se llega a la sabiduría gracias al estudio y la reflexión, aunque existen eventos que pueden llevarnos a esta última, como las dificultades y el ocio (no tener nada que hacer)…

 

En sus Ensayos, Montaigne sugiere seguir el ejemplo de Bión de Borístenes, el fundador de la diatriba (el discurso hablado), un filósofo amigo de Antígono II, rey de Macedonia, quien a menudo trataba de burlarse de su origen humilde. Bión decidió “pararle el carro”. “Sí –le dijo– yo soy hijo de un esclavo –un carnicero, lo reconozco– y de una meretriz con quien mi padre se casó porque carecía de fortuna. Ambos fueron castigados por cometer un delito. Un orador me compró cuando era niño, quizá porque me encontró atractivo. Cuando él murió me dejó todas sus posesiones. Luego, las transporté a Atenas y me dediqué a la filosofía. No hace falta que te preocupes; no hagas que los historiadores pierdan su tiempo indagando; yo mismo puedo contarles todo sobre mi vida”…


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