20 septiembre 2024

Contra la calumnia

Fui al centro de Quito la otra noche. Era recién la hora del crepúsculo (aunque, equinoccial como soy, todavía me resisto a decir “las siete de la tarde” como dicen en otras latitudes); es esa una imprecisa cláusula, cuando el tránsito se congestiona y los escasos transeúntes, cual si hubiesen escuchado un decreto perentorio, presurosos se disponen a abandonar las mal iluminadas calles. Solo dos horas más tarde, los rezagados rehúyen ya caminar por las veredas y, medrosos, resuelven transitar por la calzada, obligando a los conductores a repentinas manobras para evitarlos.

Asistía a la presentación de un interesante libro en La casa del higo, una bien conservada residencia colonial ubicada en la Calle de las 7 cruces (García Moreno entre Olmedo y Manabí). Ahí, en medio de un pintoresco patio español, se yergue un árbol centenario que, siguiendo la deriva de sus pasados ocupantes, ha ido también barloventeando hacia el septentrión… Ahí mismo, en los altos de esa antigua casona, funciona una venerable institución; la llaman con el insólito e infrecuente remoquete de Colonia de quiteños residentes en Quito, lo que hace inevitable escudriñar en la intención de tan curioso propósito bautismal. ¿Querrá insinuar, acaso, el inusitado designio de la urbe; una ciudad desordenada, y hoy habitada y “colonizada” por advenedizos y afuereños?…

 

El texto en referencia (primer tomo, según la exégesis presentada por el autor) analiza la trayectoria política de Leonidas Plaza Gutiérrez, presidente del Ecuador por dos períodos, a principios del pasado siglo. La intención de Rafael “Popoyo” Arroyo, habría sido desvirtuar la adversa reputación que se le habría endilgado al mandatario, cuya imagen habría sido desdibujada por injustas críticas y dicterios, y cuya memoria se habría sepultado en el cofre de una agraviante y parcializada controversia. Arroyo llama a ese primer tomo La verdad, pues –como lo explicó en forma documentada– el suyo pretende ser un estudio que dé respuesta a lo que llama las “cinco calumnias”: supuestas infamias, expresadas y propaladas por los más obstinados detractores del polémico gobernante.

 

Popoyo admite, a la hora de las preguntas, que su indagación estuvo motivada por la opuesta imagen (como soldado y estadista) que en su hogar se conservaba del ex presidente. A pesar de la acrimonia y virulencia con que lo han tratado sus opositores, el autor habría crecido en un ambiente que reconocía sus méritos y virtudes. Plaza, en su memoria, era un hombre que había logrado importantes aciertos en su gestión pública. Por ello, siguiendo una rigurosa cronología, se refirió a los denuestos que se propuso desvirtuar. Estos se referían a temas referentes a su nacimiento; la relación con su mentor, el general Alfaro; sus actividades políticas y militares mientras residió en Centroamérica; la real dimensión de su obra; y el verdadero carácter del afamado “bombardeo” de Esmeraldas.

 

Arroyo procuró ubicar los gobiernos de Plaza en su justa tesitura histórica, sin descuidar los acontecimientos que ocurrían en el mundo, y especialmente en Europa, antes y durante los convulsionados años de la Primera Guerra. Del mismo modo, subrayó la eclosión del liberalismo en el Ecuador, con sus vicisitudes y enfrentamientos internos; así como su consolidación como fuerza ideológica. Reconoció la incipiente integración del país y recordó la inédita separación entre Iglesia y Estado. Juzgó meritorio que, a pesar de las reiteradas controversias de Plaza con el Viejo Luchador, se destacara como una joven figura que tuvo la sagacidad para estructurar un vigoroso apoyo nacional, ganándose la confianza de los sectores más influyentes que en esos días pugnaban por disputarse el poder.

 

Hacia el final de la velada, y luego de concluida la entretenida presentación, procuré aclarar aquello del supuesto bombardeo mencionado, episodio liderado por un general de apellido Concha (oriundo del lugar), sin que ello respondiera a expresas disposiciones impartidas por el presidente. Se me antojaba anacrónico hablar de bombardeos en un momento todavía incipiente en la historia de la aeronáutica… Pues el malhadado episodio debió interpretarse, más bien, como una serie de eventos incendiarios, efectuados con cañones desde naves militares.

 

Recordé, de pronto, los textos de Historia de Isaac Asimov, referentes a las primeras civilizaciones y a las  batallas navales ocurridas en la antigüedad, respecto a las armas que se utilizaron en aquellos tiempos... Cuando, a más de arietes, catapultas, onagros y otros artefactos de asedio, se empleaba el llamado “fuego griego” –una forma de lanzallamas–, prodigio que expulsaba un raro aceite combustible que incendiaba los barcos enemigos…


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17 septiembre 2024

Gorras de plato y rastacueros

«Elogia con frecuencia, admira solo a veces, no critiques nunca». Walter Seligman (o también Serner). Manual para embaucadores (o para quienes quieren llegar a serlo).

Habíamos ya terminado la primera vuelta. Nos dirigíamos al comedor del club, cuando mi compañero sugirió: «no te olvides de la gorra». «¿A qué te refieres?», le pregunté. «Es la nueva norma –me aclaró–: no se puede entrar al comedor sin retirarse la gorra». «No es ‘nueva norma’ –alguien aportó–, ya estaba en los reglamentos pero nadie hacía caso». Estaba por comentar algo, cuando mi amigo replicó: «Entonces tal vez deberían revisar primero los reglamentos, mi madre llamaba a eso ‘rastacuerismo’: el deseo de parecer mejor educado, más noble o exclusivo».

 

Reflexioné entonces en esa “nueva costumbre” que tienen algunos de no quitarse la gorra ni para dormir (y, quizá, ni siquiera para bañarse); y en cómo hoy se ve por todas partes, en especial en restaurantes y comedores, personas sentadas a la mesa o sirviéndose alimentos sin haberse retirado previamente la prenda que cubre su cabeza, tal como se lo hacía en nuestro tiempo y se nos lo inculcaba en casa y en la escuela. Esa no solo era una “buena costumbre” sino un gesto de etiqueta y una forma de respeto a los demás; era algo tan común como saludar o pedir permiso. Pero, claro, hacerlo solo ‘para pasar por el restaurante’ parecía ya un poquito exagerado.

 

Vengo de un oficio que mantiene todavía normas que tienen que ver con el decoro, el espíritu de pertenencia, el respeto a la jerarquía y asuntos parecidos. El uso mismo del uniforme de los pilotos requiere, si no de ciertas normas, de un protocolo básico y estandarizado. No hay que olvidar que muchos usos y costumbres que todavía se utilizan en la aviación comercial se heredaron de la marina mercante; la que, a su vez, los tomó de la milicia: ese es justamente el caso de los uniformes. Y esa misma prenda, la ‘gorra de plato’ que corona el uniforme de los aviadores, no puede, no debería ser usada en el interior de vehículos o edificios, sino solo cuando cumple un propósito… Caso contrario, y de acuerdo con las circunstancias, debería reposar bajo la axila o sostenida en el cuenco de la mano…

 

Una vez ya dentro del avión, la gorra no debe usarse (y, de acuerdo, a las circunstancias, ni siquiera la chaqueta). Es falsa aquella imagen que presenta la cinematografía de la primera mitad del siglo pasado, que exhibía a los pilotos haciendo su trabajo de cabina, portando sus viejos auriculares, sobrepuestos a las gorras de sus uniformes… Yo era piloto de una aerolínea nacional y volaba un día como pasajero, cuando pude observar que el comandante de la nave (este era parte de un contingente de pilotos de otra nacionalidad que habían sido temporalmente contratados), en pleno vuelo y sin que mediara razón para ello, salió desde la cabina de mando a la cabina de los sorprendidos pasajeros, perfectamente uniformado, tal como si fuera a bajarse del avión para salir a la calle…

 

Claro, hay costumbres y costumbres… A nadie se le ocurriría, en nuestra sociedad, ingresar a una iglesia sin retirarse el sombrero; pero, en cambio, ese no es el uso para otras religiones o sociedades que, más bien, utilizan solideo (un tipo de cubierta); o, de las mujeres, que como fue antes el caso de la sociedad española y latinoamericana, utilizaban mantilla para ingresar a los templos católicos. En nuestras mismas sociedades, hasta hace tan solo unos cincuenta años, era una costumbre bastante generalizada el uso del sombrero de fieltro; pero quienes lo portaban en la calle se descubrían al llegar a un lugar cerrado y lo dejaban colgado en un perchero.

 

Hay palabras en nuestro idioma que ya no se usan; es el caso de daguerrotipo, palimpsesto, paletó o rastacuero. No solo que ya no se usan: no todos saben su exacto significado. Dice el diccionario que ‘rastacuero’ o ‘rastacueros’ pudiera provenir del francés rastaquoère, término que equivale a “vividor, recién llegado o advenedizo” y con el que se conoce, en algunos países, a una persona que se exhibe como “inculta, adinerada y jactanciosa”. Prefiero la definición de la madre de mi amigo: alguien con ínfulas o pretensiones de ser, o tener, más de lo que realmente vale o tiene… Quizá nada defina mejor el vocablo que su contraparte chilena, ‘siútico’: persona que presume de fina o elegante, o que procura imitar en sus costumbres o modales a las clases más elevadas.

 

Pero son los mismos franceses quienes dicen que habrían tomado prestado el término de los sudamericanos, para referirse a los ‘nuevos ricos’: a los que no son pero parecen. Habría sido el general venezolano José Antonio Páez (1790-1873), presidente por tres ocasiones, quien supuestamente, asustaba a los españoles, amarrando cueros a las ancas de los caballos, haciéndoles creer que tenía un ejército más numeroso… Lo llamaban “el arrastracueros”.


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15 septiembre 2024

Le vendería el alma *

 * Escrito por Juan José Millás. Publicado en El País de España

«Me seduce la idea de un Dios perdedor, que vuelve a la Tierra a eso, a perder al póquer, para salvarnos de nuestros pecados»

 

El lunes pasado —me contó el taxista— se subió al coche ahí mismo, cerca de la Embajada de Estados Unidos, un tipo muy trajeado, que me aseguró que era Dios. Se había vuelto a reencarnar, dijo, para redimirnos otra vez, pues la operación Jesucristo, evidentemente, había fracasado. Yo asentí, porque en eso consiste en parte mi trabajo, y volví a lo mío. Al poco, me preguntó si conocía algún sitio donde se jugara al póquer y me ofrecí a llevarle esa noche a una timba de las afueras de la que yo mismo soy asiduo y en la que se jugaba, añadí irónicamente, “como Dios manda”.

 

Tras sortear a un joven sin casco, en patinete, continuó:

 

— Al empezar la partida éramos ocho y al final nos quedamos él y yo solos. Lo desplumé en tres horas. Luego lo devolví gratis al Palace. Si yo hubiera sido Dios, me habría alojado en el Ritz, pero el Palace no está mal.

 

En esto, me llamaron por teléfono e interrumpimos la conversación. Tras colgar, le di unas vueltas al asunto. Me seducía la idea de un Dios perdedor, que vuelve a la Tierra a eso, a perder al póquer, para salvarnos de nuestros pecados. Y apreciaba la idea de que viajara en taxi, en vez de en metro o en autobús, que habría sido lo previsible. Apuesto por esa clase de reencarnado, que además parecía salir de la Embajada de EE UU, otro acierto narrativo interesante. Averigüé también que tendría unos cincuenta años bien llevados, con alguna cana decorativa y arrugas incipientes hidratadas. El conductor le había hecho un buen retrato.

 

— ¿Y cree usted que se dejó ganar para sufrir por nosotros? — pregunté.

 

— ¡De eso nada! —protestó—, se defendió como gato panza arriba y perdió porque jugaba conmigo, que soy el Diablo, aunque no me reconoció, el muy idiota.

 

Dicho esto, soltó una carcajada luciferina que me puso los pelos de punta. Al despedirnos, me ofreció una tarjeta que no me atrevo a utilizar porque en estos momentos de mi vida le vendería el alma…


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13 septiembre 2024

De canteras y sinsontes

Era mi colega, y era centroamericano; las chicas (nuestras mujeres) habían acordado apodarlo en silencio usando uno de sus vocablos predilectos: le llamaban “el Escuincle”… Entonces debió haberme intrigado que un término que era utilizado en su tierra para designar a los niños pequeños, hubiera dado un salto en la geografía y también fuera utilizado, con similar propósito, en Loja, la provincia más austral que hay en el Ecuador. Fue a él, a mi compañero de oficio, a quien escuché explicar el sentido de esa otra extraña palabra, aquella de “sinsonte”.

Veinticinco años atrás (fue a principios de los ochenta); yo recién efectuaba mis primeros vuelos como capitán de nave a los principales destinos del sur del continente. Fue ahí que escuché por primera vez esa canción (que creí que era una chacarera) que era entonada, si no por Violeta Parra, por Mercedes Sosa –que creo que es quien de veras la popularizó–. Se llamaba “La maza” (así, con ‘ese’, y no con ‘zeta’). Me encantaban su ritmo y su cadencia, a pesar de su oscuro y enigmático mensaje. Fue, oyéndola, que escuché ese nombre (el de sinsonte) por primera vez. Más tarde descubriría que no era una tonada argentina, que su autor era cubano y que se llamaba Silvio Rodríguez. Pero sería su repetitivo estribillo el que se quedaría en mi memoria y el que no siempre yo lograba descifrar…

 

Qué cosa fuera, qué cosa fuera la maza sin cantera…

 

Sería solo mucho después, ya conversando con mi recordado colega, que descubriría que el sinsonte era un tipo de pájaro que existía en el mediodía de Norteamérica y en los países vecinos al mar Caribe. Se trataba de un ave con un silbido parecido al del ser humano y que tenía la virtud de reproducir el canto de las demás aves. “Tan bien las imita que puede confundir a sus depredadores”, ponderó mi compañero. Para entonces, yo ya me había imaginado que ese espécimen era equivalente al chugo –o huiragchuro–, un ejemplar de color amarillo y alas negruzcas que es muy apreciado en el Ecuador: un tenor que repetía con prodigioso parecido los otros cantos de la floresta. Pronto habrían de ilustrarme que el sinsonte tenía un plumaje más oscuro; una apariencia más bien plomiza…

 

Fue consultando el DLE que encontré que sinsonte era una palabra adaptada; esta, al igual que otras –cenzonte, senzonte o sinzonte–, era la transliteración de ‘cenzontle’, voz utilizada en Honduras y México, que viene del náhuatl centzuntl y que quiere decir “que tiene cuatrocientas voces”. Consultando la enciclopedia confirmé que su taxonomía lo identificaba como mimus polyglottos (imitador políglota), que el sinsonte disponía de pico y patas negras; que era plomizo y con el pecho blanco; que exhibía vetas blancas en las puntas de las alas y la cola; y que usaba el canto para unirse con los demás miembros de su especie y para poder defenderse de sus agresores. Y fue así cómo ya pude interpretar aquello de “Si no creyera en la locura / de la garganta del sinsonte”…

 

No obstante, como ya lo he comentado, sería con algo más, con aquello tan extraño de la maza sin cantera”, con lo que me quedaría intrigado por algún tiempo... Y era maza, y no masa, como para imaginar que pudiera tratarse del pueblo o de una mezcla de materiales a la que, luego de añadirle agua o cualquier otro líquido, se la pudiera convertir en lodo (en una masa)… hasta que un buen día, empecinado como soy, descubrí el extracto de una breve entrevista, que había en Facebook, en la que le preguntaban a Silvio Rodríguez por el significado de aquella letra“La maza” es un poco la razón de ser del artista –respondía Rodríguez–, de su compromiso, que no se deja seducir por los artificios y superficialidades que suelen acompañar a algunas manifestaciones escénicas”...

 

“Ah, ¿la cantera es entonces el pueblo?”, insistía el entrevistador. “No –respondía el cantautor–, la cantera es el sitio de donde se extraen los cantos, la maza es aquello con lo que se golpea la cantera. Si no hubiera una cantera de donde sacar el producto, ¿de qué serviría la maza?”… 

 

Para terminar, propongo una reflexión de mi propia cosecha: si la cantera es el lugar de donde se obtienen los ‘cantos’, los trozos de material o los pedazos de piedra… pero, también (como podría interpretarse) la fuente de donde brotan o surgen los cantos (en este caso, “las melodías”) que, si lo aplicamos a la canción protesta, no es otra cosa que la injusticia y la desigualdad… entonces pudiéramos decir que la maza sería la lucha, el propósito, el mensaje o la motivación. Así, si la maza es esa especie de martillo”, el instrumento que golpea la roca… y si mi maza es la música, por ejemplo, ¿de qué me serviría el esfuerzo de crearla, si ese mensaje no rechaza ni reclama, no contagia ni provoca?... Esto quizá nos lleve a una última reflexión: ¿qué tal si golpeamos la cantera pero la maza no es lo buena que se espera? No sé... no soy dueño del artilugio, solo trato de interpretar el sentido de la extraña canción...


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10 septiembre 2024

Más rápido, más alto, más fuerte

Hace pocas semanas concluyeron los Juegos Olímpicos, competencia que se celebra cada cuatro años. Los juegos fueron inspirados en una antigua celebración religiosa que, asimismo, se realizaba cada cuatro años en el templo de Zeus, en Olimpia –una ciudad de la antigua Gracia– con la participación de los diferentes reinos y ciudades-estado. Su duración era de alrededor de un día pero las festividades se prolongaban por el resto del mes. Siendo un homenaje a la divinidad, se acordaba suspender los conflictos bélicos y se decretaba una “tregua olímpica”. La palabra olimpíada pasó entonces a significar “período de cuatro años”.

Esta actividad religioso-deportiva se inauguró en algún momento del siglo VIII a.C. y se mantuvo hasta el advenimiento del cristianismo cuando Teodosio, emperador romano, decretó, en el siglo IV d.C., la suspensión de las prácticas paganas. Los ejercicios físicos fueron en la cultura griega parte integral de la formación de niños y jóvenes; para su enseñanza se utilizaba el “gimnasium”, lugar donde además se impartían valores morales.

 

Hacia finales del siglo XIX un pedagogo e historiador francés  llamado Charles Pierre Frédy, Barón de Coubertin (1863-1937), desilusionado por la derrota de su país en la Guerra Franco-Prusiana, se inspiró en la especial atención que se daba a la educación física en los planes de estudio británicos, y propuso la idea de renovar la antigua costumbre helénica. Coubertin fue designado primer presidente del Comité Olímpico Internacional, COI; y se encargaría de la organización de los primeros juegos. Él desempeñaría esa función desde 1896 hasta 1925.

 

En la actualidad participan unos 200 países en los juegos, con representantes en alrededor de 40 disciplinas. Hoy existen los “juegos de verano” (que acaban de culminar en París), que se efectúan en el primer año de la olimpíada; y los “de invierno” que se ejecutan el tercer año del mismo período. Hay, además, otras dos variedades: los Juegos Paraolímpicos, dedicados a personas con discapacidad; y los llamados Juegos de la Juventud, con la sola participación de adolescentes. Si bien los juegos tuvieron hasta hace poco un carácter puramente amateur o aficionado, ya no existe amateurismo puro en el evento pues se permite la participación de deportistas profesionales. No olvidemos que la palabra francesa amateur significa hacer algo por “amor al deporte”.

 

Si algo parece no estar convenido es la forma de exhibir el cuadro de países con el número de medallas obtenidas (oro, plata y bronce): unos medios exhiben como primero al país que obtiene un mayor número de medallas de oro; otros, al que va obteniendo un mayor número total de preseas. Me ha parecido que quizá el COI pudiera asignar una suerte de puntuación que correspondiera a cada uno de los tres tipos de medalla, de forma tal que esa pretendida puntuación pudiera establecer una más equilibrada (¿coherente?) “tabla de posiciones”.

 

Esto, por lástima, estaría basado en un criterio necesariamente subjetivo y tal vez no satisfaría a todos los países galardonados. En esta ocasión, la circunstancia de que una deportista que representa a Santa Lucía (pequeño estado, ubicado en las islas de barlovento, y con solo 600 km. cuadrados –dos tercios de la extensión de la isla Puná– y con menos de 200.000 habitantes), obtuviera la presea de oro en una de las más importantes pruebas de velocidad, me ha llevado a pensar en la eventual necesidad de que los países participen con un a suerte de “índice de desempeño” que reconozca, por ejemplo, su densidad poblacional y, quizá, su PIB per cápita; ese eventual “indicador de perfomance” quizá permitiría asignar un factor más objetivo, a más de un reconocimiento más justo y adecuado...

 

Esto, sin desmerecer el que todos compitan con el propósito de lograr la mayor participación posible; afán que no siempre logra cristalizarse. Este es precisamente el caso de la ausencia de Rusia en los juegos de este año. Los soviéticos fueron sancionados por la guerra que mantienen con Ucrania; su ausencia, por lo demás, ha repercutido en la repartición general de medallas. Esta lamentable situación se aleja del espíritu de los juegos y se ha repetido en las dos grandes conflagraciones mundiales (durante los años 1916, 1940 y 1944) y en aquellas otras circunstancias en que hubo ausencias provocadas por el deseo de boicot a los juegos (años 1980 y 1984, en tiempo de la Guerra Fría), asunto que fuera propiciado por ciertas potencias políticas en litigio. Resulta lamentable (y asaz contradictorio) pero el mundo moderno se ha mostrado impotente para decretar treguas como las que se observaron en la Gracia Clásica.


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06 septiembre 2024

Unos botines con historia

El mozo era grueso. Quizá sería más exacto decir que era un pelín orondo. Asomaba de tarde en tarde por el barrio; ya era un adolescente cuando yo era todavía un niño. Vestía de negro, privilegiaba una casaca de cuero, ahíta de cremalleras y bolsillos. Tenía un hermano que estudiaba para aviador de quien había heredado el apodo: a él también le decían “Pachuco”. Pero fue su calzado el que llamó mi atención: portaba unos botines provistos de un elástico lateral que cubría sus tobillos. No sé por qué se me ocurrió que esos botines tenían algún ortopédico designio… 

Mi memoria es frágil, no recuerdo que se los utilizara en lugar de las botas que fueron parte del clásico uniforme en las academias militares. Pero, de pronto los empecé a ver por todas partes, usados cada vez con más frecuencia. Ya finalizado el colegio, fui a estudiar en la Florida; entonces, aquello de poder adquirir un par de “penny loafers”, se convirtió en mi perentoria novelería. Pronto encontré en Florsheim unos mocasines de ese mismo color que en casa llamaban burdeos. Ese “rich shade of burgundy”, era lo que allí los vendedores llamaban “cordobán”. Ahora sabía, cuando entraba a la tienda, que para identificar ese color solo debía pronunciar aquel mágico nombre.

Veinticinco años más tarde fui a volar con Korean Air. Ahí conocí a un piloto australiano que lucía idénticos botines a los del Pachuco: eran parte de su uniforme. Era algo callado y le decían “el Independiente”. Era que gozaba de una dudosa reputación: se rumoreaba que cuando llegó a volar en KAL, no había sido antes comandante ni cumplía con los requisitos exigidos… Un buen día llegó otro piloto, era africano y sabía de su exacta condición: “Nunca fue comandante”, me confesó, “pero no lo culpo, porque yo también tuve que hacer lo mismo”… Los jefes lo sabían pero optaron por callarse; era que no querían “perder rostro”. Era ya demasiado tarde, habían sido sorprendidos…

 

Gracias al “Independiente” supe que esos botines habían sido ideados en Inglaterra, en plena época victoriana. Allí los conocían como “Chelsea boots” (en Australia eran “working boots” o botines de trabajo); eran unisex, tenían un anillo de cinta para ponérselos o sacárselos, se los usaba para montar a caballo o para vestir con ropa formal. Supe que en Australia existía una empresa dedicada exclusivamente a fabricar esos botines: se llamaba RM Williams. Quienes los calzaban decían que ellos también “tenían sus RMs”. Los Chelsea dejaron de fabricarse durante la primera mitad del siglo XX (una consecuencia de las guerras). No obstante, hacia mediados de los sesenta volvieron a fabricarse y a hacerse otra vez muy populares: los dotaron de tacones altos para uso de los Beattles y los Rolling Stones.

 

Ya en Singapur comprobé que los pilotos “ozzies” les tenían mucho afecto. No eran baratos, pero valía la pena si eran los auténticos RM’s. Siempre me ponderaron de su inigualable suavidad. Sabía que estaban hechos de una sola pieza; y me sugerían que si decidía comprarlos, debía escoger los hechos con la piel de la parte de la grupa (el anca) del potro, única reconocida como verdadero “cordobán”. Ellos escribían el nombre con uve, acentuando la segunda ‘o’.

 

Ese nombre, el de cordobán, viene de Córdoba, la ciudad andaluza que se haría famosa en el mundo por producir pieles de tan alta calidad. Inicialmente, el cordobán solo se fabricaba con piel de cabra o de macho cabrío. No hay que confundirlo con el ‘guadamecil’ que tiene distinta procedencia y es utilizado para otros menesteres (es más delicado y solo utiliza piel de carnero). Más tarde se emplearía también la piel de potro (que es la que hoy se prefiere para fabricar los renombrados botines). La técnica de curtiembre ya había sido conocida por los visigodos, pero sería con los árabes que se perfeccionaría el tratamiento y cuando la industria alcanzaría su máximo esplendor.

 

Decir cordobán es sinónimo de zapatería fina; el fabricante trata de convertir la piel en un material incorruptible y elástico, a la par que resistente. El método no ha cambiado desde la Edad Media; y es que se lo fabrica con tal esmero, que nunca han logrado imitarlo fuera de España; hoy el cordobán es el cuero preferido en el resto del Mundo. De él tomaron el nombre los exclusivos zapateros que adoptaron el oficio: en Francia, por ejemplo, se llamaron cordonnier; lo propio ocurrió en otros países europeos. Pero habrían sido los árabes los que enseñaron a preparar, curtir, teñir y dorar los cueros, volviéndolos tan brillantes que uno “se podía mirar en ellos como si fueran un espejo”…

 

Córdoba, fue fundada por los romanos en el siglo II a.C. Fue capital del emirato y del califato del mismo nombre. Fue cuna de los dos Séneca (el retórico y el gran filósofo); y también de Averroes. En su punto cenital, habría sido la segunda ciudad más poblada que hubo en el mundo occidental (tenía cerca de 350.000 habitantes).


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03 septiembre 2024

A Loja, y de ahí a Miami otra vez…

Fui a un almuerzo el otro día; la atención estuvo al nivel que acostumbran sus anfitriones. Había ahí un ambiente muy agradable. Al final del festín, y mientras los demás agradecían, copiando a un amigo al que no he visto por algún tiempo, me dirigí al dueño de casa y dije algo que fue celebrado con inusitado festejo: ¡muy interesante la comida, deliciosa tu mujer! Éramos quizá doce personas, lojanos en su mayoría. Al hablar del aeropuerto de Catamayo, casi fue inevitable que me preguntaran si había volado a Loja y que qué pensaba de la pista.

Hacia el final de los setenta, volé un par de años como copiloto en Ecuatoriana. Entonces se me había anticipado de una probable promoción a comandante (tenía 27 años). Sin embargo, como la empresa dependía de la Fuerza Aérea, un día se nos informó que para los casos de futuras promociones, tendrían prelación los oficiales superiores que se retiraran de la entidad militar. Esto trastocaba nuestros planes y expectativas; para colmo, yo ostentaba el primer lugar en el escalafón de mi curso. La decisión nos pareció injusta; por tanto, si no expresaba mi inconformidad, tal silencio también podía perjudicar a mis demás compañeros.

 

Siguiendo el “órgano regular” consulté al jefe responsable, este me explicó que ya nada podía hacerse. Consulté con “la almohada” esa noche; por lástima, esta tampoco estuvo de acuerdo. Era entonces ya un asunto de dignidad: luego de meditarlo, renuncié al día siguiente. No faltó quien comentara que era “un romántico” y que, si me iba, “lo hacía de puro resentido”. Derramé unas lágrimas aquel día; realmente estaba dolido; me daba mucha pena, pero mi conciencia (¿la almohada?) me decía que ya no iba a estar contento, que tenía que irme…

 

Así fue como fui a trabajar en Loja, tierra de la familia de mi mujer. Mi gran amigo, Sergio Romero, había comprado un Fairchild F-27 y había creado una pequeña compañía. Sabedor  de que estaba disponible, me propuso que fuera a La Toma para colaborar con su esfuerzo. Hacíamos un vuelo diario Loja -Tulcán, con escalas en Guayaquil, Ambato y Quito. No era un 707 ni volaría a las más grandes ciudades, pero estaría tranquilo y ¡operaría otra vez como capitán!

 

Pasaron pocas semanas y un día me llamaron de Ecuatoriana… querían saber si estaría interesado en regresar… Solo debía presentar una solicitud dejando insubsistente mi renuncia. Acepté sin condiciones cuando me comentaron la intención de establecer un nuevo escalafón. Ya de vuelta, y cuando ya había completado la mayor parte de mi entrenamiento para ascender a comandante, se produjo un cambio de directivos y la capacitación tuvo que suspenderse. Pasadas unas pocas semanas, fui sometido a una nueva evaluación de progreso. Esta se efectuó en un vuelo a Miami, con rigurosas aunque justas exigencias… Esta vez, el piloto responsable consideró el progreso evaluado como satisfactorio y me anticipó que se haría cargo de los restantes períodos.

 

Dos vuelos más tarde culminó el largo proceso… Hoy se me antoja delicado comentar algo inesperado y  atípico que sucedió en el último vuelo… pero al terminar el mismo, el instructor hizo un pequeño brindis y aseguró que “ya podía poner en mis manos a su propia familia”. Luego de mi chequeo final, fui asignado a volar el avión carguero: efectuaría dos vuelos semanales a Miami; los chuscos decían que iba a Miami con tanta frecuencia “solo para no hacer el supermercado en Quito”… En esos días nos encantaba ir a Miami: conocíamos bien la ciudad, teníamos ahí nuestra cuenta bancaria, ahí recibíamos nuestro correo y hasta disponíamos de un vehículo para nuestro servicio…

 

Volé con frecuencia a Miami, hasta el año 94, cuando fui a volar en el Asia; pero no he vuelto, ya por más de 30 años… Un día, en la pista 27L, casi tuvimos que volvernos al aire luego de haber aterrizado: nos metimos en un torrencial aguacero y ya no pudimos ver nada… Me pareció muy arriesgado regresar al aire si no tenía ninguna referencia visual; mis compañeros gritaban que frenara y pusiera reversas: yo solo trataba de asegurarme de no salirme de la pista. Otra vez, también en un 707 con pasajeros, no pudimos presurizar el avión luego del despegue; estuvimos 30 minutos asándonos del calor y a punto de botar combustible para regresar a aterrizar… hasta que advertí que alguien no había confirmado algo muy sencillo que era lo primera que debíamos haber descartado… ¡Qué sinnnúmero de recuerdos!

 

En cuanto a la pista de Loja, cierto es que molestan los vientos, sobre todo en el verano; allí es preferible operar en la madrugada y hacia el final de la tarde. La pista es todavía corta y la aproximación se debe realizar dentro de un valle muy estrecho, pero hoy existe el invalorable apoyo que proporciona ese prodigio llamado GPS.


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