03 septiembre 2024

A Loja, y de ahí a Miami otra vez…

Fui a un almuerzo el otro día; la atención estuvo al nivel que acostumbran sus anfitriones. Había ahí un ambiente muy agradable. Al final del festín, y mientras los demás agradecían, copiando a un amigo al que no he visto por algún tiempo, me dirigí al dueño de casa y dije algo que fue celebrado con inusitado festejo: ¡muy interesante la comida, deliciosa tu mujer! Éramos quizá doce personas, lojanos en su mayoría. Al hablar del aeropuerto de Catamayo, casi fue inevitable que me preguntaran si había volado a Loja y que qué pensaba de la pista.

Hacia el final de los setenta, volé un par de años como copiloto en Ecuatoriana. Entonces se me había anticipado de una probable promoción a comandante (tenía 27 años). Sin embargo, como la empresa dependía de la Fuerza Aérea, un día se nos informó que para los casos de futuras promociones, tendrían prelación los oficiales superiores que se retiraran de la entidad militar. Esto trastocaba nuestros planes y expectativas; para colmo, yo ostentaba el primer lugar en el escalafón de mi curso. La decisión nos pareció injusta; por tanto, si no expresaba mi inconformidad, tal silencio también podía perjudicar a mis demás compañeros.

 

Siguiendo el “órgano regular” consulté al jefe responsable, este me explicó que ya nada podía hacerse. Consulté con “la almohada” esa noche; por lástima, esta tampoco estuvo de acuerdo. Era entonces ya un asunto de dignidad: luego de meditarlo, renuncié al día siguiente. No faltó quien comentara que era “un romántico” y que, si me iba, “lo hacía de puro resentido”. Derramé unas lágrimas aquel día; realmente estaba dolido; me daba mucha pena, pero mi conciencia (¿la almohada?) me decía que ya no iba a estar contento, que tenía que irme…

 

Así fue como fui a trabajar en Loja, tierra de la familia de mi mujer. Mi gran amigo, Sergio Romero, había comprado un Fairchild F-27 y había creado una pequeña compañía. Sabedor  de que estaba disponible, me propuso que fuera a La Toma para colaborar con su esfuerzo. Hacíamos un vuelo diario Loja -Tulcán, con escalas en Guayaquil, Ambato y Quito. No era un 707 ni volaría a las más grandes ciudades, pero estaría tranquilo y ¡operaría otra vez como capitán!

 

Pasaron pocas semanas y un día me llamaron de Ecuatoriana… querían saber si estaría interesado en regresar… Solo debía presentar una solicitud dejando insubsistente mi renuncia. Acepté sin condiciones cuando me comentaron la intención de establecer un nuevo escalafón. Ya de vuelta, y cuando ya había completado la mayor parte de mi entrenamiento para ascender a comandante, se produjo un cambio de directivos y la capacitación tuvo que suspenderse. Pasadas unas pocas semanas, fui sometido a una nueva evaluación de progreso. Esta se efectuó en un vuelo a Miami, con rigurosas aunque justas exigencias… Esta vez, el piloto responsable consideró el progreso evaluado como satisfactorio y me anticipó que se haría cargo de los restantes períodos.

 

Dos vuelos más tarde culminó el largo proceso… Hoy se me antoja delicado comentar algo inesperado y  atípico que sucedió en el último vuelo… pero al terminar el mismo, el instructor hizo un pequeño brindis y aseguró que “ya podía poner en mis manos a su propia familia”. Luego de mi chequeo final, fui asignado a volar el avión carguero: efectuaría dos vuelos semanales a Miami; los chuscos decían que iba a Miami con tanta frecuencia “solo para no hacer el supermercado en Quito”… En esos días nos encantaba ir a Miami: conocíamos bien la ciudad, teníamos ahí nuestra cuenta bancaria, ahí recibíamos nuestro correo y hasta disponíamos de un vehículo para nuestro servicio…

 

Volé con frecuencia a Miami, hasta el año 94, cuando fui a volar en el Asia; pero no he vuelto, ya por más de 30 años… Un día, en la pista 27L, casi tuvimos que volvernos al aire luego de haber aterrizado: nos metimos en un torrencial aguacero y ya no pudimos ver nada… Me pareció muy arriesgado regresar al aire si no tenía ninguna referencia visual; mis compañeros gritaban que frenara y pusiera reversas: yo solo trataba de asegurarme de no salirme de la pista. Otra vez, también en un 707 con pasajeros, no pudimos presurizar el avión luego del despegue; estuvimos 30 minutos asándonos del calor y a punto de botar combustible para regresar a aterrizar… hasta que advertí que alguien no había confirmado algo muy sencillo que era lo primera que debíamos haber descartado… ¡Qué sinnnúmero de recuerdos!

 

En cuanto a la pista de Loja, cierto es que molestan los vientos, sobre todo en el verano; allí es preferible operar en la madrugada y hacia el final de la tarde. La pista es todavía corta y la aproximación se debe realizar dentro de un valle muy estrecho, pero hoy existe el invalorable apoyo que proporciona ese prodigio llamado GPS.


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