‘Ropa tendida’ es una de esas expresiones que
no pueden prescindir de puntos suspensivos; vaya, es una curiosa locución
adverbial. Alguien más versado la remplazaría por otra con atuendo de
proverbio: “No hay que mentar la soga en la casa del ahorcado”. La ropa
tendida, en aquellos tiempos en que no nos habían llegado todavía las “doras”,
en especial la lavadora y secadora eléctricas (antes ya había hecho su
portentosa aparición la refrigeradora), fue algo que había que tratar con
cuidado. Para empezar, estaba ubicada en el “patio de atrás”, estaba colgada en
un endeble y precario cordel; ya había superado el trabajoso trámite del mayor
esfuerzo (el lavado) y si no nos movilizábamos en sus inmediaciones con algo de comedida precaución, la podíamos hacer caer, e incluso manchar. Debíamos respetar aquel esforzado trámite previo…
Quizá no hemos caído en cuenta que ropa (y no prenda, atuendo, ropaje o vestimenta) es una palabra bastante utilizada, forma parte de muchas de esas expresiones que llamamos con el aristocrático nombre de “locuciones adverbiales” (sin que, en gran parte de las veces, siquiera contengan un adverbio). Ahí están, por muestra de ejemplo, ropa blanca (sábanas, fundas de almohada, servilletas de tela y manteles); ropa de cámara o de levantarse (aquella que alguna gente utiliza dentro –y hasta fuera– de casa para estar más cómoda y poder descansar mejor); ropa interior (la que no se ve, por quedar debajo de la exterior); ropa vieja o ‘ropavieja’ (el famoso guisado que utiliza ese corte llamado salón o ‘peceto’); ropas menores (o ‘paños’ menores, que nunca son de tan tosco y áspero género); haber ropa tendida (haber personas cuya presencia demanda hablar o escribir con discreción); probarse la ropa (considerar con anticipación las consecuencias de algo); en fin…
Esto de “tener cuidado con la ropa tendida” es algo especial, requiere de todo un ejercicio de delicadeza y de eso: prudencia, sagacidad, tacto, tino y –sobre todo– muchísima discreción… Cuántas veces no “se nos termina por ir la lengua”, y acabamos diciendo, o comentando, cosas imprudentes e innecesarias de las que nunca debíamos siquiera haver empezado a hablar. Nos resulta ya muy tarde cuando caemos en cuenta de que hemos dejado caer una frase o hemos usado una palabra que pudo incomodar o herir la sensibilidad de alguien presente. Horrible situación o tesitura que, de inmediato, nos lleva a auto-reprocharnos y a considerar –y quizá a proponernos– que deberíamos reconocer, antes de hablar, si lo que estamos a punto de decir no va a resultar indiscreto o va innecesariamente a incomodar a alguien que está escuchando.
Con frecuencia descuidamos que conversar (platicar dicen en México) es algo más que decir un par de cosas, dialogar y comunicarse. Conversar civilizadamente implica algo más: es ante todo un ejercicio de prudencia, de respeto a los otros contertulios, de circunspección. Por todo ello, si ya sabemos que hay que ser un poco (o bastante) “diplomáticos” para hablar con los demás, la pregunta que nos hacemos con frecuencia es, más bien, básica: ¿por qué, si sabemos que tal vez pudiéramos decir algo que lastime a alguien presente, no siempre terminamos diciendo lo que es más conveniente? La razón es que esto sucede, por lo general, cuando el palique se hace tan sabroso o interesante que todos queremos decir lo nuestro, todos tratamos de participar; el infeliz o desventurado resultado es que el apuro por aportar nos hace pecar de imprudentes o descomedidos.
Pero tampoco hay que preocuparse mucho. Eso de charlar, de departir entre amigos, nunca tiene el propósito de lastimar a otro o de incomodar con intención; siempre tenemos, además, el sano recurso de anticipar lo que pretendemos decir o, mejor todavía, de disculparnos cuando hemos podido, sin habérnoslo propuesto, incordiar, contrariar o lastimar. Ya lo dice el popular adagio: “Ni mucho que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre”. Lo rescatable es que, aun a riesgo de molestar o importunar, es preferible ser uno mismo, ser genuino y actuar con espontánea autenticidad. He ahí lo realmente difícil, pues esto último puede ser más complicado que implementar el perseverante esfuerzo de no decir cosas que pudieran herir o jorobar…
