29 noviembre 2024

Cuidado, hay ropa tendida…

‘Ropa tendida’ es una de esas expresiones que no pueden prescindir de puntos suspensivos; vaya, es una curiosa locución adverbial. Alguien más versado la remplazaría por otra con atuendo de proverbio: “No hay que mentar la soga en la casa del ahorcado”. La ropa tendida, en aquellos tiempos en que no nos habían llegado todavía las “doras”, en especial la lavadora y secadora eléctricas (antes ya había hecho su portentosa aparición la refrigeradora), fue algo que había que tratar con cuidado. Para empezar, estaba ubicada en el “patio de atrás”, estaba colgada en un endeble y precario cordel; ya había superado el trabajoso trámite del mayor esfuerzo (el lavado) y si no nos movilizábamos en sus inmediaciones con algo de comedida precaución, la podíamos hacer caer, e incluso manchar. Debíamos respetar aquel esforzado trámite previo…

Quizá no hemos caído en cuenta que ropa (y no prenda, atuendo, ropaje o vestimenta) es una palabra bastante utilizada, forma parte de muchas de esas expresiones que llamamos con el aristocrático nombre de “locuciones adverbiales” (sin que, en gran parte de las veces, siquiera contengan un adverbio). Ahí están, por muestra de ejemplo, ropa blanca (sábanas, fundas de almohada, servilletas de tela y manteles); ropa de cámara o de levantarse (aquella que alguna gente utiliza dentro –y hasta fuera– de casa para estar más cómoda y poder descansar mejor); ropa interior (la que no se ve, por quedar debajo de la exterior); ropa vieja o ‘ropavieja’ (el famoso guisado que utiliza ese corte llamado salón o ‘peceto’); ropas menores (o ‘paños’ menores, que nunca son de tan tosco y áspero género); haber ropa tendida (haber personas cuya presencia demanda hablar o escribir con discreción); probarse la ropa (considerar con anticipación las consecuencias de algo); en fin…

 

Esto de “tener cuidado con la ropa tendida” es algo especial, requiere de todo un ejercicio de delicadeza y de eso: prudencia, sagacidad, tacto, tino y –sobre todo– muchísima discreción… Cuántas veces no “se nos termina por ir la lengua”, y acabamos diciendo, o comentando, cosas imprudentes e innecesarias de las que nunca debíamos siquiera haver empezado a hablar. Nos resulta ya muy tarde cuando caemos en cuenta de que hemos dejado caer una frase o hemos usado una palabra que pudo incomodar o herir la sensibilidad de alguien presente. Horrible situación o tesitura que, de inmediato, nos lleva a auto-reprocharnos y a considerar –y quizá a proponernos– que deberíamos reconocer, antes de hablar, si lo que estamos a punto de decir no va a resultar indiscreto o va innecesariamente a incomodar a alguien que está escuchando.

 

Con frecuencia descuidamos que conversar (platicar dicen en México) es algo más que decir un par de cosas, dialogar y comunicarse. Conversar civilizadamente implica algo más: es ante todo un ejercicio de prudencia, de respeto a los otros contertulios, de circunspección. Por todo ello, si ya sabemos que hay que ser un poco (o bastante) “diplomáticos” para hablar con los demás, la pregunta que nos hacemos con frecuencia es, más bien, básica: ¿por qué, si sabemos que tal vez pudiéramos decir algo que lastime a alguien presente, no siempre terminamos diciendo lo que es más conveniente? La razón es que esto sucede, por lo general, cuando el palique se hace tan sabroso o interesante que todos queremos decir lo nuestro, todos tratamos de participar; el infeliz o desventurado resultado es que el apuro por aportar nos hace pecar de imprudentes o descomedidos.

 

Pero tampoco hay que preocuparse mucho. Eso de charlar, de departir entre amigos, nunca tiene el propósito de lastimar a otro o de incomodar con intención; siempre tenemos, además, el sano recurso de anticipar lo que pretendemos decir o, mejor todavía, de disculparnos cuando hemos podido, sin habérnoslo propuesto, incordiar, contrariar o lastimar. Ya lo dice el popular adagio: “Ni mucho que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre”. Lo rescatable es que, aun a riesgo de molestar o importunar, es preferible ser uno mismo, ser genuino y actuar con espontánea autenticidad. He ahí lo realmente difícil, pues esto último puede ser más complicado que implementar el perseverante esfuerzo de no decir cosas que pudieran herir o jorobar…

 


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26 noviembre 2024

No saber que no se sabe *

* Escrito por Manuel Cruz para la revista Babelia

 

«Dice Peter Burke, en su nuevo libro Ignorancia, que “lo peor es no saber que no se sabe”. Con este criterio, el profesor de Cambridge pasa revista a algunas de las más importantes consecuencias que se han derivado del saber erróneo en los planos político, religioso, bélico o científico en los últimos 500 años».

 

En nuestros días, la ignorancia es la gran ignorada. Aunque tal vez resultara más preciso decir que es la gran malinterpretada. En buena medida, esa mala interpretación se deriva de una confusión de base, la que da por descontado que la ignorancia agota su definición en la de ausencia de saber. De esta manera, queda identificada con la negatividad sin más o, si se prefiere, con el completo vacío.

 

Pero la ignorancia no puede ser reducida al simple y escueto no-saber. De ella cabe predicar su condición de principio activo, capaz de generar sus específicos efectos. Pues bien, es a la descripción, análisis y critica de los más destacados a lo que se dedica el catedrático emérito de Historia Cultural en la Universidad de Cambridge Peter Burke en su estimulante, original y brillante libro Ignorancia. Una historia global. A lo largo de sus páginas, el autor pasa revista a algunas de las más importantes consecuencias que se han derivado de la ignorancia en diversos planos (político, religioso, bélico, científico) en los últimos 500 años.

 

En efecto, si la ignorancia se redujera a ausencia de saber, un libro sobre la misma tendría las páginas en blanco, señala el autor con ironía. Pero se conoce que, por parafrasear por enésima vez el célebre dictum aristotélico, también el no-ser (del no-saber) se dice de muchas maneras. De todas ellas, tal vez la menos inquietante, en la medida en que apenas da lugar a malentendidos teóricos, es la que reconoce su condición de conocimiento pendiente. Tal ocurre cuando, pongamos por caso, un astrofísico afirma que ignoramos, por no disponer de los instrumentos adecuados, si existe alguna forma de vida en una galaxia a miles de años luz de la nuestra.

 

La causa de la condición inocua de esta variante de ignorancia parece clara: se trata de una ignorancia que reconoce su condición de tal, de una ignorancia —permítasenos la paradójica formulación— autoconsciente. Los problemas surgen cuando determinados discursos o planteamientos que pasan por ser conocimiento verdadero sin serlo objetivamente obturan la posibilidad misma de dicha autoconciencia. En ese sentido, y desde una perspectiva estrictamente epistemológica, cabría sostener que la falsedad es una forma de ignorancia que desconoce su propia condición. A diferencia de la anterior modalidad de ignorancia, en esta el lugar del saber no se ve ocupado por el silencio de la página en blanco sino por el error.

 

Lejos de ser un matiz sin demasiada importancia, es en la autoconciencia de su propia condición donde se dilucida el signo que va a adoptar la ignorancia. Que, conviene subrayarlo frente a algunos tópicos muy consolidados, no es negativo por principio. Incluso al contrario: no hay motor más poderoso ni punto de partida más firme para la búsqueda del conocimiento que la conciencia de ser ignorante (el “solo sé que no sé nada” socrático). De ahí que resulte manifiestamente desacertado calificar como ignorante a alguien por el hecho de que no sepa algo, entre otras razones porque no hay nadie que lo sepa todo y, en consecuencia, todo el mundo sin excepción es ignorante en alguna medida. Lo que de veras define al ignorante en sentido propio y fuerte es otro hecho, el de que no sabe que no sabe.

 

Esta otra modalidad de no saber sí da lugar a unos específicos efectos, ciertamente relevantes, como Burke señala con profusión de ejemplos en su libro. Porque, declarando innecesaria la búsqueda del conocimiento con pretensiones de verdad, la ignorancia en tanto saber erróneo cumple la función de ocupar el lugar de aquél. Es en tiempos como los actuales, de sobreabundancia de unos pseudo-conocimientos que nos hacen falsamente autosuficientes, que a la peor ignorancia le aguarda un futuro esplendoroso.


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22 noviembre 2024

Del respeto a nuestros mayores

 *** Artículo escrito para La Nación de Guayaquil, y publicado el martes 19 de noviembre.

No sé cuándo ni cómo empezó pero “poco a poco, lentamente” –como dice la canción– nos hemos ido convirtiendo en una sociedad de apurados, ansiosos y atolondrados, de gente obsesionada por “no dejarse ganar”, de gente obcecada, impulsada por la chifladura de llegar primero… De pronto, y en medio de tan impulsivo como insensato afán, ya no nos importan ni los niños ni las personas con discapacidad; ni tampoco los ancianos, esas personas que ya en el ocaso de su vida, ven nuestros innecesarios apresuramientos con incredulidad y con nostalgia, la nostalgia de un tiempo en que había respeto social, se cedía el paso y se trataba con gentil condescendencia a nuestros mayores, fueran o no nuestros allegados o abuelos…

 

En ocasiones me pongo a meditar y me pregunto en si esa actitud afrentosa y desaprensiva es solo un síntoma o, más bien, la razón para nuestros desencuentros, para nuestra actitud hostil y pugnaz, para nuestra agresiva falta de cortesía. Tuve la fortuna de vivir alrededor de veinte años en Asia y pude experimentar, de primera mano, los motivos o causas para el impetuoso desarrollo de esos pueblos (o, si se quiere, para el fracaso de nuestros empeños), y pude comprender que todo es más fácil cuando existe sentido de comunidad, respeto mutuo; y, consideración para con los ancianos, para quienes ya cumplieron con su esfuerzo.

 

A veces vemos a nuestros mayores tomando en cuenta solo sus características exteriores, vemos sus achaques y gestos premiosos, los inevitables síntomas de su rendida cronología; pero no sabemos reconocer, en ese mismo cansino o dificultoso trajinar, todo lo que dieron por sus propias familias y el comprometido e incesante esfuerzo con que ellos aportaron a la sociedad. Vemos sus actuales limitaciones pero no su colaboración para el bienestar que hemos recibido por herencia, no apreciamos su serena amabilidad ni su apacible sabiduría. Y lo más importante: no queremos verlos como a un ejemplo o paradigma. “Ya son viejos”, decimos, cual si eso fuera un estigma, como si ello los convirtiera en material de desecho…

 

Una sociedad es reconocida por su cultura, por sus costumbres y valores. Las sociedades que gozan de mayor bienestar general y son reconocidas como superiores, han sabido dar un trato preferencial a la gente mayor, a la que distinguimos en nuestros días con aquel eufemismo de “tercera edad”, una edad en la que –aunque nos llenemos la boca hablando de inclusión– muchos pierden sus empleos y sus ingresos, y se ven abocados a depender de la conmiseración familiar y de la nunca garantizada estabilidad financiera de las instituciones encargadas de la seguridad social. Ser viejo no es fácil, pero puede ser más llevadero si tratamos a los mayores con amabilidad, les damos asistencia especial y dedicado respeto.

 

Cierto es que algo se ha procurado en tiempos recientes; sin embargo, la avalancha de antivalores y de falsos principios ha sido superior. Hay todavía mucho por hacer y mucho por mejorar en varias instituciones. Hay en algunos bancos, por ejemplo, una fila reservada para las personas mayores; no obstante, hay agencias que asignan una sola fila para los adultos de mayor edad y, para colmo, las demás ventanillas no ayudan de manera aleatoria a los clientes que forman parte de esa fila. El resultado real es que si los miembros de ese grupo etario no utilizaran la fila correspondiente, y solo se incorporaran a la fila general, es muy probable que terminarían atendidos con mayor premura. Hace falta, por lo mismo, que sean atendidos en la forma que hoy ya lo hacen las farmacias, donde un determinado algoritmo procura que sean tomados en cuenta en la forma más expedita que pudiera ser posible.

 

Es importante que exista un trato especial para atender con prioridad a las personas de edad; no saberlo reconocer es ya, si no una forma de segregación, una de inaceptable desdén.


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19 noviembre 2024

Séneca y su “errar es humano”

Tengo un velador o mesa de noche; pero sobre él no mantengo, como otros lo hacen, un “libro de cabecera”. El texto, que acaso merecería ese pomposo nombre, lo conservo en una mesa lateral de mi estudio; es una traducción en inglés editada en pasta dura de los Ensayos de Michel de Montaigne, que alguna vez adquirí en la repentina liquidación de una conocida librería de Anchorage. Fue, a través de esas reflexiones o ensayos, que supe de una serie de pensadores y filósofos cuyos aforismos y pensamiento fueron dejando en mí ese mismo deseo de conocer “algo más”, deseo que ya me había acicateado el estudio de “humanidades” en el colegio.

Montaigne vivió casi al mismo tiempo que Cervantes (era tres lustros mayor); gracias a esas reflexiones del francés fue que llegué a conocer de ese filósofo –que fuera contemporáneo de Jesús– que había sido Lucio Anneo Séneca. Él pertenecía a una distinguida y acomodada familia, había nacido en la Córduba romana en el año 4 a.C., lo cual habría ocurrido –si, como parece, Dionisio Exiguo estuvo equivocado en su cálculo del Anno Domine– el mismo año que nacía el propagador de esa bondadosa doctrina que llamarían cristianismo. Lucio era hijo de un distinguido orador llamado Mario Anneo Séneca (conocido como Séneca el Viejo).

 

A Séneca, orador escritor y político, le había correspondido colaborar con cuatro emperadores romanos: Valerio, Calígula, Claudio y Nerón. Siendo todavía joven fue cuestor con el primero; pretor con el tercero; y fue designado por la intrigante Agripina (esposa de Claudio) como preceptor de su hijo Nerón, de quien fue uno de sus principales consejeros. De hecho, Séneca y Afranio Burro fueron quienes realmente gobernaron el Imperio, mientras el díscolo emperador –que a su tiempo mandó a asesinar a su hermano y a su propia madre– era todavía muy joven. Tampoco Séneca escapó de caer en desgracia; fue condenado a muerte y prefirió el suicidio.

 

El estoicismo consiste en la fuerza de voluntad de la persona para controlar sus emociones o sentimientos. Para ser virtuoso, exige comprender las propias pasiones y aprender a lidiar con ellas para que prevalezca la razón. El camino del estoico requiere de la búsqueda de tres principios: virtud, tranquilidad y felicidad; a la autorrealización (la eudaimonia) se llega por medio de la virtud moral (el areté) y la serenidad (la ataraxia). La virtud estoica requiere de sabiduría, valentía, justicia y moderación. El principio básico del estoicismo es la fuerza de la razón para sobrellevar el sufrimiento. Su fundador habría nacido en el SS III a.C. cerca de la actual Lárnaca (sur de Chipre), en una colonia fenicia. Lo suyo no era, como se pudiera creer, el desprecio o desdén por el propio sufrimiento. El hombre se llamaba Zenón de Citio.

 

Lo que sigue he tomado y resumido de la enciclopedia de la Real Academia de Historia:

 

En Roma, Lucio Anneo Séneca estudió gramática y retórica. Frecuentó las escuelas filosóficas y se inclinó por el estoicismo. En el año 32 alcanzó la cuestura. Ejerció la abogacía en el foro y obtuvo repetidos éxitos. Fue un extraordinario orador. Chocó con Calígula (años 37 al 41), quien estuvo a punto de hacerle asesinar (dicen que envidiaba su elocuencia). Séneca era de salud enfermiza, sufría de asma, lo que le obligó a abandonar la abogacía. En el año 41, el emperador Claudio (años 41-54) lo desterró a la isla de Córcega por instigación de Mesalina, quien le acusó de cometer adulterio. Permaneció nueve años en el destierro.

 

En el año 55 alcanzó el consulado. Su actividad política comenzó como preceptor de Nerón. Séneca demostró cierto carácter doble: a la muerte de Claudio, redactó el elogio fúnebre, que lo leyó Nerón y, al mismo tiempo, escribió contra el difunto por haberlo desterrado… Fue consejero de Nerón durante los cinco primeros años del emperador, en compañía de Afranio Burro. Esos fueron los mejores del gobierno de Nerón; durante ese tiempo toleró los crímenes de Nerón y se enriqueció continuamente. Su carácter fue vacilante y contradictorio.

 

Fue también un escritor prolífico. Pensaba en la brevedad de la vida, creía que esta no debía ser malgastada en vanidades, ni desperdiciada; pero, ante todo, fue un moralista. Sus frases contienen profundas lecciones deontológicas, están escritas con elegancia y adornadas de gran sabiduría. El cordobés pensaba que la felicidad consistía en vivir de acuerdo con la naturaleza, no en disfrutar del placer. El influjo de su pensamiento fue muy significativo para los primeros escritores cristianos de aquellos tempranos siglos. Séneca tomó con indulgencia las imperfecciones ajenas; por ello, se le atribuye el conocido adagio: "Errare humanum est".


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15 noviembre 2024

Papanatismos *

* Escrito por Ricardo Soca para el castellano.org

Título original: Sobre la peregrina idea de “frenar” la invasión de términos ingleses

La vicedirectora de la Real Academia Española (RAE), Carme Riera —mallorquina, autora de ficción y profesora de Literatura— abogó recientemente por “frenar” la “invasión” de los términos ingleses auspiciados por la tecnología; lo achacó al “papanatismo” —la actitud que consiste en admirar algo o a alguien de manera excesiva, simple y poco crítica— y propuso, por ejemplo, hablar de “los y las influyentes” en lugar de “los y las influencers”. Esta peregrina idea es ajena a la ciencia lingüística y a los fenómenos de cambio lingüístico y de lenguas en contacto hartamente estudiados.

 

Todas las lenguas se han regido desde su surgimiento —hace, probablemente unos 180.000 años— por la libre voluntad de los hablantes, sin necesidad de una entidad que se arrogue el derecho de “velar” por ellas. En realidad, pocas lenguas modernas cuentan con este tipo de institución, ideada entre los siglos XVII y XVIII para reafirmar el poder político de algunas monarquías europeas, entre ellas, la de España, que ya venía decayendo. Si pudiéramos comparar aquellos 180.000 años de que hablábamos, con las veinticuatro horas de un día, encontraríamos que las academias surgieron cuando faltaban algunos segundos para las 23h58. Todo el tiempo anterior habían “sobrevivido” muy cómodamente sin ellas.

 

El contacto de lenguas

 

El fenómeno de contacto de lenguas ha sido ampliamente estudiado y se verifica que desde siempre han ejercido influencia recíproca, como uno de los elementos del cambio lingüístico. Ambos fenómenos se basan en leyes que han regido en todos los tiempos para todas las lenguas. Por ejemplo, el latín —una lengua indoeuropea— sufrió influencias del sustrato (las lenguas que existieron antes que él en la península itálica), así como del adstrato (las lenguas con las que tenía contacto) como el griego y las lenguas germánicas de las fronteras del imperio, entre otras.

 

El español ha recibido influencias de las lenguas prerromanas (sustrato), de las germánicas, del árabe, del francés, del italiano, entre muchas otras, sin que nadie se preocupara por su “pureza”, un concepto completamente ajeno a la ciencia lingüística. Por esa razón, “frenar la invasión de términos ingleses” suena como una insensatez. No existe una autoridad lingüística que tenga el poder de “frenar” las orientaciones de los hablantes. Este dislate surgido en la dieciochesca Casa madrileña** parece, ese sí, un verdadero “papanatismo”, completamente ajeno, como ocurre con tanta frecuencia en la casa de la calle Felipe IV, respecto a la realidad de los hablantes y a las leyes de la lingüística.

 

El español es una de las lenguas más fuertes y poderosas del mundo de hoy, no está sujeta a ninguna “invasión”, por lo menos, no más que cualquier otra lengua en cualquier otro momento histórico; no sufre ningún peligro, ni ninguna amenaza, como sí están expuestas sus homólogas latinoamericanas.

 

¡La inteligencia artificial también!

 

Riera llega a expresar la “importancia mayúscula de que los sistemas de inteligencia artificial se atengan a la normativa académica y no creen formas de lenguaje que puedan romper la unidad de la lengua”, otra acción política que tuvo el reino español en su tentativa de imponer el poder que pretendía ostentar sobre las antiguas colonias americanas***.

 

Notas:

 * El autor es periodista, licenciado en lingüística y magíster en Ciencias Humanas opción Lenguaje.

** Se refiere al Academismo de ese siglo.

*** Esta última frase ha sido reeditada en beneficio de su claridad.


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12 noviembre 2024

Leyendo a Philip Roth

“Lo que considero el logro más elevado y difícil del arte no es que nos haga reír o llorar, o que despierte nuestra lujuria o nuestra ira, sino que haga lo que hace la naturaleza… que nos llene de asombro. Las obras más bellas tienen esa cualidad: un aspecto sereno, incomprensible… implacable”. Gustave Flaubert.

No había vuelto a leer a Philip Roth desde que me aconteció lo que di en llamar “mi flagelo digital”, algo solo comparable con lo que en el mundo físico significaría un voraz incendio en las estanterías de una biblioteca. El hecho es que sucedió y me dejó un mal sabor. Y no es que los libros no se puedan reponer, es que cuando ya se los ha disfrutado, se quedan así, con sus subrayados y notas al margen, que al repasarlos o intentar su relectura, nos hacen más intenso su disfrute, nos permiten con solo hojearlos, recordar las frases y pensamientos que nos hicieron meditar. Flagelo es curiosa palabra; la usamos mucho con el sentido de incendio, pero significa, látigo, fusta, chicote o zurriago; y, ante todo, catástrofe, desgracia, azote o calamidad.

 

Aquello me ocurrió en plena pandemia, cuando ya había saboreado un par de obras de Philip Roth, a través de las que fui conociendo y admirando su particular estilo. Hay algo en su forma de escribir que me recuerda a Henry Miller; puede ser su estilo autobiográfico, aquella tendencia suya a relacionar sus orígenes judíos; o puede ser también esa exuberancia adjetival o esa descripción no exenta de nostalgia de los escenarios de su niñez (donde el barrio que lo vio crecer se convierte en el especial protagonista). Pero es en el desarrollo de los diálogos donde Roth se convierte en un maestro que los utiliza para reflejar el carácter y personalidad de sus personajes y, sobre todo, para describir con genialidad su diferente psicología.

 

Antes, ya había leído La mancha humana y Pastoral americana, ambas con un definitivo talante autobiográfico; esta vez había caído en mis manos Mi vida como hombre. Allí encuentro frases como las que siguen: “El artista apela a esa parte de nuestro ser que no depende de la sabiduría, a aquello que es un don en nosotros y no una adquisición y, por lo tanto, mucho más perdurable. Habla a nuestra capacidad de deleitarnos y maravillarnos, al sentido de misterio que envuelve nuestras vidas… a nuestro sentido de compasión…”. O, también: “En cuanto a la señora Slater, le hice el amor probablemente no más de diez veces, pero nunca en otro lugar que no fuese el de mi imaginación”.

 

Philip Roth fue un escritor estadounidense de raíces judías; había nacido en 1933 (falleció en 2018); pudiera decirse que escribía autobiografía novelada o, mejor aún: novelas e historias cortas con carácter autobiográfico. Utilizó diversos heterónimos o nombres de pluma: Peter Tarnopol, Nathaly Zuckerman o David Kepesh. Utilizaba con frecuencia el monólogo interior, lo cual, según algunos críticos, denunciaba la influencia que pudo haber recibido de William Faulkner. Su obra es una exploración de las circunstancias intrínsecas de la condición humana, como el deseo y la rebeldía, la incomprensión y la lujuria. Sus tópicos recurrentes son la identidad americana y la innegable herencia social que pervive en los descendientes de raíces judías. 

 

Para Roth el narrador debe adueñarse y apoderarse del personaje; para él el relato es un raro ejercicio de actuación, el narrador juega con el carácter del personaje, engaña con un sutil disfraz, finge (lo que en quiteño equivale a “hacerse el que”…). Representa The sly and cunning masquerade (la astuta y engañosa mascarada), la trampa del ventrílocuo que a veces parece que está y a veces que no, la engañosa apariencia de que quien cuenta pudiera no estar presente… Es un recurso que sirve al escritor aunque parezca que tiene que caricaturizar: es lo que hace todo el mundo todo el tiempo; y no lo hace para engañar, sino solo para comunicarse mejor, para justificarse y convencer. “Piense en el adúltero, el mentiroso o el ladrón –dice Roth– la suya es una impostura, un artístico acto de personificación”… “Y es que la literatura no es un concurso moral –arguye–: su poder surge de la autoridad y de la audacia con la que se ejerce la actuación. La convicción que inspira es lo que de veras cuenta”.

 

Roth era un gran comunicador; pero, a la vez, alguien que escondía una inquieta curiosidad. Todo quería que le fuese explicado o mejor descrito; solía “jalar la lengua” del interlocutor, para contrastar sus razones o certezas, para así indagar sus auténticos motivos. Su método consistía en desarrollar no solo el carácter sino la reputación de cada uno de sus diversos personajes. “No me interesa la fluidez del relato –decía–, ella delata que algo le falta a la historia, crea la impresión de que no hay crisis; y de que, por lo mismo, ya no hay nada que se deba resolver”.


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08 noviembre 2024

Demasiados accidentes

   *** Artículo publicado en el periódico La Nación el miércoles 6 de noviembre de 2024

Bien sé que es una verdad de Perogrullo, pero siento que en nuestro país tenemos muchos, demasiados, accidentes de tránsito. En efecto, los datos que suministra el Anuario Nacional de la Agencia Nacional de Tránsito –y que son parte de sus estadísticas– reflejan que Ecuador es uno de los tres países que más accidentes registró el año pasado en Latinoamérica, solo por detrás de República Dominicana y Haití. Esas aparentemente frías, pero espeluznantes, estadísticas demuestran algo insólito y aterrador: hubo 21.000 siniestros en el año 2023, que dejaron 2.400 fallecidos, lo que quiere decir una fatalidad cada tres horas y media…

Bien merece la pena, por lo mismo, que se haga un serio y pormenorizado estudio de por qué siguen sucediendo estas horribles y continuas desgracias; pues, lejos de analizar los tipos de colisión o siniestros que se producen, haría falta averiguar las causas subyacentes para que se haya establecido en nuestro medio una cultura de manejo tan temeraria e irresponsable, caracterizada por la imprudencia, la complacencia  y la impunidad. En teoría, todo accidente pudiera ser evitado; pero, para que esa circunstancia casi ideal pudiera concretarse haría falta efectuar un concienzudo análisis de lo que pudiera mejorarse y, sobre todo, de las políticas equivocadas que pudiéramos estar implementando, de lo que estaríamos haciendo mal.

 

En ese necesario análisis sería ineludible empezar por el actor de esas infracciones (y quién sabe si violaciones) que terminan convirtiéndose en desgracias: el elemento humano. Aquí, lo más palpable es que existe, en nuestros caminos y carreteras, demasiada gente inepta e irresponsable que no sabe conducir. No hablo de la real capacidad para manejar, sino de algo que resulta más importante: saber apreciar el valor y trascendencia de la propia vida y, por lo mismo, de la de los demás. Hace falta en nuestras vías gente que actúe con respeto hacia los peatones y demás conductores, con espíritu solidario y sentido de comunidad. Aquello de conducir requiere de madurez social: saber respetar una normas y ¡pensar en los demás!

 

Resultaría, por tanto, irrisorio e insulso el actual sistema de comprobación del nivel de pericia de nuestros conductores, el mismo que permite que haya conductores que no sepan estacionar en reversa o para qué sirve el borde de una acera pintada en color amarillo… Si a esto sumamos la precaria, y casi siempre ausente, gestión de eficiente control vial por parte de las autoridades respectivas, entonces encontraremos la convergencia de todos los factores necesarios para que los accidentes puedan producirse. Todo ello para no hablar de una mala o inapropiada señalización, de los semáforos inoperativos o defectuosos, de la carencia de refugios para las respectivas paradas de buses; amén de un exceso de conductores díscolos y temerarios que convierten cada maniobra en una competencia demente y criminal.

 

Otro asunto que merece perentoria atención es la conclusión de un sistema de vías principales en todo el país que obedezca a un verdadero y coordinado plan de implementación. No es aceptable –por absurdo e incoherente– que exista una vía de seis carriles, como la Lasso-Ambato, por ejemplo, que esté seguida por la continuación de una “Troncal de la Sierra”, que va desde Ambato hasta Azogues, y que consiste en una vía de tan solo dos carriles. ¿Cómo es posible, además, que este tipo de adjudicaciones dependa de propósitos electoreros o del interesado “direccionamiento” de contratos para la construcción de las obras públicas (los acostumbrados sobornos y más corruptelas); o que esté, simplemente, en manos de la improvisación.

 

Estos accidentes siegan muchas vidas con un costo socio-económico imposible de calcular, enlutan los hogares y dejan a muchas personas en la indefensión. El Estado y los gobiernos seccionales deberían implementar campañas que sirvan para fortalecer una cultura de respeto, en conductores y usuarios, que permita rebajar en forma efectiva los índices de mortandad. 

 

Nota: este artículo iniciará una serie de colaboraciones para el periódico La Nación de Guayaquil.


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05 noviembre 2024

El último de la ralea

“Especie” es una palabra que a veces cobra una connotación zoológica. Estuve revisando un periódico digital y algo tenía un titular que hacía referencia al ex presidente mexicano que llamó mi atención; describía a López Obrador como “el último de su especie”… Antes de optar por la lectura del artículo, preferí conjeturar por qué. Así, medité en los probables significados de “último”, en especial “más reciente” o “menos repetido”, pero resolví –más bien– decantarme por el que dábamos en la escuela al compañero que se caracterizaba como el menos aprovechado, al que tenía más dificultades para aprender: el “último” de la clase.

Es que, ¿es necesario parecer obsesivo, esperpéntico y atrabiliario para constituirse en líder de una ideología progresista?, o ¿no es posible serlo, ser un buen líder, siendo fiel a una sincera forma de pensar, haciendo honor a una honesta ideología, buscando sin aspavientos e histrionismo (léase, sin abusar del cínico populismo) la prevalencia del bienestar para los más necesitados y débiles en un ambiente de respeto a todos los demás sectores; y que, además, promueva la paz social? De veras, ¿son indispensables el discurso excluyente, el odio que divide, el rictus de sarcasmo y de ironía cuando se trata de incitar a los otros y gobernar?

 

Dicen los autores del artículo que “a sus años, el líder indiscutible de la izquierda mexicana y uno de los políticos más influyentes de América Latina se retira”; y yo me pregunto ¿es eso el amor de servir al pueblo?, ¿solo eso, satisfacer la vanidad de ser mandatario, darle gusto a la egolatría, y luego retirarse y conceder entrevistas?, ¿es “eso” el liderazgo y nada más que eso? ¿O hay un deber y un compromiso que no caducan, un afán inmarcesible que exige continuar orientando y procurando ser un guardián permanente y un intransigente adalid? Quien ejerce el liderazgo ideológico no tiene, no puede tener, derecho a la jubilación, no puede entregar sus armas ni transigir, no puede “retirarse”. Un mandatario que termina su período no cesa tampoco de tener una responsabilidad extendida con su país.

 

Una de las postreras iniciativas de AMLO ha sido promover una nueva constitución; con ella se propone nombrar jueces escogidos por votación popular, como si la justicia debería estar en manos de quienes más carisma o atractivo tienen, y no en las de quienes demuestren una mejor capacidad de gestión, parezcan ser más justos y más sabios. Como si la justicia debería estar administrada por quienes el pueblo quiere y no por quienes serían los más idóneos y de más probada e incorruptible honorabilidad. Esa es, claramente, una visión contradictoria y populista, a medio camino entre la ilusión de un equivocado idealismo redentor y la nostalgia revanchista que solo puede tener un megalómano trasnochado. Todo un dilema: ¿cómo se controla la delincuencia y la corrupción con jueces sesgados, que deben el favor de haber sido elegidos, y que ponen por delante el compromiso político a la recta administración de justicia? ¿No es esa la manera más estúpida de promover la aberración jurídica y la impunidad?

 

Enrique Krauze, prestigioso ensayista e historiador mexicano, se refería en esos mismos días (y en el mismo medio) al cesado líder; lo tildaba de “un mesías tropical“. Recordaba haber esbozado su retrato psicológico: “…un hombre con vocación social pero lastrado, al mismo tiempo, por una ambición de poder oscura, irracional, vengativa. Su carácter intemperante, su obsesión consigo mismo, su desinterés por el mundo exterior, su ignorancia económica, su desprecio por el Derecho, su dogmatismo ideológico y su autoritarismo político…”  Krauze sostiene que su engreimiento lo ha llevado a aspirar a un lugar fundacional en la historia de su país, a pesar de que su gestión ha sido un desastre, del cual tiene total responsabilidad. 

 

“Su demolición más reciente incluye –dice– la división de poderes y el orden republicano vigente por 200 años. Ha destruido el Poder Judicial: se despedirán miles de jueces y se elegirán nuevos por votación popular. Pero su legado más grave es haber sembrado, día tras día, el odio y la división en la sociedad mexicana. A esta tragedia se le ha llamado la Cuarta Transformación. Es un agravio a la noble tradición socialista llamarla ‘de izquierda’”.

 

En mis días de escuela me pidieron consultar el significado de Derecho. Aprovechando que nos visitaba un hermano recién graduado de abogado, le pregunté a él para satisfacer la tarea. “Así se llama, me contestó, por ser el camino más recto para llegar a la justicia”… He pensado que elegir jueces por designio “democrático” equivaldría a convertir al Derecho en el camino más rápido para llegar a la impunidad y al desafuero, a la vorágine y a la anarquía…


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01 noviembre 2024

Huérfano de hijo...

Ha transcurrido un mes de la partida de Felipe, mi querido hijo. No digo ‘de la despedida’, porque la vida, que a veces se entromete en el camino, no quiso que nos despidiéramos, no nos dio la oportunidad… Hay quienes –que han sufrido similar agonía– que suelen confesar que hubieran dado su propia vida con tal de que Dios, que a veces parece quedarnos en deuda, les hubiera permitido gozar de tan solo un minuto para poder saborear ese íntimo y postrero instante. Por lástima, no siempre tenemos ese raro privilegio. ‘Huérfano’ es palabra curiosa: no solo significa perder a los padres: también expresa esa otra agobiante sensación de ausente plenitud, aquella de saberse mutilado e incompleto: la desgracia de perder a un hijo.

Dice Sábato en Antes del fin que “aunque terrible es comprenderlo, la vida se hace en borrador y no nos es dado corregir sus páginas”… Aquello confirma una certeza: la de que hay situaciones en la existencia (y no hablo de contriciones o arrepentimientos) en que daríamos cualquier cosa por regresar al pasado, enmendar lo ya vivido e intentar un nuevo y diferente “final feliz”. Aunque, ¿cuán feliz pudiera ser ese supuesto instante si sería cualquier cosa menos perdurable o imperecedero; si ya reflejaría aquella instancia absurda, final y definitiva?... Sí, la fatalidad quiso que no hubiera despedida, pero sí el insoportable sentimiento de que él ya no estaría más junto a nosotros; de que ya no habría aquello de “poder compartir”...

 

Felipe era todavía muy joven, demasiado joven. A ellos –a él, su mujer y sus tiernos hijos– les iba bien; estaban viviendo la alborada de su mejor ilusión. Se los veía sanos y felices; tenían la mirada puesta en el futuro; un futuro al que apostaban con optimismo y seguridad. No había nada más alejado, aun en sus peores temores, que un malhadado accidente agazapado detrás de los espinosos abrojos de la más artera y aleve fatalidad. ¡Oh Dios, cuán injusta y cruel pudo ser esa maniobra tan agraz; ese arrebato tan tortuoso con el que nos lastimó el destino!

 

Recuerdo la última vez que nos vimos: nos habíamos juntado para almorzar… Preocupado porque estuviera viajando con excesiva frecuencia; en ocasiones cansado, con ganas de llegar pronto a casa para compartir con los suyos, en horas difíciles y con tránsito inconveniente, le recordé que nunca dependemos de nuestra propia decisión, de nuestro cuidado o pericia; le dije que, por lástima, casi siempre dependíamos de la urgencia o de la imprudencia ajena… “No se preocupe, pa”, me dijo; “siempre andamos con cuidado y, además, siempre tengo quien conduzca”.

 

Recordé entonces, un episodio que yo mismo viví con papá. Volvíamos de Ibarra un sábado por la tarde: sucedió en un árido sector llamando Otón. Es esa una zona de curvas sinuosas que se inicia justo después del partidero hacia un pueblo cuyo nombre significa tierra yerma, infértil e improductiva: Cangahua… Venía yo transigiendo ante al vértigo temerario de la velocidad: debía estar presente en una reunión social esa misma noche. Creía que él, ya cansado, se hubiera quedado dormido. De pronto, se incorporó y dijo algo que ya nunca podré olvidar… Con pena de haberlo puesto nervioso, reduje la velocidad de inmediato y recapacité en que por rápido que manejara, solo conseguiría llegar unos pocos –e insignificantes–  minutos más temprano…

 

Pocos días después de la partida de Felipe, estuve leyendo una novelita de Camilo José Cela: La familia de Pascual Duarte. Ahí, en el prólogo de esa formidable historia, Cela cuestiona el concepto de Montaigne respecto al orden: “Para el francés esa es una virtud triste y sombría”, dice; “quizá confunde orden con quietud; pero el orden es más bien algo dinámico, alegre y luminoso; no tiene porqué ser una virtud negativa”. Esa sencilla reflexión me ha ayudado a comprender lo que hacía tan especial a Felipe, ese calor que tenía que hacía que la gente lo siguiera y creyera en él, que le entregara su confianza y se dejara impulsar por ese raro magnetismo que su liderazgo ejercía… Solo así consigo interpretar con fidelidad su humor, su gusto por vivir a plenitud la vida; y comprender mejor el genuino valor que tuvieron sus empeños…

 

Eso de recibir, después de su partida –y gracias a su forma de ser–, gestos tan generosos y expresiones de tanto afecto, ha sido un verdadero bálsamo. Hemos percibido, en quienes lo querían, muestras de sincera congoja, y la grata manifestación del inusitado aprecio que le habían tenido… Cómo no quisiera que ese homenaje, el de su afectuosa despedida, esa música reverente, se transformara en un acto de fe: en un himno de esperanza. En esa esperanza, reafirmaría mi fe porque todos seamos un día, fieles estandartes de la amistad y la entrega compartida, humildes instrumentos de la generosidad, y artífices de la mutua esperanza…

 

Te fuiste muy temprano, querido hijo. ¡Qué pena. Nos vas a hacer mucha falta!


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