Ha transcurrido un mes de la partida de Felipe, mi querido hijo. No digo ‘de la despedida’, porque la vida, que a veces se entromete en el camino, no quiso que nos despidiéramos, no nos dio la oportunidad… Hay quienes –que han sufrido similar agonía– que suelen confesar que hubieran dado su propia vida con tal de que Dios, que a veces parece quedarnos en deuda, les hubiera permitido gozar de tan solo un minuto para poder saborear ese íntimo y postrero instante. Por lástima, no siempre tenemos ese raro privilegio. ‘Huérfano’ es palabra curiosa: no solo significa perder a los padres: también expresa esa otra agobiante sensación de ausente plenitud, aquella de saberse mutilado e incompleto: la desgracia de perder a un hijo.
Dice Sábato en Antes del fin que “aunque terrible es comprenderlo, la vida se hace en borrador y no nos es dado corregir sus páginas”… Aquello confirma una certeza: la de que hay situaciones en la existencia (y no hablo de contriciones o arrepentimientos) en que daríamos cualquier cosa por regresar al pasado, enmendar lo ya vivido e intentar un nuevo y diferente “final feliz”. Aunque, ¿cuán feliz pudiera ser ese supuesto instante si sería cualquier cosa menos perdurable o imperecedero; si ya reflejaría aquella instancia absurda, final y definitiva?... Sí, la fatalidad quiso que no hubiera despedida, pero sí el insoportable sentimiento de que él ya no estaría más junto a nosotros; de que ya no habría aquello de “poder compartir”...
Felipe era todavía muy joven, demasiado joven. A ellos –a él, su mujer y sus tiernos hijos– les iba bien; estaban viviendo la alborada de su mejor ilusión. Se los veía sanos y felices; tenían la mirada puesta en el futuro; un futuro al que apostaban con optimismo y seguridad. No había nada más alejado, aun en sus peores temores, que un malhadado accidente agazapado detrás de los espinosos abrojos de la más artera y aleve fatalidad. ¡Oh Dios, cuán injusta y cruel pudo ser esa maniobra tan agraz; ese arrebato tan tortuoso con el que nos lastimó el destino!
Recuerdo la última vez que nos vimos: nos habíamos juntado para almorzar… Preocupado porque estuviera viajando con excesiva frecuencia; en ocasiones cansado, con ganas de llegar pronto a casa para compartir con los suyos, en horas difíciles y con tránsito inconveniente, le recordé que nunca dependemos de nuestra propia decisión, de nuestro cuidado o pericia; le dije que, por lástima, casi siempre dependíamos de la urgencia o de la imprudencia ajena… “No se preocupe, pa”, me dijo; “siempre andamos con cuidado y, además, siempre tengo quien conduzca”.
Recordé entonces, un episodio que yo mismo viví con papá. Volvíamos de Ibarra un sábado por la tarde: sucedió en un árido sector llamando Otón. Es esa una zona de curvas sinuosas que se inicia justo después del partidero hacia un pueblo cuyo nombre significa tierra yerma, infértil e improductiva: Cangahua… Venía yo transigiendo ante al vértigo temerario de la velocidad: debía estar presente en una reunión social esa misma noche. Creía que él, ya cansado, se hubiera quedado dormido. De pronto, se incorporó y dijo algo que ya nunca podré olvidar… Con pena de haberlo puesto nervioso, reduje la velocidad de inmediato y recapacité en que por rápido que manejara, solo conseguiría llegar unos pocos –e insignificantes– minutos más temprano…
Pocos días después de la partida de Felipe, estuve leyendo una novelita de Camilo José Cela: La familia de Pascual Duarte. Ahí, en el prólogo de esa formidable historia, Cela cuestiona el concepto de Montaigne respecto al orden: “Para el francés esa es una virtud triste y sombría”, dice; “quizá confunde orden con quietud; pero el orden es más bien algo dinámico, alegre y luminoso; no tiene porqué ser una virtud negativa”. Esa sencilla reflexión me ha ayudado a comprender lo que hacía tan especial a Felipe, ese calor que tenía que hacía que la gente lo siguiera y creyera en él, que le entregara su confianza y se dejara impulsar por ese raro magnetismo que su liderazgo ejercía… Solo así consigo interpretar con fidelidad su humor, su gusto por vivir a plenitud la vida; y comprender mejor el genuino valor que tuvieron sus empeños…
Eso de recibir, después de su partida –y gracias a su forma de ser–, gestos tan generosos y expresiones de tanto afecto, ha sido un verdadero bálsamo. Hemos percibido, en quienes lo querían, muestras de sincera congoja, y la grata manifestación del inusitado aprecio que le habían tenido… Cómo no quisiera que ese homenaje, el de su afectuosa despedida, esa música reverente, se transformara en un acto de fe: en un himno de esperanza. En esa esperanza, reafirmaría mi fe porque todos seamos un día, fieles estandartes de la amistad y la entrega compartida, humildes instrumentos de la generosidad, y artífices de la mutua esperanza…
Te fuiste muy temprano, querido hijo. ¡Qué pena. Nos vas a hacer mucha falta!

Muy triste la partida tan temprana de Felipe! Cariños
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