*** Artículo escrito para La Nación de Guayaquil, y publicado el martes 19 de noviembre.
No sé cuándo ni cómo empezó pero “poco a poco, lentamente” –como dice la canción– nos hemos ido convirtiendo en una sociedad de apurados, ansiosos y atolondrados, de gente obsesionada por “no dejarse ganar”, de gente obcecada, impulsada por la chifladura de llegar primero… De pronto, y en medio de tan impulsivo como insensato afán, ya no nos importan ni los niños ni las personas con discapacidad; ni tampoco los ancianos, esas personas que ya en el ocaso de su vida, ven nuestros innecesarios apresuramientos con incredulidad y con nostalgia, la nostalgia de un tiempo en que había respeto social, se cedía el paso y se trataba con gentil condescendencia a nuestros mayores, fueran o no nuestros allegados o abuelos…
En ocasiones me pongo a meditar y me pregunto en si esa actitud afrentosa y desaprensiva es solo un síntoma o, más bien, la razón para nuestros desencuentros, para nuestra actitud hostil y pugnaz, para nuestra agresiva falta de cortesía. Tuve la fortuna de vivir alrededor de veinte años en Asia y pude experimentar, de primera mano, los motivos o causas para el impetuoso desarrollo de esos pueblos (o, si se quiere, para el fracaso de nuestros empeños), y pude comprender que todo es más fácil cuando existe sentido de comunidad, respeto mutuo; y, consideración para con los ancianos, para quienes ya cumplieron con su esfuerzo.
A veces vemos a nuestros mayores tomando en cuenta solo sus características exteriores, vemos sus achaques y gestos premiosos, los inevitables síntomas de su rendida cronología; pero no sabemos reconocer, en ese mismo cansino o dificultoso trajinar, todo lo que dieron por sus propias familias y el comprometido e incesante esfuerzo con que ellos aportaron a la sociedad. Vemos sus actuales limitaciones pero no su colaboración para el bienestar que hemos recibido por herencia, no apreciamos su serena amabilidad ni su apacible sabiduría. Y lo más importante: no queremos verlos como a un ejemplo o paradigma. “Ya son viejos”, decimos, cual si eso fuera un estigma, como si ello los convirtiera en material de desecho…
Una sociedad es reconocida por su cultura, por sus costumbres y valores. Las sociedades que gozan de mayor bienestar general y son reconocidas como superiores, han sabido dar un trato preferencial a la gente mayor, a la que distinguimos en nuestros días con aquel eufemismo de “tercera edad”, una edad en la que –aunque nos llenemos la boca hablando de inclusión– muchos pierden sus empleos y sus ingresos, y se ven abocados a depender de la conmiseración familiar y de la nunca garantizada estabilidad financiera de las instituciones encargadas de la seguridad social. Ser viejo no es fácil, pero puede ser más llevadero si tratamos a los mayores con amabilidad, les damos asistencia especial y dedicado respeto.
Cierto es que algo se ha procurado en tiempos recientes; sin embargo, la avalancha de antivalores y de falsos principios ha sido superior. Hay todavía mucho por hacer y mucho por mejorar en varias instituciones. Hay en algunos bancos, por ejemplo, una fila reservada para las personas mayores; no obstante, hay agencias que asignan una sola fila para los adultos de mayor edad y, para colmo, las demás ventanillas no ayudan de manera aleatoria a los clientes que forman parte de esa fila. El resultado real es que si los miembros de ese grupo etario no utilizaran la fila correspondiente, y solo se incorporaran a la fila general, es muy probable que terminarían atendidos con mayor premura. Hace falta, por lo mismo, que sean atendidos en la forma que hoy ya lo hacen las farmacias, donde un determinado algoritmo procura que sean tomados en cuenta en la forma más expedita que pudiera ser posible.
Es importante que exista un trato especial para atender con prioridad a las personas de edad; no saberlo reconocer es ya, si no una forma de segregación, una de inaceptable desdén.

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