12 noviembre 2024

Leyendo a Philip Roth

“Lo que considero el logro más elevado y difícil del arte no es que nos haga reír o llorar, o que despierte nuestra lujuria o nuestra ira, sino que haga lo que hace la naturaleza… que nos llene de asombro. Las obras más bellas tienen esa cualidad: un aspecto sereno, incomprensible… implacable”. Gustave Flaubert.

No había vuelto a leer a Philip Roth desde que me aconteció lo que di en llamar “mi flagelo digital”, algo solo comparable con lo que en el mundo físico significaría un voraz incendio en las estanterías de una biblioteca. El hecho es que sucedió y me dejó un mal sabor. Y no es que los libros no se puedan reponer, es que cuando ya se los ha disfrutado, se quedan así, con sus subrayados y notas al margen, que al repasarlos o intentar su relectura, nos hacen más intenso su disfrute, nos permiten con solo hojearlos, recordar las frases y pensamientos que nos hicieron meditar. Flagelo es curiosa palabra; la usamos mucho con el sentido de incendio, pero significa, látigo, fusta, chicote o zurriago; y, ante todo, catástrofe, desgracia, azote o calamidad.

 

Aquello me ocurrió en plena pandemia, cuando ya había saboreado un par de obras de Philip Roth, a través de las que fui conociendo y admirando su particular estilo. Hay algo en su forma de escribir que me recuerda a Henry Miller; puede ser su estilo autobiográfico, aquella tendencia suya a relacionar sus orígenes judíos; o puede ser también esa exuberancia adjetival o esa descripción no exenta de nostalgia de los escenarios de su niñez (donde el barrio que lo vio crecer se convierte en el especial protagonista). Pero es en el desarrollo de los diálogos donde Roth se convierte en un maestro que los utiliza para reflejar el carácter y personalidad de sus personajes y, sobre todo, para describir con genialidad su diferente psicología.

 

Antes, ya había leído La mancha humana y Pastoral americana, ambas con un definitivo talante autobiográfico; esta vez había caído en mis manos Mi vida como hombre. Allí encuentro frases como las que siguen: “El artista apela a esa parte de nuestro ser que no depende de la sabiduría, a aquello que es un don en nosotros y no una adquisición y, por lo tanto, mucho más perdurable. Habla a nuestra capacidad de deleitarnos y maravillarnos, al sentido de misterio que envuelve nuestras vidas… a nuestro sentido de compasión…”. O, también: “En cuanto a la señora Slater, le hice el amor probablemente no más de diez veces, pero nunca en otro lugar que no fuese el de mi imaginación”.

 

Philip Roth fue un escritor estadounidense de raíces judías; había nacido en 1933 (falleció en 2018); pudiera decirse que escribía autobiografía novelada o, mejor aún: novelas e historias cortas con carácter autobiográfico. Utilizó diversos heterónimos o nombres de pluma: Peter Tarnopol, Nathaly Zuckerman o David Kepesh. Utilizaba con frecuencia el monólogo interior, lo cual, según algunos críticos, denunciaba la influencia que pudo haber recibido de William Faulkner. Su obra es una exploración de las circunstancias intrínsecas de la condición humana, como el deseo y la rebeldía, la incomprensión y la lujuria. Sus tópicos recurrentes son la identidad americana y la innegable herencia social que pervive en los descendientes de raíces judías. 

 

Para Roth el narrador debe adueñarse y apoderarse del personaje; para él el relato es un raro ejercicio de actuación, el narrador juega con el carácter del personaje, engaña con un sutil disfraz, finge (lo que en quiteño equivale a “hacerse el que”…). Representa The sly and cunning masquerade (la astuta y engañosa mascarada), la trampa del ventrílocuo que a veces parece que está y a veces que no, la engañosa apariencia de que quien cuenta pudiera no estar presente… Es un recurso que sirve al escritor aunque parezca que tiene que caricaturizar: es lo que hace todo el mundo todo el tiempo; y no lo hace para engañar, sino solo para comunicarse mejor, para justificarse y convencer. “Piense en el adúltero, el mentiroso o el ladrón –dice Roth– la suya es una impostura, un artístico acto de personificación”… “Y es que la literatura no es un concurso moral –arguye–: su poder surge de la autoridad y de la audacia con la que se ejerce la actuación. La convicción que inspira es lo que de veras cuenta”.

 

Roth era un gran comunicador; pero, a la vez, alguien que escondía una inquieta curiosidad. Todo quería que le fuese explicado o mejor descrito; solía “jalar la lengua” del interlocutor, para contrastar sus razones o certezas, para así indagar sus auténticos motivos. Su método consistía en desarrollar no solo el carácter sino la reputación de cada uno de sus diversos personajes. “No me interesa la fluidez del relato –decía–, ella delata que algo le falta a la historia, crea la impresión de que no hay crisis; y de que, por lo mismo, ya no hay nada que se deba resolver”.


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