15 agosto 2025

Algo más de un tal Tristram

Es curioso: a veces no sabemos qué mismo fue primero, si el huevo o la gallina. Sucede que hoy mismo no recuerdo cuándo fue que escuché por primera vez acerca de Tristram Shandy; supongo que habría sido por los continuos comentarios que solía hacer Javier Marías, a quien aprendí a leer gracias a la columna que mantuvo en El País. Más fácil es reconocer cuándo fue que decidí intentar por primera vez su lectura (lo tuve que hacer en inglés), lo que coincidió con una búsqueda mía de las mejores (o quizá más populares) novelas que se han escrito.

Así fue cómo di con una serie de varias selecciones en las que, como es lógico y comprensible, sus autores no siempre coincidían en sus preferencias. Fue, hacia el final de una de esas listas (una con las 10, 12 o 20 mejores de todos los tiempos) que encontré una selección alternativa con solo cuatro, la misma que pertenecía a un filósofo alemán, del siglo XIX, nacido en Dansk, en la actual Polonia: Arthur Schopenhauer. Decía este seguidor de Platón y Kant que había cuatro obras que no debían dejar de leerse: El Quijote de Miguel de Cervantes; Las Aventuras y opiniones del caballero Tistram Shandy de Laurence Sterne; Las penas del joven Werther de su tan admirado Johann Wolfang von Goethe; y Julia, o la nueva Eloísa de Jean-Jacques Rousseau.

 

Con ese nombre, Tristram, me sucedió lo que creo que casi siempre nos pasa: que la cercanía fonética me hizo una y otra vez, sobre todo al principio, pronunciarlo como Tristán. Y, de eso, quiero también hablarles; de cómo una cosa nos lleva a otra y así terminamos asociando –sin querer– dos cosas que no están relacionadas (o sea, “nada que ver”). No me es difícil intuir cómo –o mejor dicho, cuándo– fue que escuché por primera vez ese infrecuente nombre, y no pudo sino haber sido en una olvidada clase colegial de música cuando supimos o aprendimos de otro alemán, Richard Wagner, un compositor que había creado una ópera llamada Tristán e Isolda, basada en una leyenda celta medieval: la historia de amor –entre un caballero de la Mesa Redonda y una princesa irlandesa– que quizá escamoteaba algunas normas morales…

 

Pero fue en unas tardes de fútbol, mientras trabajé en Lago Agrio para Texaco, que escuché al back-centro más aguerrido que jamás hubiera conocido, mi siempre recordado compadre Hugo Coronel, que él tenía un amigo a quien sus padres, en gesto de exiguo cariño, le habían chantado el poco considerado nombre de Tristán (y esto sí que era “de a de veras”). Es que, ¿a quién se le ocurre llamar a alguien de Torcuato, Tancredo o Tristán? Nunca conocí a este Tristán, pero pronto aprendí –y del modo menos pensado– que no solo que era un gran futbolista, sino que había contraído nupcias con una beldad que alguna vez fungió de compañera de trabajo y, por lo que sé, de amiga íntima e incondicional de mi recordado hermano Adrián.

 

Algo de mohíno, infausto y lúgubre había en ese nombre. Y es que ¿qué palabras pueden serle más cercanas que triste o tristón? Sucede que, ya bisoño comandante, y esta vez volando el Boeing 707 para Ecuatoriana, me encargaron mis colegas que les representara en nuestra organización gremial y me cupo visitar una entidad que estaba encargada de efectuar el cálculo actuarial que financiaría el retiro de los aviadores. Ahí, en la antesala del director general, reconocí, convertida ya en su asistente, y quizá una década más tarde, a quien había sido confidente inseparable de ese querido hermano que se había ido en un vuelo sin retorno…

 

De inmediato, ella me coordinó una cita con el matemático que me asesoraría a sustentar mejor el correspondiente pedido al titular administrativo. Era un funcionario de alto nivel pero esta misma mañana no he atinado a recordar su nombre. Entonces, para lograrlo, he tenido que usar el método memorioso que aprendí de uno de mis mejores maestros, método sencillo que solo sigue la rigurosa secuencia del alfabeto...

 

Hay al menos tres aspectos relevantes en el Tristram Shandy: el uso recurrente de la disquisición: anécdotas que se alejan del aparente itinerario, y que son anticipadas por el propio autor, a manera de advertencias de lo que va dejando inconcluso. Otro asunto que entretiene, y además sorprende, es la continua referencia a personajes y episodios que están ahí para dejarnos saborear la colosal erudición de Sterne, lo cual no deja duda de que el escritor no solo fue un hombre enterado y culto sino poseedor de una clara postura frente a las circunstancias de su tiempo. Un tercero es su renuente malicia sexual o picardía erótica (sicalipsis” es como le llaman), asunto que a veces nos toma desprevenidos y surge cual néctar seductor que brota de un fruto profusamente sembrado: el taimado doble sentido.


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