12 agosto 2025

Ni oruga, ni mariposa...

Ya había terminado la escuela cuando volé en avión por primera vez; fue una experiencia distinta aunque fascinante. Había ese olor metálico característico que solo tienen los aviones; el paisaje era inédito: se volaba entre, o sobre, las nubes que exacerban esa sensación de fugaz velocidad; la naturaleza adquiría un inesperado color azulado. Todo, sin considerar el clásico rugido de los motores, la inestabilidad producida por la meteorología o la presión en los oídos… Un primer tramo me llevó de Quito a Pastaza y, dos días más tarde, al campamento militar de Tiputini (junto al río Napo y cerca de la frontera). Nunca imaginé que la selva pudiera ser tan tupida e inabarcable. La cabina de pilotos y su indescifrable parafernalia podían ser vistas por los inquietos pasajeros. Lo más seguro es que se hubiera utilizado un Douglas DC-3 (o C-47, su designación militar) que albergaba tan solo 34 asientos.

Algo pudo haberme extrañado: identificaban a los pilotos con el mismo término de capitán, sin tomar en cuenta su función, pues uno actuaba como primer piloto y el otro como copiloto. Esa forma de llamarlos me llevó a una primera confusión: pude haberla relacionado con los rangos en la vida militar. Tal vez tardé en reconocer que a todos los aviadores los llamaban así en razón de su oficio y que aquello no definía una jerarquía: era tan solo una forma de distinguirlos. Había allí, en la plataforma, un par de pequeñas aeronaves; y a sus pilotos también los llamaban del mismo modo: era como si en una clínica llamaran doctores a todos sus profesionales; pudo esto haberme parecido pretencioso y ridículo: era como si estos nóveles aviadores hubieran exhibido insignias y charreteras de cuatro barras en las prendas de sus uniformes…

 

Pronto resolvería que no había nada nuevo bajo el sol: que había otros asuntos, costumbres y protocolos que la aviación comercial había heredado de la militar, de igual forma que esta, lo habría hecho antes de la fuerza naval… y también, que aunque no siempre hubo ejércitos, ya debieron haber existido tales designaciones, aun antes de que existieran los primeros grupos armados regulares. En esos días, palabras como Captain (capitán), commander (comandante) o skipper (jefe o patrón) tenían ya un carácter –y un reconocimiento– bastante generalizado.

 

Hubo un tiempo en que existieron dos jefes en algunos barcos (los balleneros, por ejemplo): el capitán, encargado de la navegación y el mando; y otro oficial, el speksnijder (neerlandés) o speckschneider (alemán): un “arponero jefe”, que no siempre congeniaba con el primero. Esto fue revisado para evitar conflictos y designar un solo responsable. Y, así lo establecieron los códigos aeronáuticos: “El comandante, máxima autoridad de a bordo, tendrá poder disciplinario sobre la tripulación, poder de autoridad sobre los pasajeros y potestad sobre la aeronave y carga que transporta”.

 

A pesar de ese romanticismo que rodea a la delicada profesión del piloto y de esa suerte de confiado desafío con que ejercita su oficio, al aviador no se le reconoce un título académico. Es como si solo fuera el operador de una máquina (ocupación sin poesía ni prestigio), lo cual no le otorga un título como sí acontece con las profesiones liberales. En efecto, a pesar de su exigente entrenamiento, su experiencia y sus bien ganadas calificaciones, el piloto carece todavía de un sistema de validación académica que le conceda reconocimiento público; con ello pudiera proporcionar asesorías, colaborar en la docencia o desempeñar muchas otras funciones…

 

Próximo a mi retiro, procuré conseguir información en algunas universidades europeas: fue sorpresivo conocer que aquellas entidades reconocían créditos no solo por las habilitaciones técnicas sino también por la experiencia laboral. Un comandante de aerolínea bien pudiera optar por una licenciatura (BA o Bachelor of Arts) con solo dos años de estudio, esto pudiese resultar muy interesante porque, si no estoy mal informado, existen múltiples ocupaciones y actividades que no se pueden ejercer si no se dispone de un título refrendado académicamente.

 

Se me ocurre que pudiera ser aconsejable que nuestras organizaciones gremiales consigan auspicio de la autoridad aeronáutica y consulten al SENECIT respecto a la posibilidad de optar por una homologación universitaria; esto pudiera requerir de una categorización de los postulantes sobre la base de experiencia y logros profesionales. El propósito, en forma concreta, sería obtener una equivalencia académica estratificada con base a merecimientos. Menciono un ejemplo: 1.–  Piloto: aviador con licencia comercial y habilitación de instrumentos; 2.–  Capitán: piloto comercial con licencia de vuelo en aerolínea (ATP); 3.–  Comandante: capitán calificado para volar aviones con una capacidad mínima de pasajeros y un mínimo de horas de vuelo.


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