18 septiembre 2010

Arriba, la música…

Tienen las palabras, su propio e intrínseco contrapeso. Son los llamados espacios que, generados por los puntos y las comas, aclaran y otorgan sentido, y crean esa música que se consigue con la combinación de las palabras con esas mínimas cuotas de silencio. Sin estos espacios no podríamos disfrutar del embrujo cautivante de los sonidos. Todo sería desorden y anarquía; no podríamos apreciar ni el ritmo, ni la melodía. Imposible sería saborear esa magia fascinante que, quizás con esa intención, alguien llamó “los sonidos del silencio”.

Sin embargo, por motivos personales, que me obligan a ser muy discreto y comedido, yo mismo me he convertido, en cierto modo, en un especialista en leer cartas y recados que carecen de estos maravillosos e indispensables símbolos. He caído de vez en cuando, por lo mismo, en ese terreno cenagoso de la ambigüedad al malinterpretar el justo sentido; persuadido como he estado, de haber logrado desarrollar aquella riesgosa condición, que consigue el lenguaje sibilino de la adivinación, aquella de los sobreentendidos superpuestos…

Han sido necesarios dos párrafos, hasta aquí, para justificar la coma intermedia del titulo de esta entrada; sí, porque la intención no es, en esta ocasión, la de hacer un elogio de la música; ni siquiera la de convocar al frenesí voluptuoso de celebrar el arte de mezclar los ruidos. No, no es mi intención hacer una apología de la melodía y del ritmo (como sería el emitir un: Arriba la música!). Solamente quisiera referirme a lo que pasa con las canciones cuando se la escucha en el más amplio y excelso de los escenarios, en esa bóveda celeste, nublada o estrellada; mientras uno tiene el privilegio de estar ahí arriba en el cielo…

Al intentar esta explicación me viene al recuerdo un supuesto episodio convertido en anécdota, caricatura y moraleja. Trátase de la distorsión que habría producido una equivocada puntuación en el dictado efectuado por un abnegado maestro de escuela. El discípulo había copiado la frase con cadencia equivocada; y el resultante sentido absurdo se había exacerbado con los errores de su singular ortografía. El alumno había escrito: “Comía como bestia, dormía sobre una vieja, esta era la vida de San Francisco”; cambiando así el sentido original del párrafo inicial de un poema. “Comía como vestía, dormía sobre una vieja estera… La vida de San Francisco!”, habría sido la frase que en realidad había querido dictar el frustrado como sorprendido maestro…

Pero… lo que quiero realmente contar es: cómo se siente la música ahí arriba, en mi medio, en el elemento de mi aérea actividad; cuando se disfruta de los sonidos y del embrujo que suelen tener las melodías cuando uno está volando, cuando se está ahí arriba, suspendido en el aire y cerca del firmamento. Para hacerlo, debo contar primero con la generosa magnanimidad y la anticipada absolución del lector; porque, bien visto, hay una cierta cuota de travesura culposa de mi parte, si no de irresponsabilidad, en los episodios que ahora cuento…

Debo comentar primero que han sido numerosos los músicos y cantantes de cierta fama que han tenido que volar conmigo. Camilo Sesto, Rocío Jurado, Raúl Vale, Miguel Gallardo, Leonardo Favio, Lupita D’alessio, Raúl di Blasio, son algunos de los artistas que yo he tenido la oportunidad de contar entre mis pasajeros. Con muchos de ellos, sólo tuve el breve intercambio de un gesto de cortesía; pero otros, unos pocos, entraron inclusive a la cabina a compartir con mi tripulación las incidencias del vuelo, sólo para… terminar cantando con nosotros, convirtiendo así la cabina de mando en una sala de concierto!

Dos fueron mis personajes preferidos. Recuerdo al primero por su humildad, por su carisma y por su gracia natural; porque las canciones de su corto repertorio, llegaban al alma y llegaban con fuerza. “Daban diciendo” como dicen en mi tierra. Llevo en mi memoria, al segundo, por su catadura de asceta, por su paz interior, por su actitud filosófica y su humana sabiduría; porque, además, me dejó un pequeño recuerdo cuyo mensaje escrito constituye un testimonio inolvidable.

Volábamos, con el primero, sobre Los Andes; abajo quedaron los sorprendentes riscos que separan Chile y Argentina; habíamos cruzado Curicó; el sol caía ya a nuestras espaldas mientras sombras gigantescas se desparramaban sobre el lomo de las estribaciones orientales de la cordillera. Era casi la hora del crepúsculo vespertino, cuando Miguel Gallardo, en medio de nuestra cabina de mando, se puso a cantar la melodía emblemática de mis primeras travesuras: “Hoy tengo ganas de ti”. Lo que siguió, habría de entrar en el delicioso reino de la anécdota y del recuerdo inolvidable; pues el flamante dúo Gallardo-Vizcaíno, continuó deleitando a la audiencia con canciones como “Yo fui el segundo en tu vida” y “Deja de llorar por mi”. Fue necesario entonces apagar las luces de la cabina, cuando accedimos a entregar la melodía que hacia falta: “Y apago la luz”!

Con el segundo hicimos amistad espontánea y automática. Parecía un muchacho con juguete nuevo; no tuvo empacho en confesar su fascinación por la aviación y estos bichitos poderosos y sorprendentes que son los aviones. Se sentó en medio del puente de mando, en una butaca asignada para el tercer tripulante. El no cantó nada esa mañana, porque su oficio no era el de entonar melodías, era el de aplastar con enorme maestría y delicada destreza las teclas de un piano, para expresar sentimientos de tristeza o de alegría; para llenar de dicha o para hacer llorar, con el solo desplazamiento asombroso de sus geniales dedos.

Se llamaba Raúl di Blasio. Me hizo una comparación inolvidable ese mediodía, insinuando que la música desde su piano, era lo mismo que para mí, desde el avión, la magia irremplazable de volar… Conservo de él todavía el obsequio de una grabación suya, con un mensaje escrito con letras de su puño y letra. Son palabras escritas con agilidad sobre la carátula. Por eso es que a veces digo “Arriba, arriba la música!”, sobre todo cuando, como hoy, recuerdo cómo es ahí arriba la música! Cuando uno, ahí arriba en el cielo, se siente humano y, de pura alegría o sentimiento, tararea algo y también acaba por ponerse a cantar!

Sydney, 18 de Septiembre de 2010
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