13 septiembre 2010

La asfixiada paloma de la paz

Nadie debería olvidarse ya nunca jamás! Es que, quién estaría en condición de hacerlo? Esas insólitas horas de aquella mañana de Septiembre en Nueva York nos dejaron, a más de atónitos, confundidos entre la incredulidad y el desasosiego; desorientados entre la depresión y la rebeldía! Pensar que todo esto sucedía al socaire de unas creencias religiosas. Se asesinaba con crueldad, y sin piedad, en nombre de un Dios que ellos imaginaron revanchista y perverso. Se destruían cientos, miles de vidas en nombre de Dios; y, también, quién sabe, en nombre del inaceptable concepto que ciertos seres parecían tener de la paz.

Me pregunto: puede buscarse la paz provocando una hoguera de esa magnitud? Se puede quizás aspirar a la tolerancia ajena provocando ese infernal momento? Creo que nadie imaginó que algo tan dantesco y sorprendente podía pasar en medio de un momento de aparente calma y conciliación en nuestra historia; en una etapa inédita de transigencia y solidaridad entre los hombres. El muro de Berlín había caído; se había proclamado la fuerza insostenible de la Perestroika; se había disuelto la Unión Soviética; China había accedido a los tradicionales mercados internacionales; parecía avizorarse una nueva etapa para el mundo; un albor auspicioso parecía llegar para toda la humanidad.

He vuelto a repasar con pena, pavor y repugnancia un documental que revisa esos interminables y tristísimos momentos. Alrededor de dos horas transcurren desde que sucede el primero de los impactos en una de las Torres Gemelas, hasta que se produce el sorprendente como catastrófico desplome de la segunda de esas estructuras. No recuerdo haber presenciado, gracias a ese instrumento mágico y prodigioso que es la televisión, nada tan cruel y despreciable. Uno se pregunta, cómo pueden seres humanos, como nosotros, ser capaces de algo tan horrendo y execrable?

Ver esas torres sacudidas, una tras otra, por los inesperados impactos, envueltas en el humo y las llamas que nadie fue capaz de controlar y extinguir; escuchar tantas conversaciones de personas atrapadas y desesperadas; observar a tantas y tantas criaturas que se vieron forzadas a lanzarse al vacío, como único medio para evitar el ser consumidas por esas pavorosas y gigantescas llamas, sólo puede crear un doloroso sentimiento de incredulidad y de rechazo. Nadie puede concebir cómo una acción así de perversa pudo subestimar la condición individual de todos esos seres humanos y acabar con tantas inocentes vidas.

Mientras esto sucedía, yo llegaba esa noche a Singapur en un vuelo procedente de Jakarta. Pude observar por televisión toda esa gente apostada en la vecindad de los edificios, que con ansiedad esperaba que no estuvieran allí, o que se pudieran salvar, sus atrapados seres queridos. Nadie quizás pensó en que esas formidables estructuras podrían ceder a su propio peso; y que terminarían por colapsar y derrumbarse. Lo que siguió, fueron esas nubes gigantescas de humo y polvo, que oscurecieron el área aledaña y que ensombrecieron para siempre el sentido de fe que uno pudiera tener en la a veces mal llamada “humanidad”.

Yo no sé que había venido primero; si una política internacional contradictoria y de doble discurso; o, quizás, una serie de muestras aisladas de intolerancia, aversión y antipatía hacia el pueblo americano. Lo cierto es que nadie esperó una acción tan aviesa y malévola donde, a más de la sorpresa, se utilizaban por primera vez conceptos nuevos en las acciones terroristas; se usaban recursos inéditos, de sofisticada preparación y tecnología. Quién podía haberse imaginado que se utilizarían aviones de pasajeros en calidad de misiles? Quién podía haber anticipado que un grupo suicida de activistas sanguinarios se hubiera estado preparando, con los más sorprendentes y avanzados medios con que cuenta el entrenamiento aeronáutico, para dar este zarpazo macabro y despreciable?

Como aviador, no encuentro explicación para cómo pudo un grupo de individuos, con escasos recursos técnicos, someter a la tripulación de esas aeronaves en vuelo, no se diga a sus casi doscientos pasajeros; tomar luego el mando de un avión del que ellos tenían limitados conocimientos para su operación especializada; alterar el rumbo previsto, planificar y ejecutar la reordenación de la navegación que era necesaria; apuntar a los destinos escogidos; y entonces, descender hacia sus objetivos y alcanzarlos en forma exacta y sorprendente; llevando a cabo así, una de las más infames misiones que se recuerde, donde sólo la demencia y la maldad hubieran estado en condiciones de hacerlo en tales circunstancias…

Los verdaderos culpables, los maquinadores de esta indescriptible atrocidad, aquellos que prepararon esta tragedia sin nombre, siguen todavía escondidos. Lo lamentable, es que al parecer no han satisfecho todavía su odio, la fuerza animal y primaria de sus instintos. Es probable también que no hayan cesado tampoco de planear una nueva inmolación, aún más perversa que la cometida.

En una vereda, esa mañana, junto a los calcinados y polvorientos escombros de las torres derrumbadas, deambulaba una pequeña paloma que lucia asfixiada y confundida. Caminaba tambaleándose, no podía volar; tampoco llevaba en su pico una ramita de olivo. No podía ser otra que la moribunda paloma de la paz…

Amsterdam, 13 de Septiembre de 2010
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