12 septiembre 2010

Y le decían Juancho…

He vuelto a conversar con quien fuera su esposa en estos días. No fuimos, con él, lo que se dice “íntimos amigos”; pero creo que, de esos pocos que han sido mis buenos amigos, él era uno de los que recuerdo con más simpatía y afecto. Se fue pronto, demasiado pronto, y nos fue dejando con su despedida una sensación de vacío, de afecto que no había sido, que no pudo ser, reciprocado y retribuido. Solía tratarnos a sus amigos de “longos’ y de “indios”. Con tal gracia y simpatía, que esos aparentes insultos sociales, en su boca, sonaban a halago, a agradable muestra de afecto. Porque si él no nos había llamado de “indios” era, simplemente, que no habíamos alcanzado a ser uno de sus amigos preferidos.

Lo recuerdo con frecuencia. No puedo olvidarme de su apostura risueña, de su lucha perseverante contra ese cáncer implacable que le acosó tan temprano, que fue minando su alegría de vivir, su naturaleza amigable, su permanente sonrisa. Había heredado de su padre, la facilidad para el coloquio franco; para el estímulo sincero, la sonrisa amigable, la sana confidencia. Y… cuando mejor nos hubiera sentado el disfrute de esta amistad recíproca, la salud suya se fue deteriorando y la caída de la noche se hizo inevitable, como inevitable ya fue su inapelable adiós, el crepúsculo sombrío de su prematura despedida.

Guardo en mi vida una serie de arrepentimientos. Sí! Porque no puedo compartir la declaración que hacen tantos cándidos e ingenuos que dicen que no tienen arrepentimientos en la vida! Sucede que, talvez yo no albergue remordimientos, pero, ya pasado el tiempo, siento que hay muchas cosas que me hubiese gustado que transcurriesen, que hubiesen acontecido de diferente manera. Es que, hay tantas mentiras que quizás fueron innecesarias! Tantas reacciones que se excedieron de tono y se marcaron por la sensibilidad o la porfía! Tantas declaraciones justas o injustas, que al final sólo lograron lastimar con su rebeldía! Que muchas veces medito en cuál pudo haber sido el distinto u opuesto desenlace de tantos episodios que los hubiera preferido diferentes en mi vida…

Y eso es lo que siento de esa lejana tarde de su inolvidable despedida. Porque siempre habré de creer que esa tarde faltó el adiós de parte de uno de sus amigos. De uno de aquellos que con su ejemplo habíamos aprendido a ser mejores, a revalorizar la palabra amigo, a dar más sentido a nuestras vidas. Y me pregunto y me cuestiono porqué fue que no lo hice; porqué no me enfrenté a mis inseguridades y a mis temores para decirle mi canto de despedida, haciendo una apología de esa amistad que él nos había regalado con su vida misma. Porqué no hice reverencia a la oportunidad que él nos había dado de sentir el raro orgullo de contar con su preferencia.

Corriendo el riesgo de que se hubiese cuestionado mi representatividad; y aún la circunstancia de que otros eran, o habían sido, sus más cercanos amigos, siento que esa tarde debí haber entregado mi mensaje y mi testimonio; porque hay adioses que deben estar acompañados del homenaje; porque en casos como ese, poca reverencia hace la condición injusta del silencio.

Esa tarde quise decir lo que hoy caigo en cuenta que todavía siento. Que él se iba dejándonos su ejemplo; que él nos iba a hacer mucha falta; que nos dejaba con un penoso sentimiento de orfandad; que iba a ser muy difícil emular su sentido de la amistad; que iba a ser tarea poco alcanzable el imitar su vivencial precepto. Hay pocas personas que he conocido en la vida que pueda decir que superan ese sentido único que él tenía para entregar afecto y para manifestar su bondad. Me corrijo: no he conocido a nadie más; y me temo que ya no lo voy a encontrar!

Hay personas que logran confundir los atributos de la discreción y la simpatía. Estar con ellos representa un delicado privilegio: infunden confianza, alegran con su presencia, estimulan con sus gestos de confidencia y fraternidad. Juan Carlos Gómez representaba todo eso; su alma era un crisol para fundir los afectos, era un mortero para mezclar la alegría y la bondad. Su presencia fue un don que se tornó en elusivo, al ser marcada por la más triste de las improntas: su injusta temporalidad.

A veces voy al club en donde el animó a tantos con su espontánea generosidad, con su jovialidad y con su emblemática sonrisa; porque él se entregaba a todos sin reservas ni reticencias. La suya era una actitud que se identificaba con el más profundo de los altruismos. Como tal, Juancho fue y seguirá siendo un fortificante símbolo. Y, más que el emblema de su inconfundible prosapia, nos dejará siempre su estímulo incomparable. El estímulo aleccionador de esa raza de hombres nobilísimos que con su presencia irradian paz, amor y bondad.

Así es como siento, esta misma tarde, que Juancho no se ha ido todavía; que se ha quedado a vivir con nosotros y que ya nunca, nunca más se irá!

Amsterdam, 12 de Septiembre de 2010
Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario