26 septiembre 2010

San Blas, circa 1960

Casi nada queda ya de ese emblemático triangulo; es hoy como si el rincón hubiese sido barrido por la furia del viento, o como si un remezón telúrico hubiese obliterado para siempre su original y antiguo trazo. Quizás sólo queda la iglesia que, con el nombre de un santo poco conocido, regaló el apellido a la parroquia y a la plaza; y que se quedó allí recluida para siempre. Es todo lo que ha quedado del entorno de un lugar que hasta hace sólo cincuenta años, fue algo así como el limite donde terminaba la parte mas “antigua” de la urbe. Queda todavía el “Calé de Queso”, un poco conspicuo y medio angulado edificio que antes resaltaba y evidenciaba su forma, por la presencia preponderante de la Biblioteca Nacional.

Hay quiteños que vivieron de niños en La Loma, San Roque o San Marcos; que saben donde quedaba La Guaragua, el Puente de los Gallinazos o la Quebrada de Jerusalén. Yo viví gran parte de mi infancia entre lo que antes era sólo una capilla que aspiraba a convertirse en Basílica y la pequeña plaza de San Blas. La casa que arrendaba mi abuela estaba ubicada en la calle Caldas; una cuesta que ascendía hacia Cruz Loma con el recorrido de un par de cortas cuadras. Puedo decir, por lo mismo, que yo crecí de niño en el muy quiteño barrio de San Blas.

El lado oriental de la plaza estaba marcado por la presencia de un modesto edificio municipal de una planta, dentro del cual funcionaba un negocio informal, que con el nombre de Mercado Barato, daba acogida y carta de ciudadanía a la mayoría de los objetos “tomados prestados” por los ladrones de la ciudad. Junto a su entrada se ubicaba uno de los pocos “servicios higiénicos” con que contaba en ese entonces Quito, cuyos habitantes parece que desarrollaron así la rara habilidad de contenerse, pues los “servicios” no eran tan “higiénicos” que se diga, y el papel que se proporcionaba, era periódico cortado, cuyos diminutos pedazos los vendían en el exorbitante precio de un real…

En la entrada al mercado, había un expendio de “frescos”, jugos y batidos de fruta enfriados con hielo. Nada superaba esos inolvidables preparados de mora o de naranjilla, que se vendían en el húmedo acceso a este mercado de vejestorios, que era el curioso y estrecho mercado de cosas usadas. La gente lo conocía como de “Las Traperas”; o, si se quiere, como “Lastra”, que es así como los chuscos citadinos habían bautizado, con el ingenio de su picardía, a este extravagante comercio de la capital. Allá fueron a parar todos los textos que se me robaban en la escuela. Allí había repuesto para componer cualquier aparato estropeado o destruido, ahí había remplazo y medicina para reponer todo lo perdido y para dar temporal solución a cualquier perentoria necesidad.

En el lado sur de la plaza, junto al edificio de la desaparecida biblioteca, había una serie de negocios pequeños, en los que se expendía todo tipo de implementos y chucherías. Eran locales similares, que se complementaban y competían; hoy obedecerían al justificado titulo de tiendas de bazar. Ahí acudíamos a comprar trompos, canicas y bodoqueras; allí se encontraban caretas, cometas o tijeras; ahí se hallaban pilas, imperdibles y botones; en fin, todo aquello que las tiendas no vendían, ya que el abastecimiento alimenticio era toda su especialidad. Frente a estos bazares se ubicaba, asimismo, una de las pocas cooperativas de “autos de alquiler” con que contaba la ciudad. Por esos días, se podía ya pedir un taxi por vía telefónica; pero era preferible ir personalmente a negociar el precio de "la carrera" para desplazarse a otro lugar.

Era en la esquina de la Carrera Guayaquil con la Caldas, que se formaba el nudo de transito más inconveniente que sufría por esos años la ciudad. Desde esa esquina, la Guayaquil se prolongaba hacia su extinción, pues sólo una cuadra más arriba, se bifurcaba y se convertía en dos avenidas que se alejaban hacia el norte, la parte moderna de la ciudad. Pero fue principalmente en el lado de levante de esa misma cuadra, que existía la mayoría de los oficios y negocios que le hacían tan conveniente al hecho de morar en ese barrio; porque, a excepción del correo y de un banco, se puede decir que de todo y para todo existía, a mediados del siglo pasado, en esta zona de la capital.

Fue en esa calle donde se engalanaban los mejores balcones en tardes de “corso”. Porque desde ahí fue que empezaba el festivo desfile de los carros alegóricos, cuando se exhibía el ingenio y la creatividad del quiteño; y donde las “agraciadas damitas” hacían gala de sus encantos, si no de su donaire y de su bondad. Fue, el corso, pregón y parte consustancial de las festividades quiteñas en esos años; un símbolo que fue más tarde perdiendo vigencia y popularidad.

Este es parte de mi notariado testimonio. Doy fe, por lo mismo, que soy buen quiteño y que viví “de guambra” en una calle corta y empinada. Confieso que mi infancia transcurrió a tiro de piedra de esa cambiada plaza, que ahora sólo conserva su antiguo nombre. Sí, yo también crecí en el barrio de San Blas!

Amsterdam, 26 de Septiembre de 2010
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