25 septiembre 2014

El rigor de las premisas

Un suceso inesperado, probablemente un evento colegial de orden deportivo, tuvo la nunca bienvenida circunstancia de alterar mi acostumbrada ruta a casa el otro día. Y, mientras lidiaba con la impaciencia que provocan esos trancones, tropecé de golpe con un graffiti que alguna mano anónima había borroneado en la pared de una estrecha calleja en el barrio de La Vicentina. “Si no aprecias lo que tienes -decía su abreviado texto -, pronto perderás lo que necesitas”… A veces en la vida, una sola frase de apariencia inocua, o quizá la repentina despedida de alguien a quien hemos conocido, nos puede poner frente a la revisión de nuestros códigos de conducta; o -lo que más importa- puede provocar un urgente replanteo de nuestros paradigmas…

Hago estas inopinadas y repentinas reflexiones mientras leo un grueso libro que me había recomendado en Seattle el dependiente de una librería. “Si está interesado en la lectura de Orwell -me dijo- debería interesarse en el “Atlas Shrugged” de Ayn Rand. Debo confesar que renuncié al impulso de comprar la obra -Ayn Rand fue una novelista rusa que había vivido gran parte de su vida en los Estados Unidos- más bien por un motivo impregnado de futilidad: el Atlas es un libro enorme, difícil de manipular. Tiene más de mil seiscientas páginas! Me atrajo, sin embargo, aquel curioso adjetivo (shrugged), el mismo que no puede traducirse literalmente porque, aunque contiene un significado, no tiene una total equivalencia en nuestro idioma.

Este “to shrugg” es efectivamente un verbo sin correspondencia en el castellano. Consiste en esa casi involuntaria acción de subir o contraer nuestros hombros para manifestar desinterés, apatía o indiferencia. Un “Atlas, encogido de hombros” no hubiera calzado comercialmente; por eso, comprendo la decisión editorial de haber convenido con aquel título por el que habría optado: “La Rebelión de Atlas”. Dice su prólogo que en una supuesta encuesta que se habría realizado, los lectores habrían determinado que es el libro que más les habría influenciado, después de la Biblia.

Atlas promueve la premisa de que el ser humano es un fin en sí mismo, que jamás puede convertirse en un medio para satisfacer los fines ajenos, y que no hay nada que justifique la propia inmolación. “No hay nada importante en la vida -dice un personaje- excepto el modo en que se cumple la propia tarea. Nada. Tan sólo eso. Todo cuanto seas procede de ahí. Es la vieja medida del valor humano". No extraña que la autora proclame, más tarde, variadas reflexiones: "Solo existe una forma de depravación humana: el hombre que carece de propósito". O: “No existe un trabajo despreciable, tan solo hombres despreciables a quienes no importa su tarea”.

Transcurrido el primer tercio del texto, Rand hace una formidable apología de ese valor hoy vilipendiado en el mundo: el factor dinero. Su diatriba procura reprochar aquel reclamo de que éste es la causa de los males de la humanidad. Su discurso nos obliga a revisar nuestros pretendidos silogismos. Sus meditaciones nos constriñen a cuestionar nuestras conclusiones. Muchas veces tendremos que admitir que si estas estuvieron equivocadas fue porque las premisas que usamos también eran falsas.

Atlas en la mitología es aquel personaje sacrificado que, exhibiendo la agonía de su sufrimiento, carga sobre sus hombros el inaudito peso de la esfera celeste (hoy se ha distorsionado aquella imagen y se le ha hecho que cargue el globo terráqueo). Por eso la autora rechaza que unos “solo tengan que dar y otros que recibir, que uno sea el que tenga que producir para que los demás solo tengan que consumir”. Esto quizá implique un replanteo de nuestros códigos morales… Un cambio de paradigma!

Hay una pregunta recurrente en la trama de la obra: “¿Quién es John Galt?”. Especie de ambiguo perífrasis que reemplaza a un: “¿Y, a quién le importa?”. La respuesta llega casi inadvertida y golpea como si fuese un desdeñoso reproche: “John Galt es un Prometeo que cambió de actitud: luego de siglos de ser picoteado por los buitres, en castigo por haber dado al hombre el fuego de los dioses, rompió sus cadenas y retiró su fuego… hasta que los hombres por fin se llevaron a sus buitres”…

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