18 septiembre 2014

Un domingo en el vagón

Cumplir el trayecto entre el norte de Quito y la estación de Chimbacalle, durante las tempranas horas de un día de fin de semana, puede convertirse en una breve travesía. No bien se cubre el tránsito de la Vía Oriental, se toma un enlace que bordea la quebrada del río Machángara y se llega a la avenida P. V. Maldonado. Luego de una discreta cuesta, se llega al remodelado y bien mantenido edificio de los Ferrocarriles del Estado. Es un corto viaje que no toma más de diez minutos.

He vuelto a “la estación” medio siglo después. No puedo alejar de mi memoria las veces que venía acompañando a mi padre que, ante la falta imprevista de uno de sus conductores, debía tomarles la posta para satisfacer sus compromisos logísticos. Gestionaba él una pequeña compañía que transportaba varillas de acero desde allí hasta el centro de la urbe. Hoy el edificio luce limpio y bien cuidado; me recuerda a las estaciones españolas. Aprecio los esfuerzos que, en el área del turismo, han realizado las diversas iniciativas públicas.

Nos han convocado en forma muy temprana para realizar un abreviado paseo. El ferrocarril ha de iniciar su periplo desde ese lugar hacia la estación de Boliche, situada en el nudo de Tiopullo -en el límite más meridional de la provincia-. La circunstancia de efectuar un pequeño paseo en tren y compartir el itinerario con inéditos compañeros de viaje, hasta entonces desconocidos, crea un sentido de evidente como curiosa expectativa. Luego de los saludos iniciales y la toma de fotografías, se inicia el perezoso desplazamiento.

Iniciado el fragoso recorrido, la guía inicia sus explicaciones y relatos. Se trata de informaciones relacionadas con la historia del ferrocarril y la narración de datos anecdóticos que se suman a la descripción del paisaje. Este se refleja en una inesperada perspectiva. Eso de sentirse transportado en un medio que ya no es de uso corriente, crea un inevitable sentimiento de nostalgia, crea la conciencia de esa diferencia que existe entre el tiempo que ha creado la cronología y ese subjetivo valor que para cada uno produce la existencia. No se puede escapar a esa olvidada sensación que nos daban las montañas al parecer que retrocedían.

El panorama poco a poco va tornándose más rural. Es un peregrinaje a través de un conjunto de cumbres que se yerguen altivas y majestuosas. Así, se pasa revista a montañas que han dado margen a una diversidad de leyendas. Debido al nublado clima, aún no ha querido asomarse el retraído Cotopaxi. Mientras se disfruta del paisaje, uno no puede menos que apreciar la labor que en beneficio del turismo ha producido el esfuerzo de las instituciones. Una infrecuente nota no deja de sorprendernos: la ausencia casi total de turistas extranjeros.

El vehículo se detiene en las estaciones de Tambillo y de Machachi. Estas interrupciones se producen con orden y están alegradas con la presencia de grupos folclóricos. Surge la impresión que ellas tienen un carácter mingitorio, pues pronto se advierte que los vagones carecen de letrinas. Hacia esta parte del trayecto ya se han producido incipientes y animados reconocimientos y se han hecho inesperadas amistades. Los pasajeros han sido invitados a compartir sus personales anécdotas y a comentar acerca de sus pasadas experiencias.

Luego de un dilatado trayecto a través del pueblito de Chaupi, el sinuoso trajinar concluye en el esperado destino. Reina allí un tipo de vegetación diferente, donde prevalecen las coníferas, la floresta de altura y el pajonal. La estación se ubica a pocos metros de una vieja estación de rastreo satelital. Me recuerda las múltiples ocasiones que atravesé ese páramo en mis olvidados tiempos de copiloto de un parsimonioso C-47, luego de que, avistado el puente de Jambelí, se continuaba la travesía de ese paso hacia Latacunga con un rumbo de ciento ochenta grados…

El viaje de retorno se efectúa en un bus de turismo. El billete incluye un sabroso yantar en una amigable y bien dispuesta hostería ubicada en Aloasí. Una vez terminado el almuerzo, los viajeros son invitados a recorrer una de las granjas más diversas que jamás hayan podido visitar en su vida. Se destaca su cicerone, un aldeano locuaz en quien se funden, en raro y delicioso maridaje, la gracia del sentido común y la fuerza de la sabiduría. Su nombre es Ludovico, mezcla de prestidigitador, maestro de escuela y nigromante dotado de lozana picardía.

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