02 septiembre 2014

La felicidad, jajá, jajá

Aquel martes de diciembre uno de mis hijos, que a la sazón cursaba su primer año de colegio, vino a decirme que -como ya se acercaba su cumpleaños- quería irse al cine el sábado siguiente con todos sus amigos. Llegado el viernes, vino a recordarme de lo que para él ya se había convertido en una promesa; quería asegurarse que le iba a ayudar a satisfacer su ilusión, ya que yo mismo estaba ocupado, ese mismo día, en preparar una parrillada, ese preciso fin de semana, para mis propios amigos.

Al día siguiente, y mientras disfrutábamos del entretenido coloquio, el muchacho vino a despedirse, porque ya debía salir para la anunciada matinée y necesitaba de los requeridos fondos para financiar su presupuesto. Saqué entonces de mi cartera el dinero que juzgué sería suficiente para cubrir el importe de la película y cualquier otro antojo que pudiera presentarse en su excursión cinematográfica y sabatina. De golpe, noté en él un inesperado gesto de desilusión y de sorpresa. ¡Papi -me dijo- acaso que con esto voy a poder invitarles al cine a todos mis amigos!

La vida es así mismo, nos hacen "felices" cosas siempre distintas. No sólo que no necesariamente nos contentan asuntos y logros que en apariencia complacen a los otros, sino que muchas veces deja de ser importante o de halagarnos lo que un día nos llenó de satisfacción a nosotros mismos... Y es que, si algo caracteriza a ese valor que llaman felicidad, es justamente su carácter subjetivo. La felicidad es algo que no es susceptible de ser evaluado con estadísticas. Es imposible de cuantificar.

Es curioso, pero recuerdo que el concepto de felicidad fue un tema de conversación obligado en nuestra adolescencia. No sé, hoy mismo, si aquella forma de pretensión la ejercitábamos a objeto de asignarnos mayor importancia o fue, simplemente, nuestra primera y más inédita manera de iniciar nuestros escarceos en el recién descubierto arte de filosofar. Pero, pronto habría de comprender -o advertir- con mis condiscípulos, que eran justamente aquellos que más estaban interesados en debatir acerca del reiterativo tema, los que parecían no haber sido favorecidos por la cálida sonrisa de aquella dama elusiva y misteriosa que ellos llamaban felicidad.

Por mi parte, ya desde aquellos prematuros paliques, habría de comprender que discutir acerca del insípido asunto resultaba un tanto insulso y que, sobre todo, era muy dispar y variado el concepto o significado de lo que los demás podían entender por "felicidad". La felicidad no sólo era algo fugaz, efímero y -de nuevo- elusivo, sino que era algo tan transitorio que no merecía un nombre tan rimbombante, como si se tratase de un valor final. ¿No sería que así habían dado en llamar a unos huidizos y ligeros momentos de dicha? ¿No era eso, y no otra cosa, lo que llamaban felicidad?

Superados esos coloquios "existenciales" y ya abocados a la realidad de la vida, unos un tanto menos ingenuos hemos ido descubriendo que quizá lo que deba merecer tan ostentoso nombrecillo, no sea otra cosa que la paz interior. Ese extraño estado, en apariencia tan esquivo, que llena de plenitud y que consiste en la complacencia con la propia condición y que nos induce a una rara sensación de tranquilidad.

Por esto, me ha parecido tan presuntuoso y ridículo leer una entrevista efectuada a un funcionario público que se siente autoridad para hablarnos de un tema tan personal como es este de la felicidad. No sólo pretende darnos lecciones acerca del tema, el cándido personaje, sino que intenta convencernos que "ahora somos más felices que antes", pues en su ingenuo criterio la felicidad es susceptible de ser medida y las acciones gubernamentales son capaces de asegurarnos el "buen vivir" y darnos felicidad...

En los tiempos de mis primeras fiestas o "humoradas" juveniles, se hizo famosa una canción de Los Iracundos, que repetía el estribillo: "Felicidad, felicidad, mi mariposa que te vas"… Pronto vino la respuesta del otro lado del Río de la Plata, se trataba de otra tonada, interpretada por Palito Ortega, que a su turno proclamaba: "La felicidad, jajá, jajá, de sentir amooooor..." Empezó siendo una balada, pero pronto le pusieron ritmo de polka… Cuando uno la escuchaba era síntoma de que la fiesta había llegado a su punto de exaltación extrema. Pero también era anuncio y señal de que la farra estaba por terminar... Y, claro, todo gracias al amor!


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