12 septiembre 2014

Un tributo a la agonía

La muerte tiene sus sorpresas. Y tiene sus misterios… Y uno de esos insondables enigmas sucede aunque ella se acerque anunciada para darnos su ya inexorable manotazo; cuando se sabe que ya viene, sin ningún drama, sin atisbo de sorpresa. Es que hay veces cuando la vida se alarga demasiado y la agonía se convierte en un inaudito tormento para quien sufre y, además, para aquellos familiares que también padecen, porque también esperan… Es ahí -cuando lo irremisible se prolonga- que la vida debería ser una opción para quienes ya nada esperan…

Se ha ido mi querido tío Luis Aníbal. Algunas veces lo había mencionado en estas notas; tenía ya la admirable edad de noventa y siete años, casi una centuria! No hace mucho recuerdo haber escrito una nota en su homenaje. Cumplía entonces una cifra admirable: noventa años. Por un motivo que desconozco, los años nos van pareciendo más cortos en la medida que más envejecemos. Advierto también algo perverso y contradictorio: los sepelios de los ancianos se evidencian como mucho menos concurridos en la medida que se hacen más viejos… Qué injusto!

Su deceso fue, por lo mismo, algo que podía acaecer en cualquier momento. Hasta hace muy pocos meses se lo veía todavía bastante sano. Esto, a pesar de que en los últimos tiempos había experimentado una serie de intempestivas caídas, culpa de aquellas infames obstrucciones que en forma abusiva se han dado por instalar en las entradas de los garajes, en veredas y en esquinas, con el razonamiento de evitar que se estacionen arbitrariamente los automóviles, práctica que no sólo no se compadece con los peatones, sino que puede producir -y de hecho produce- graves como aparatosas caídas a minusválidos y ancianos.

Pocos días antes de que sucediera su tránsito, me llamó una mañana. Su voz sonaba premiosa y entrecortada. Quería recordarme una recomendación que semanas atrás me había efectuado; al menos, eso es lo que yo me imaginé: que me había llamado para recordarme una promesa. Mas, ingenuo como soy, tardé en advertir que realmente me llamaba para decirme su anticipada despedida.

Pocas semanas atrás me pidió que lo fuera a visitar. Lo encontré abatido, sombrío y desconsolado; su tortuoso quebranto, su triste y angustiosa tribulación, habían doblegado ya su ilusión por prolongar su vida. “No se te ocurrirá vivir hasta tan viejo -me dijo-, no sabes la zozobra y el martirio que es vivir así”. Me impresionó aquel concepto, la idea de que la vejez pudiese ser la respuesta a una “ocurrencia” y entonces pensé en aquel verso de la milonga de Troilo, ese que estuvo inspirado en la obra de algún escritor argentino, y que más o menos decía así: ”La muerte es una costumbre que suele ocurrírsele a la gente”…

Luis Moncayo fue un símbolo y un emblema para nuestra familia. Para muchos de sus sobrinos fue algo más que un segundo padre, no sólo fue el tío preferido, fue una suerte de héroe, fue nuestro personaje favorito. Su recuerdo será para nosotros fuente permanente de emulación, constituirá el ejemplo del hombre íntegro y cabal, el arquetipo del hombre generoso. Será por siempre un referente.

La tarde de aquella madrugada que concluyó su dilatada agonía, su viuda quiso que apreciara su gesto sereno y apacible en el lecho de su postrera despedida. No quise hacerlo, fiel -como soy- a uno de mis antiguos convencimientos. Pero no pude ya excusarme y transigí. Me extrañó que no completara su apostura aquel infaltable artilugio que habría de acompañarle durante toda su vida: esos sus espejuelos oscuros. Entonces se me ocurrió que no los utilizaba para esconder su minúsculo defecto, sino para disimular aquel candor que albergaba su corazón, esa especial magnanimidad de la que sólo era capaz la generosidad de su alma.

Un hombre tan bueno, como fue él, no puede sino merecer la paz en su sepulcro!

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