08 abril 2016

Como pez fuera del agua

No me gusta el verbo “renunciar”. Renunciar es transigir, retirarse, rendirse, ceder ante las dificultades. Es una manera conformista y negativa de aceptar que no se quiere seguir, que no se quiere continuar. Es dejarse llevar, desistir, abandonar, claudicar. Prefiero -me gusta más- decir que dimito y, si no fuera por la connotación regia que implica el verbo abdicar, usarlo me gustaría todavía mucho más. Hay algo de más digno y noble en dimitir; es una forma de rechazo, de salir por los propios fueros, de reaccionar por honor, de decir que se quiere dejar de hacer algo por un sentido de coherencia, por desacuerdo e integridad.

Algo parecido sucede en el inglés, no es lo mismo decir "I quit" que "I resign".

Muy distinto es “abdicar”, que viene del prefijo “ab” y del verbo latino "dicare" que quiere decir consagrar, destinar, dedicar. Quien abdica es alguien que reniega, que ya no acepta algo que le había estado dedicado y consagrado, y que le pertenecía, pues ya no lo quiere nunca más. Quien abdica proclama o declara que ya no le interesa algo que siente que le pertenece. De este modo, abdicar se convierte en una forma de reivindicación, en un gesto íntimo de voluntad.

Según la Wikipedia, antes se utilizaba abdicar con un sentido distinto. El derecho romano usaba este término para desposeer, para desheredar. Hoy, por el contrario, se utiliza este verbo para indicar que se renuncia al poder supremo de un estado, como cuando lo hicieron el rey Juan Carlos I de España, hace pocos años, o el papa emérito (que quiere decir que se ha jubilado pero que mantiene sus honores) Benedicto XVI, que abdicó en 2013 y que precedió al papa Francisco.

Los primeros soberanos que decidieron abdicar habrían sido el dictador Lucio Cornelio Sila, casi un siglo a.c. y, más tarde, el emperador Diocleciano, casi cuatro siglos después. Existen famosas abdicaciones en la historia, como la de Baldassare Cossa, un antipapa que fue el primero en ostentar el título que escogió más tarde Giuseppe Roncalli, el venerable y bondadoso papa Juan XXIII. No obstante, uno de los más famosos "abdicadores" debe haber sido nada menos que el emperador francés Napoleón Bonaparte, el primer soberano en abdicar más de una vez: la primera en 1814 y la segunda, un año después, luego de la derrota de Waterloo. Napoleón fue un genio militar; cuando abdicó tenía sólo cuarenta y cinco años, seis antes de su muerte. No parece, pero han pasado exactamente doscientos años desde su abdicación definitiva.

Hay quien abdicó nada menos que por amor. Sucedió pocos años antes de la Segunda Guerra Mundial; es lo que hizo el soberano británico Eduardo VIII quien renunció al trono de Inglaterra para casarse con una mujer proscrita, la divorciada Wallis Simpson. Este hombre de talante bonachón y sencillo prefirió desdeñar el trono que renunciar a la mujer que podía hacerlo feliz.

Nada vergonzante existe en dimitir. Nada de malo tiene optar por esa alternativa. Muchas veces es la única manera de poner en alto unos valores, de renovar una declaración de fe, de proclamar un sentido de honor y dignidad. Así, renunciar se convierte en un testimonio que reafirma nuestras ideas y creencias, en un acto de fe en uno mismo, en un mensaje de rebeldía y de valoración de la propia identidad. Por eso, una cosa es dimitir como un soberano; y otra, transigir ante el gesto  subrepticio y mezquino, dejarse doblegar por cualquier acto cicatero que no reconoce el propio valor personal. Así y todo, hay algo de catártico, una dulce sensación de alivio en el hecho de renunciar.

Claro que toda dimisión provoca una sensación agridulce, porque involucra un acto de alejamiento y despedida, pero es mejor distanciarse cuando se empieza a perder un indispensable sentido de identidad y pertenencia. Ello es mejor que empezar a sentirse ajeno, que empezar a sentirse como un pez fuera del agua.

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