18 abril 2016

Temblores y sacudones

No recuerdo con precisión cuál fue el primer temblor (¿terremoto?) que experimenté en mi vida. En casa se hablaba en forma ocasional de un gran movimiento sísmico que había asolado a la provincia de Tungurahua poco antes de que terminara la primera mitad del siglo pasado, sucedido meses antes de que yo naciera. En esas mismas tertulias, que dieron paso a esos comentarios, y que tanta curiosidad despertaron en quienes todavía éramos chicos, se hablaba de un pavoroso sacudón telúrico que se había producido entre Ambato y Latacunga (con algo menos de diez mil víctimas hacia finales del siglo XVII); y de otro, mucho más fuerte, que habría destruido Riobamba, cien años después (1797) con el inimaginable saldo de treinta mil muertos.

Pero los temblores que yo sentí en mi niñez y juventud fueron más bien leves e inofensivos. Creo que estos fueron de tal duración -y de fuerza tan exigua- que hizo falta siempre comprobar el consecuente movimiento pendular de los focos o de las lámparas de las habitaciones (si las había) para confirmar la respectiva sospecha. Entonces, alguien iniciaba la alarma acostumbrada, y al susurro inicial, o al grito convencido de "temblor, temblor", nos preparábamos para pronto ponernos a buen recaudo o para salir a las calles a compartir nuestras impresiones o a dar rienda suelta a nuestra contagiosa aprehensión.

El más lejano episodio que recuerdo sucedió en un viaje que hice con mis padres cuando con probabilidad no había aún cumplido los cinco años. Es posible que haya sido un movimiento de carácter más bien inocuo, porque no hay registros de que por esos años se hubiese producido un acontecimiento sísmico importante. Sin embargo, debe haber tenido la fuerza suficiente como para producir un importante deslave en la carretera que transitábamos, razón para que aquel viaje se hubiera tenido que suspender ante la imposibilidad de continuar por el mismo camino que esa noche se había interrumpido.

He sentido el efecto de dos sismos (seísmos, llaman en España a los terremotos) en el último cuarto de siglo; en ambas ocasiones me he encontrado en un edificio de vivienda de entre doce y catorce pisos. En el primer caso, me encontraba en uno de los niveles inferiores y pude apreciar, a la par que el inquietante movimiento, el ruido especial que parecían producir los cimientos del edificio con el roce y tensión que provocaban sus elementos. En el segundo caso, sucedió en un país inesperado, considerado como un lugar no caracterizado por ser proclive a la inestabilidad telúrica; sucedió, esta vez, en el piso duodécimo y nos tomó bastante tiempo llegar al nivel de la calle por la recomendación de que no debía utilizarse el elevador.

El temblor del último sábado 16 de abril, sin embargo, fue una experiencia totalmente distinta. Lo que más me sorprendió fue la duración de lo que pareció un solo movimiento (en la realidad parece que fueron algunos que se juntaron en un lapso continuo de tiempo). Este habría tomado una duración tal que hay quienes calculan que pudo haber llegado a tres minutos. Puedo comentar, sin temor a exagerar, que el movimiento de las lámparas se podía apreciar que no había cesado a pesar de que ya había pasado un buen cuarto de hora, lo cual bien pudo obedecer a que se produjeron réplicas posteriores que no fueron fáciles de detectar o discriminar.

Cuando salí al jardín, fuera de mi casa, pude comprobar cómo los árboles parecían moverse también al vaivén del temblor, a pesar de que no existía, en ese mismo instante, ninguna manifestación de viento. Contrario a lo que pude esperar, los perros no se sumaron al concierto de ladridos de barrio que es acostumbrado, sea porque parecían participar de la sorpresa y temor de quienes nos habíamos agrupado; o sea porque ellos, a su vez, se habían juntado a quienes compartían el recelo y la incertidumbre para ofrecernos un insospechado gesto de solidaridad. Qué diferente saber que hubo gente que, frente a la tragedia, asaltó supermercados, y aprovechó el dolor y angustia de los afectados para dar rienda suelta a sus nada solidarios instintos...

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