19 abril 2016

Fin de fiesta

Afuera escucho el reclamo madrugador del búho mañanero. Es su chucheo, un canto ocasional pero incesante, un sonido onomatopéyico que sugiere un mensaje agorero; es el ruido puntual que advierto en forma insistente en cada alborada. Mas nunca encuentro a su esquivo autor, nunca sé de donde procede su incierto chirrido, jamás sé dónde se ubica, en qué árbol se esconde o disimula, nunca sé dónde está el plumífero personaje.

Abandono el ventanal y regreso a mi sillón de lectura para iniciar mi exploración de prensa cotidiana; percibo las trágicas huellas que ha dejado por doquier el movimiento telúrico que sorprendió al país durante el fin de semana y resuelvo que nunca esperamos lo peor, que jamás estamos preparados para las desgracias… Así y todo, es inaudito e inaceptable el que los gobiernos no anticipen una elemental reserva para este tipo de situaciones. Nunca es bueno que la tragedia nos pille “sin que estemos confesados”, sin un fondo emergente del que se pueda echar mano, que nos permita paliar las secuelas del revés y de la adversidad. Es esta una verdad de Perogrullo, pero sí hay algo cierto (¿ley de Murphy?) y es que los ramalazos de la fortuna siempre nos machacan cuando estamos menos preparados…

Pienso entonces en la más triste de las alegorías, en aquella del final de fiesta. Me veo yo mismo como en aquella cláusula postrera cuando ya se ha terminado la música y se han retirado los invitados. Nada aparece ya como lo que con esmero y prolijidad se ordenó al principio; todo es desconcierto y anarquía, alboroto y laberinto. En esa barahúnda, asoman vasos y copas por doquier, unos vacíos, otros a medio consumir, otros como que nunca hubiesen sido empezados a saborear por sus descuidados dueños… Los improvisados ceniceros exhiben el fárrago de sus restos como si fueran el símbolo de lo que dejó la fiesta; ya nada es igual, algo ha quedado como rezago en el ambiente. Lo denuncia cierto olor…

Pero no es este contradictorio fin de fiesta el que nos obliga a meditar; es, más bien, el largo e interminable festejo, esa prolongada celebración lo que nos invita a reflexionar. Ahí está lo triste: en el derroche y en el despilfarro, en ese desenfrenado convite como que la verbena nunca hubiera tenido que terminar… Y eso es lo que nos duele y nos rebela, la percepción que deja eso que parecía un agasajo interminable, ese irrisorio convencimiento de que la feria sería inacabable, de que la farra sería interminable. Que no se diga que no existieron voces de exhortación y de advertencia, recomendaciones y sugerencias; las voces más ponderadas que existen en el país siempre salieron a proponer, de tarde en tarde, que se establezca un fondo de protección, una reserva para enfrentar las contingencias. Por ello que el aporte que ha asignado el gobierno se aprecia no solo como exiguo, sino también como ridículo.

Hay algo que insulta y ofende en el desenfreno de los festejos: es esa sensación de alarde y apariencia, de pompa y circunstancia, que viene a menudo acompañada de esa parafernalia indolente de confeti y fuegos artificiales. Es con esa omnipotencia que viene el irreflexivo e irresponsable derroche, como un acto maquinal que nunca parece que no fuera deliberado, como un gesto de desdén y desprecio ante lo que puede suceder, ante lo posible. ¿Qué nos hace actuar así?, ¿qué tipo de soberbia, o ignorancia, nos impele a provocar en forma tan altanera los caprichos del destino? Es más grave e irresponsable todavía cuando quienes dependen de nuestra prudencia y previsión son los otros, son los demás, nuestro prójimo, nuestros vecinos. En esto creo que consiste la política: en una celosa atención al presente de la gente, pero además -y por sobre todo- en una sabia y ponderada previsión por su bienestar a futuro, por su “porvenir”, por un destino auspicioso que esperamos que vendrá.

Es triste regresar a ver y comprobar que la fiesta terminó y que ya no es posible continuar con el derroche. No basta ya con el arrepentimiento, tenemos que estar dispuestos a reconocer que nos equivocamos y estar muy seguros de que aprendimos nuestra lección. La Biblia comenta el episodio de quienes no debían regresar a mirar hacia atrás, bajo condena de convertirse en estatuas de sal. Si no aprendemos como individuos y como comunidad, nunca obtendremos un provecho ni aprenderemos de nuestros insensatos errores, porque -como termina G. García Márquez sus Cien Años de Soledad- “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”… Es importante aprender nuestra lección, aunque tengamos que regresar la vista y mirar atrás, aunque nos convirtamos en estatuas de sal, o -como creo que lo leí algún día- aunque nos convirtamos en estatuas de lágrimas! Sí, esto si queremos tener una segunda oportunidad…

Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario