11 mayo 2016

El hijo de "pan de dulce"...

Esta es una historia que tiene algo así como ochocientos años; es la historia de un Leonardo, otro Leonardo, nada que ver con el portador de aquel rostro indefinido y adolescente, Leo Di Caprio; nada tampoco con otro famoso Leonardo, así a secas, Leonardo da Vinci, aquel genio toscano universal al que nuestro personaje precedió en alrededor de trescientos años; pero, fue también matemático como este último, y de los buenos; pasó a la posteridad por su apodo, o más bien por el de su padre. Se llamaba Leonardo Bigollo (1170-1250), y fue más conocido como Leonardo Pisano, o de Pisa. La historia de las matemáticas lo recordará más bien como Filo de Bonacci o Fibonacci (hijo del “simple o bondadoso”). Heredó un nombre por la bondad de su padre.

Sucede que mientras en la India y Arabia se había utilizado por siglos un sistema aritmético de notación posicional, o se hablaba de números decimales y se conocía el concepto del cero, en Europa se seguían utilizando unos números que solo servían para marcar las fechas, numerar y determinar un orden; con ellos no se podía sumar, restar o multiplicar, eran unos números que impresionaban por la aristocracia de sus mayúsculas, pero no se adecuaban a las necesidades de la aritmética. Era como si ese mar interior, el Mediterráneo, se hubiera constituido en una formidable barrera que separaba dos mundos y que dificultaba la expansión de la ciencia y, por sobre todo, que Occidente se proyectase al futuro, aprovechando el progreso aritmético de los asiáticos.

Leonardo Bigollo, que había residido en la actual Argelia y había viajado profusamente con su padre por la costa africana del Mediterráneo, había estado expuesto desde muchacho al sistema indo-arábigo y se preocupó desde temprano por transmitir esta maravillosa y determinante información al mundo de Occidente. Hacia comienzos del siglo XIII Fibonacci (nombre póstumo) se propuso pasar a los ambientes matemáticos europeos el conocimiento que muchísimos siglos más temprano habían asimilado los árabes, de esa misma gente que había inventado una forma distinta de escribir los números, así como el uso de los decimales y el cero: los hindúes.

Pero el hijo de Leonardo "el bueno" no sólo escribió un tratado de esas diferentes matemáticas que había aprendido. Además de su "Liber abaci" ("Libro de la aritmética"), se propuso dar a conocer una progresión de características sorprendentes, una que no solo habría sido utilizada desde la antigüedad para calcular la proporción de la perfecta armonía (la proporción dorada, o de oro) en templos y edificios importantes, sino que como proporción se repetía en la naturaleza en forma curiosa y admirable. La secuencia consistía en sumar un número con el inmediato anterior (0,1,1,2,3,5,8,13,21,34,55,89,144,233... Y así hasta el infinito) con el inexplicable resultado que al dividir un número por el guarismo anterior, producía un resultado repetitivo: 1,61805555555 que ha sido utilizado por arquitectos y artistas: la llamada proporción divina.

Volví hace pocos días a escuchar de Fibonacci en un almuerzo de negocios. Fue solo un rumor, uno que culminó con una serie de comentarios y curiosas casualidades con relación al extraño comportamiento que tienen ciertos números, y los sorprendentes caprichos que encierra el mundo de las matemáticas. La reunión tuvo lugar en un local donde las féminas brillan por su ausencia, el código del lugar no otorga connivencia para la presencia de las damas. No es que en aquellos salones haya cabida para la misoginia, es simplemente que sus socios prefieren disfrutar de un lugar en el que solo se compartan aquellos temas, consideraciones e intereses que se los puede tratar con un tipo de libertad que solo consigue la ausencia de las mujeres.

Pienso para mis adentros, cada vez que acudo a esa acogedora morada, que aquella reservada oportunidad no sería posible si la tecnología y la civilización no hubieran inventado ese ubicuo como indispensable artilugio que consiste en el teléfono celular. Sin la existencia de este imprescindible instrumento, estas prolongadas tertulias fueran seguramente imposibles y terminarían por propio agotamiento... Claro, no habría mujeres, pero tampoco permanecerían de modo prolongado los varones. No, si no poseyeran un artefacto de pronta y ágil comunicación que les permite pedir permiso o perdón, y repetir un recurrente "sí, aquí estoy", o "ya mismo voy". Es siempre probable que esos aparatos marquen un código mágico que da como resultado otro conciliador algoritmo de “proporción divina”. A estas reflexiones llego, gracias al olvidado Leonardo, el hijo de un tal Filo de Bonacci, “hijo del Bondadoso”.

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