17 mayo 2016

Un lejano punto de inflexión

A veces medito en cuál pudo haber sido ese "punto pivotal" de mis años de primaria; en cuál pudo haber sido ese momento crucial, el "turning point" o punto de inflexión. Ago similar a lo que los pilotos llamaban, en mis primeros cruces al Atlántico, como el "punto de no retorno". Cuando lo relaciono con el tiempo, reconozco que sucedió en forma más bien casual, pero sobre todo que me sucedió bastante temprano, mientras apenas cursaba cuarto grado de escuela. A la sazón, todavía no había cumplido mis primeros diez años de edad.

Eran tiempos en que me había dejado influenciar por una extraña fascinación: soñaba en esas horas de clase, que pronto se produjese el intervalo de recreo para salir a jugar al basquetbol con mis compañeros. Súbitamente me había percatado que, aunque no era muy hábil para amagar con la pelota ("driblar" era como lo llamábamos), había desarrollado una cierta habilidad para acertar con los tiros a la canasta. Había descubierto que tenía "buena mano", que la fortuna me había favorecido con aquello de la buena puntería. Esa práctica se me había convertido en mi entretenimiento favorito. En clase solo esperaba a que sonara la campana y que pronto se iniciase el tan anhelado recreo.

Pero no fue "en" la hora del recreo, sino algo más tarde, cuando ocurrió lo que me habría de marcar en aquellos años escolares, y todo por culpa de esa intempestiva afición mía a los goces que me producía el deporte más popular que había en el colegio. El básquetbol era un juego que se practicaba en todas las canchas, incluso lo practicaban los maestros y hasta los porteros. Lo malo fue que esos breves intermedios tuvieron una duración muy reducida y, pasados pocos minutos, volvía a sonar la ineluctable campanada, y raudos debíamos dejar esos placeres para cumplir con el obligatorio ritual de "hacer la fila" junto al aula, para cumplir con la recurrente ceremonia de volver a clases.

Sucede que, acicateado por mis fugaces como transitorios éxitos con ese juego, que entonces más nos entretenía y disipaba, no supe dar paso -una inolvidable mañana- a que amainasen mis entusiastas impulsos. Entré dando brincos a clase y mientras iba recorriendo el pasillo lateral del aula, fui saltando y dando pequeños golpecitos a los cuadros didácticos que habían colgado en la pared del costado izquierdo. Mas, hubo un largo cartelón, uno en el que alguien se había dado el trabajo de hacer más entendible el método de conjugación de los verbos, que no resistió al impulso de la presión de mis manos, pues -necio yo- había querido convertirlo en el momentáneo tablero de mis deportivos arrestos.

La cartulina se vino abajo, desprendiéndose de un frágil soporte de madera que le permitía suspenderse del gancho de su sustento. Como era de esperarse, vino enseguida la indagación de quién había sido el culpable; fui sometido al correspondiente juicio sumario y condenado sin apelación a reparar el daño y a restituir el cartelón al lugar donde había estado expuesto. No era, por lástima, una reparación menor; haría falta la ayuda de un profesional de la carpintería para devolver al cartelón a la lustrosa pared donde lo habían puesto.

Había, por lo mismo, un costo de arreglo que estaba incluido en mi involuntaria travesura. No debo haber estado dispuesto a aceptar el potencial castigo que, ya de regreso a casa, mi severa y poco indulgente abuela me hubiera impuesto. Decidí, por tanto, esperar en el oscuro corredor de salida del "refectorio" (así llamaban a su comedor los hermanos legos), para pedir las correspondientes disculpas y explicar a mi enojado juez, el religioso que fungía como mi ocasional docente, la razón para mi penoso predicamento. Pero, para colmo, y en forma lamentable, ahora aquel bendito cartel asomaba manchado por unos acuosos efluvios con los que mi propia naturaleza se había solazado en descomponerlo!

Pero un raro e inesperado milagro ocurrió de pronto... Contrario al reproche que pude haber esperado, sólo encontré un comprensivo gesto de compasión en el otrora hosco y poco amigable maestro...

Fue el día que comprendí en qué consistía la verdadera magnanimidad, y sobre todo que la autoridad no era una condición para mandar, imponer una orden o la capacidad para prescribir; sino la especial oportunidad que tenemos para ayudar a crecer a los demás, para potenciar su desarrollo y favorecer su desempeño. Este filosófico concepto está inscrito en la etimología misma de la palabra en mención; pues autoridad viene del latín "augere" que quiere decir aumentar, promover, hacer progresar. Es curioso que su raíz indoeuropea sea "aug", de la que devienen voces como auge, augusto, augurio. Autoridad significa "ayudar a hacer crecer". Eso y no otra cosa debería entenderse por ese concepto.

Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario