23 mayo 2023

De lápidas y epitafios

Murió joven, quizá demasiado joven. Le decían Nino (hipocorístico o apócope de Saturnino, por uno de sus amigos) pero se llamaba Luis Manuel. Había nacido hacia el sur de Valencia, en un pueblito del interior conocido como Ayelo (o Aielo) de Malferit. Era Ferri de apellido pero, como era de natural impetuoso, alguien le había chantado el enconoso remoquete de “Niño Bravo”. Así es como lo conocimos, entonando canciones escritas por Manuel Alejandro, José Luis Armenteros o Juan Carlos Calderón, con un estilo y una voz que todos imitaban.

 

Ferri es un apellido español, aunque no uno de los tradicionales; yo ya lo escuchaba de niño porque era el de una vecina, la mejor amiga de una de mis tías. Ferri era también el distintivo familiar de una estación de servicio que estaba ubicada en el lado sur del parque de El ejido, y que se caracterizaba por una estructura que protegía los surtidores, y que por esos mismos años también se convirtió en emblema del ingreso al recibo del hotel Quito.

 

De lo que no estoy muy seguro es cuál fue la canción más popular entre las que lo hicieron famoso, pero recuerdo en especial a aquellas que todos tarareaban: Te quiero, Te quiero (De por qué te estoy queriendo, no me pidas la razón…) y Un beso y una flor (Dejaré mis tierras por ti, dejaré mis campos y me iré…). Esas quizá fueron las favoritas, pero la que de verdad a mí me sedujo fue Noelia; yo no sé si por ese prolongado Noeeeeliaaaa!!!, con el que cerraba la estrofa principal o por culpa de una jovencita, amiga de uno de mis hermanos y algo mayor a los años que yo tenía, que obedecía al poco usado nombre de Romelia… (Hace un tiempo que sueño con ella / Y solo sé que se llama Noelia / Hace un tiempo que vivo por ella…). Y es que, luego de aquel extendido Noelia venía una suerte de tautología, un repetitivo Noelia, Noelia, Noelia, Noelia, Noelia (cinco veces) que yo, cómo no, había trocado por Romelia, Romelia… No era linda, pero algo había en ella (¿acaso su ronca voz?) que me había hechizado cual talismán.

 

Nino Bravo falleció en la plenitud de su fama en un accidente de carretera –tenía 28 años–; dicen que su inopinado deceso convocó una multitud de diez mil aficionados. El suyo fue un estilo muy personal, que trató de ser imitado por muchos de los cantantes de su generación. Ferri había sido bodeguero y, sobre todo, lapidario. Este no es solo un oficio relacionado con la fabricación de lápidas funerarias sino con la preparación y engarce de piedras preciosas: él había trabajado como tallador, pulidor y engarzador de gemas: lo que hace un joyero. Lápida viene del latín lapis que quiere decir piedra; consiste, en efecto, en aquella piedra plana en la que se pone una inscripción (generalmente fúnebre). De ello ha de venir el adjetivo lapidario para algo –según el DLE– “que por su concisión y solemnidad, parece digno de ser grabado en una lápida”.

 

Mis amigos golfistas han convertido el complicado y bien protegido hoyo 16, en una especie de encrucijada; dicen que “quien gana el 16 gana todo y el que lo pierde, pierde todo”. Obviamente, es solo un lugar común; un clisé que en ocasiones incomoda (tanto a los que van ganando cuanto a los que van perdiendo). Algunos hemos sabido tomar la mención como una simple estrategia de quienes suelen utilizar recursos non santos para “distraer al enemigo”. Hay entre nosotros, sin embargo, un hombre bueno, él es un hombre adusto que toma en serio las insinuaciones o las veladas amenazas, y reclama por su espuria o infundada validez. Los chuscos le han inventado un epitafio: “Ya jugó el 16”… Eso viene a cuento de ciertos famosos epitafios que se han legado para la posteridad y que no hacen otra cosa que recoger la picardía o vivacidad de gente ocurrida, perspicaz e inteligente:

 

       “Aquí ya no se me ocurre ninguna fuga”. Johann Sebastian Bach;

       “Perdonen que no me levante”. Groucho Marx;

       “Abrid la tumba. Al fondo, se ve el mar”. Vicente Huidobro;

       “Disculpen el polvo…”. Dorothy Parker;

 

Para los tiempos que corren, cuando parece ir desapareciendo la cristiana costumbre de alojar los restos mortales en sarcófagos o de depositarlos bajo tierra, y cuando, asimismo, parece irse imponiendo la de incinerarlos para conservar la ceniza en lugares más íntimos (incluso en sus propios hogares); creo que, asimismo, irán desapareciendo no solo los epitafios, sino incluso esas pesadas lápidas… A pesar de ello, habría por ahí un epitafio disponible para algún colega aviador que pudiera estar interesado: “Se fue de vuelo” o ¿Qué tal un “Se fue a volver”?… Aunque me temo que este último –dado nuestro consabido talante pretencioso– nos parecerá inelegante y demasiado parecido a la respuesta que en nuestra tierra dan los asistentes de artesano para disculpar las reiteradas ausencias de sus jefes...


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