05 abril 2024

Releyendo a Mauriac

Concluido mi itinerario al mundo mágico de Murakami, que tuvo como postreras estaciones a La muerte del comendador y 1Q84 (una distopía inspirada en la novela de Orwell); y satisfecha mi lectura de otras dos novelas de Faullkner (Mientras agonizo y Desciende, Moises), a más de otras dos de Steinbeck (De hombres y ratones y La perla); así como también de haberme entretenido con Mi vida como hombre del prolífico Philip Roth, he optado por mi primera relectura en mucho tiempo. El turno le ha correspondido a un francés nacido en 1885, cuyas Memorias interiores había leído allá por 1972. Este es quizá uno de los textos más antiguos que reposan en mi humilde librero. François Mauriac había sido galardonado con el Nobel en 1952.

Mauriac fue un escritor importante, era periodista y había creado un número considerable de novelas (La carne y la sangre, Thérèse Desqueyroux, Nudo de víboras, Fin de la noche, Los ángeles negros, La farisea); sin embargo, no fue muy conocido debido a diversos factores: siempre creció a la sombra de André Gide; su hora –como escritor católico que fue– coincidió con el auge del existencialismo (Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Simone de Beauvoir); y sus relatos tuvieron un ineluctable tono moralista, si no religioso. Conocí de su existencia hacia el final del colegio a través de sus memorias y escritos autobiográficos, textos que representan una valiosa referencia no solo de la política de su país, y del tránsito literario de mediados de siglo, sino, sobre todo, de las principales influencias que experimentaron las letras francesas.

 

Tanto Memorias interiores como Nuevas memorias interiores, se convierten no solo en testimonio de su tiempo, son reflexiones escritas con pasión y sabiduría; se integran con recuerdos y puntos de vista –con un inevitable tono autobiográfico–, e incorporan interesante información que ayuda a convertir esos recuerdos tanto en un disfrute literario como en una forma de tomar partido, la misma que invita a la introspección. Así, por muestra de ejemplo, menciona el fatídico designio de un gran número de compositores clásicos del siglo XVIII y la primera década del XIX: todos se despidieron en forma inaudita y prematura (Mozart a los 35, Weber a los 39, Schubert a los 31, Mendelssohn a los 38, Chopin a los 39 y Schumann a los 46).

 

La prosa de Mauriac es a ratos cautivante. Repaso uno de mis más tempranos subrayados: “Un poeta es un niño que no muere, un niño que perdura privado de los ángeles tutelares de la infancia, un niño sin barreras, sujeto a todas las pasiones de un corazón y una carne de hombre, a todo el oscuro frenesí de la sangre”. Son múltiples sus influencias, casi todas de sus coterráneos (Rimbaud y Valéry; Lamartine y Hugo; Claudel y Baudelaire). Reconoce su familiaridad con las obras de Balzac y Proust, solo comparable con su identidad con Guerra y Paz de Tolstoi. Confiesa su seducción por una inglesa, Emily Brontë, que en sus inicios utilizó un pseudónimo masculino y que dio mucho que hablar con su novela Cumbres borrascosas.

 

Nada me sorprende más que su “asombro porque a la gente le haya parecido un gran misterio que Racine, después de Fedra, y Rimbaud, después de Una temporada en el infierno, hubieran enmudecido”. “El hecho de que alguien guarde silencio cuando ya no tiene nada que decir, debería parecernos la cosa más razonable del mundo –dice–, no debería siquiera llamarnos la atención… ¡Cuántos viejos molinos giran en el vacío cuando ya no tienen granos que moler”, insiste Mauriac. El lúcido comentario viene a cuento –y cae como anillo al dedo– respecto a lo que he apostillado en una entrada anterior, respecto a la desafortunada decisión de los hijos de García Márquez de publicar una obra sin atender al deseo de su padre. “Me gusta el dios de la discreción y el silencio, Harpócrates –concluye Mauriac–, con su dedo índice sobre la boca”.

 

Son encomiables otros apuntes del autor francés. Ahí está su aprecio por la exégesis del Evangelio de Juan que hace Hawthorne en La letra roja, donde un puritano consigue “lo que los fariseos no pudieron”; o su criterio de que la obra más importante de Daniel de Foe no sería Robinson Crusoe sino Moll Flanders; o su interpretación de que lo que quiso decir Gustave Flaubert con su “Madame Bovary soy yo” no significaba un “paralelismo místico entre dos destinos”, sino que esa novela sería la que mejor lo definía como escritor. Sorprende, asimismo, su convencimiento de que la novela Las bostonianas, del estadounidense Henry James, pudo haber sentado los cimientos de todo el edificio proustiano. En cuanto a Jorge Luis Borges, Mauriac lo describe y reconoce así: “esa especie de Kafka que no se tomaría nunca en serio su laberinto… me ha hecho descubrir que casi todos en Francia no hemos abandonado todavía el naturalismo...”


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