16 julio 2024

En la despedida a Oswaldo Peña

Hay una milonga de Aníbal Troilo que alguna vez escuché; cuenta el albur de un majadero, un bravucón de arrabal, un guapo de ocasión, un “compadrito”. Pocos saben que su letra pertenece a Jorge Luis Borges, el formidable escritor argentino. Tengo la impresión de que Troilo solo le puso música a un poema que antes ya había estado escrito… Dicen sus versos que “morir es moneda corriente”, y que “morir es una ‘costumbre’ que sabe tener la gente”; y unos renglones más abajo: “lo dijo el sabio Merlín (?), “morir es haber nacido”… Esas líneas siempre me parecieron expresar un sutil epigrama, uno nunca exento de ingeniosa ironía.

El nombre del ‘sabio’ que Borges usó, parece haber sido un recurso poético –Merlín fue un personaje legendario–; siempre sospeché que su verdadera identidad era la de algún otro filósofo o escritor conocido. Un buen día, sin que me lo hubiese propuesto, di yo mismo con la respuesta al extraño acertijo… Ahí en El libro de los sueños de Francisco de Quevedo, un escritor del Siglo de Oro español, hallé el misterioso aforismo: “Y lo que llamáis morir es acabar de morir, y lo que llamáis nacer es empezar a morir, y lo que llamáis vivir es morir viviendo”. ¡Qué genial!, me pareció prodigioso que aquel tiempo del verbo, el gerundio, uno que normalmente utilizamos para conjugar el verbo vivir, también pudiera aplicarse para conjugar otro verbo: el de morir, el más luctuoso e intransitivo entre todos los verbos…

 

Hace un momento, alguien me preguntó si creía que estábamos preparados para la muerte. Le contesté que nadie lo está, quizá porque estamos persuadidos de que eso solo les sucede a los otros, y que nosotros estamos exentos… Nadie expresó mejor esa existencial inquietud que un hombre de armas español, un joven poeta de 38 años que vivió en el siglo XV. Lo hizo en sus nunca superadas Coplas dedicadas a la muerte de su padre; en ellas Jorge Manrique nos previene: “Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, contemplando”…  Y lo explica más abajo: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar al mar, que es el morir”.

 

La vida es en ocasiones muy triste, pero la muerte siempre lo es; y nos produce más dolor cuando llega sin anunciar, en forma subrepticia, fortuita e inesperada... Y nos hiere más todavía, y nos rebela y llena de desasosiego, cuando se viste de tragedia y nos agrede en un momento de celebración. Ahí nos agravia con la bofetada de su torpe ironía, cuando nos obliga a preguntarnos: “y tanto esfuerzo, ¿para qué?”. Quizá por ello el adagio popular haya recogido esa frustrante dicotomía: “tanto nadar para morir en la orilla”… Pero, también hay algo más, algo que nos confunde y sorprende: y es que, si como dice Manrique, el río es una metáfora de la vida, no hay nada más desconcertante como cuando ese torrente se transforma en inaudita desembocadura, en delta proceloso que travieso nos acerca a ese mar que es el morir…

 

Pero no culpemos a Borges ni a Quevedo ni a Manrique, ellos no quisieron hacernos meditar en la muerte sino en la inevitable caducidad de la vida, en la eventual futilidad de nuestros empeños. Porque la vida no es absurda; y bien vale la pena de ser vivida. Y lo haremos si la sabemos vivir con ilusión, y la convertimos en esperanza y en promesa. En esperanza, con nuestros sueños y renovadas expectativas; y, en promesa, con el valor de nuestro esfuerzo, con nuestros propósitos y, desde luego, con nuestro compromiso.

 

Conocí a Oswaldo hace algo más de treinta años, fue en una víspera de año nuevo. Siempre me pareció que era cinco o diez años menor que yo; mas, recién he descubierto que en realidad me llevaba con unos pocos meses… Hay ahí atrás, junto a la puerta de entrada a esta sala, una foto suya; en ella se ve a un hombre joven que mira con ilusión al futuro y a la vida; lleva una de esas camisetas sin mangas que a él tanto le gustaba vestir… Algo había en él que lo hacía verse tan joven, quizá era esa inquietud que rezumaba y que hacía sentir que estaba tan disponible y dispuesto: era eso justamente lo que le hacía parecer tan juvenil... 

 

Y es que la edad no es, no puede ser, solo una cifra ni un frío guarismo; quizá pudiera estar integrada como una ecuación, una que combina dos simples elementos: curiosidad y experiencia. Mucha curiosidad y pareceremos demasiado jóvenes; mucha experiencia y ya nos mostraremos como demasiado viejos. A él le sobraba curiosidad, pero había aprendido a disfrutar de la vida aconsejado por la experiencia…

 

Hoy hemos venido a despedirle; Oswaldo se ha ido muy temprano… Queremos desearle que tenga un viaje tranquilo, y que descanse en paz. Lo recordaremos como él era: activo, vital y como un luchador ante las circunstancias de la vida… En cuanto a quienes quedan atrás, procuraremos que ellos se apoyen también en su esperanza y en su promesa: trataremos de que cumplan sus ilusiones y sus sueños; habremos de asistirles con nuestros  propósitos y, desde luego, con la renovada ofrenda de nuestro indeclinable compromiso.


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