28 febrero 2025

Pan guardado…

Artículo de mi autoría, publicado en La Nación de Guayaquil el jueves 30 de enero de 2025.

No me gusta el pan guardado. Hay pocas cosas que me gusten menos, con la sola excepción de que me lo vendan por recién horneado. Por ello procuro entregar un artículo fresco, a tono con las coyunturas que vamos pasando. Asimismo, evito –en la medida de lo posible– hablar de política (puede a veces ser muy controversial) e intento escribir acerca de temas que afectan a la comunidad. Aquello, sin embargo, no siempre es posible: el hombre es ante todo un animal político, y no puede abstraerse de lo que significa la vida en sociedad.

 

Quizá en política, suceda algo parecido: hay veces que los actores hacen lo que les viene en gana y se pasan por el forro lo que dice el ordenamiento jurídico. Eso nos hace retornar a lo viejo, a lo que ya vivimos y no queremos que vuelva; ello sabe, otra vez, a pan guardado… Lo sorprendente es que la Corte Constitucional no se inmute ni diga nada: hace mutis por el foro. Por eso, coincido con lo expuesto por un vecino de columna: si el vicepresidente ha sido elegido para, primordialmente, reemplazar al presidente, no se lo debe mandar de viaje para que cumpla encargos cuando justo debe hacerlo. Y tampoco se lo puede nombrar para otros “cargos” pues ya tiene uno, y eso de tener más de uno no está permitido por la ley.

 

Medito en ello al recordar la exposición, de hace pocas semanas, de un ex presidente, quien hace, en ocasiones, de “zahorí” por sus palabras sabias; y a quien, con poca justicia, hoy se lo acusa de malintencionado. Lo único que él ha hecho es sugerir que se actúe con dignidad, ponderación y prudencia. Lo suyo, aunque pudiera parecer una crítica, ha sido advertir al entorno presidencial de los riesgos que pudieran estar involucrados… Hay quienes piensan que Hurtado ha actuado como político y no como un estadista; yo pienso exactamente lo contrario. No solo eso: creo que quien ha actuado como político ha sido el presidente…

 

Con lo anterior, no quiero decir que esté a favor de los detractores del mandatario ni que no comprenda lo difícil e intrincado de la absurda situación en que “solito” se ha metido. En tal sentido, creo que su inusitada arbitrariedad es en cierto modo comprensible, no solo porque su binomio ha terminado pareciendo una mujer ordinaria, y hasta comportándose como un personaje innoble y desaprensivo; sino que ha amenazado con estropear el legado de quien la escogió; y, sobre todo, ha tratado, con su torva actitud, de contradecir los motivos por los que el presidente fue elegido por el pueblo… y por los que Noboa la habría escogido.

 

Por lástima, el presidente no parece tener un respaldo adecuado. No parece haber actuado como un demócrata; se ha amparado en triquiñuelas cuando lo establecido, en referencia a sus atribuciones, era claro. Además, es evidente que trata de mantener a la vicepresidente lo más lejos posible, precisamente para que no pueda cumplir con su función esencial, que es la de estar lista para suplirlo. Ante ello, parecen ridículas e inelegantes sus contorsiones y desdoblamientos. Hoy quizá luzca tranquilo pero pudiera no estar debidamente asesorado: sus argumentos parecen descoordinados e incongruentes; muchos nos preguntamos si quienes lo aconsejaron están de veras calificados; si sus argumentos no son fraudulentos.

 

Ese juego de tinte mostrenco, que hoy pareciera mostrarse efectivo, no va por desgracia con la potestad presidencial; y aun si lo justificara, pudiera resultar torpe e inconveniente desde el punto de vista político. Sus consecuencias serían imprevisibles: ¿que tal si, a futuro, un grupo en la Asamblea (que por ahora, en forma misteriosa, quiere pasar desapercibido) mañana intenta interpelarlo y destituirlo, y el mandatario no logra articular una apropiada mayoría de respaldo? Ese sector solo tendría que probar que se habría arrogado funciones ajenas; o que quien lo hubiera reemplazado habría usurpado otras que no le competían… Hoy aquello parecería “pan guardado”; pero, quién sabe, quizá mañana quieran recalentarlo…


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25 febrero 2025

El señor de la mentira

Dice Javier Cercas, en un reciente artículo, “es curioso, cuando mueren tus padres empiezas a enterarte de cosas raras”... Es justo lo que sentí cuando, estando de visita en casa de un primo de mi madre, escuché algo relacionado con una supuesta costumbre de mi padre: el extraño resabio de no querer pagar con puntualidad los arriendos… Alguien me contó alguna vez que le habría dicho a su casero: “aunque sea súbame la renta, pero no me cobre”…

Papá era un contador metido a empresario, nunca tuvo empacho en vestir de obrero y manejar sus camiones a falta de conductores. Muerta mi madre (yo tenía 6 años) y en sus 40 (era su segunda viudez), ya no ejerció su profesión ni tuvo arrestos para perseverar en los negocios. Encargó sus ocho hijos, se fue a Guayaquil para colaborar con Malaria; y, más tarde, a Tulcán donde dirigió la delegación del Seguro Social. En el ínterin, “cometió” matrimonio otras dos veces. Venía a visitarnos de tarde en tarde, con ello quiero expresar que lo veíamos una tarde de sábado cada dos o tres semanas. Entonces vivíamos (los tres hijos de mamá) con mi abuela Carlota.

 

Es así cómo lo recuerdo: manejando uno de sus camioncitos que transportaban varillas de hierro desde la estación de Chimbacalle hasta el almacén Acero (en la Venezuela, frente al convento del Carmen bajo)… Nunca un niño se olvida de cuando su padre le montaba “sobre su falda” (como decían antes) y le hacía creer que “lo dejaba manejar”. Nunca supe qué pasó con su empresa que, como entiendo, fue un negocio “a medias” con su padre, el abuelo Alberto, y uno de sus hermanos. Debe haberse producido una disolución amigable, nunca le escuché maldecir o arrepentirse al recordar las razones para su retiro de aquel emprendimiento.

 

En días pasados pasé a recoger a mi hermano Luis Eduardo para acompañarle a revisar el progreso de una de sus obras (un espectacular condominio de apartamentos que se construye en el sector de Lumbisí). De pronto, cuando íbamos ya de regreso, recordó que debía entregar un documento a Arturo, el mayor de mis hermanos, un conocido abogado que vive por ahí. Arturo es un conversador infatigable; juez y profesor universitario, ha sido maestro de uno de cada dos abogados que yo he conocido. Mientras departíamos, ponderé un cuadro que cuelga en la sala de su casa: es un escorzo de la plaza de San Blas. En él, junto a la iglesia, se observan dos casas que pertenecieron a personajes que conocí: uno fue suegro de Enrique (el primo de mi madre de quien hablo más arriba); y, el otro, fue abuelo de quien fuera “mi primera enamorada”.

 

Así, de comentar una pintura, pasamos a convenir en visitar a ese primo de mi mamá. “Enrique era un tipo generoso, un funcionario muy querido en Finanzas”, recordó Arturo. Ya de visita, enumeró las varias casas dónde él había vivido “antes de que mi papá se casara con tu mamá” (así fue como lo dijo): “de la Belisario fuimos a la Colón; de ahí a la Rocafuerte, en el barrio de la Loma. De vuelta al norte, fuimos a la Vargas, frente al Mejía; y de ahí a la casa de la Caldas” (esta fue, a su vez, la primera morada de la que yo mismo tengo memoria: ese es mi más remoto recuerdo). Por eso, mientras cumplíamos con la visita, en forma espontánea y algo ingenua, como quien hacía una simple pregunta animada a escarbar en el recuerdo, le consulté a Arturo por el motivo para que hubiéramos vivido en tantas casas. “Es que, creo que 'tú papá’ era un poco tramposito” –musitó– y se puso a contar una infantil anécdota:

 

“Una mañana de sábado, serían las siete, mamá me despertó. Me dijo que fuera a la puerta de calle y le dijera a un tipo, a quien nunca había visto, que papá ya no estaba pues había salido temprano a trabajar. Cuando volvía, pude ver, a través de la puerta entreabierta del dormitorio, que papá todavía dormía en su cama… Esa súbita certeza, la de que me habían pedido que dijera una mentira, fue la primera gran desilusión que tuve en mi vida”.

 

“Pasados unos pocos días, fui a casa de un chico que era mi compañero de escuela: era un gran dibujante, fui a pedirle que me ayudara con un mapa que debía entregar como tarea. Me habían dicho que su padre era muy acomodado, y que sus rentas le permitían vivir sin trabajar. Su apellido era Muñoz y vivía frente a la Basílica; la puerta de su vivienda llevaba directo hacia la sala; ahí, desde un enorme retrato que habían colgado en la pared, me miraba en forma ceñuda y un tanto arisca ese mismo hombre. Era “el señor de la mentira”, era el mismo sujeto, con cara de pocos amigos, que había ido a buscar a papá aquel sábado... Así comprendí que aquel individuo había ido a casa a cobrar el arriendo, cuando –en forma tan inocente– dijera sin querer la primera y más grande mentira de mi vida…”


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21 febrero 2025

Dinero chico, dinero grande *

 * Escrito en abril de 1991 por Luis Landero. Condensado para satisfacer el formato de Itinerario Náutico.

No sé qué morbosa curiosidad o rústica fascinación nos mueve, a quienes nada sabemos de economía, a leer la sección financiera. Hay cifras tales que los propios especialistas optan por expresiones que son verdaderos vislumbres vanguardistas. Al modo de aquella escena de Madame Bovary en que los criados se asoman a las ventanas del castillo para ver danzar a sus señores, nosotros, los usuarios del dinero chico, nos alzamos de puntillas para espiar el espectáculo excitante del dinero grande. Esta clasificación del dinero me fue revelada en la adolescencia, antes de leer a Dos Passos y ver la película América, América, de Elia Kazán.

 

Frecuentaba entonces un quiosco que vendía tabaco suelto y chucherías, y se cambiaban, por unos pocos céntimos, novelas de todo tipo. Lo regentaba un tal señor Emilio, que había sido durante 40 años conductor de tranvía. Ahora estaba jubilado, tenía un retiro de 1.500 pesetas al mes y se ayudaba con el quiosco para sobrevivir. El señor Emilio sabía mucha geografía. Se conocía al dedillo las capitales de todos los países, qué montañas eran las más altas y qué ríos los más largos. Y también curiosidades del tipo de cuáles eran las mayores fortunas del mundo. Por si fuese poco, había leído un libro, un solo libro: una biografía de Alfred Nobel, el inventor de la dinamita, a quien juzgaba, sin discusión, el hombre más sabio que hubiera habido nunca.

 

A pesar de todo, El señor Emilio consideraba que el destino no lo había tratado con justicia, y que con un poco más de suerte podía haber sido un buen comerciante, e incluso, un inventor, como el propio Nobel. Tenía una casita en su pueblo de Ávila, adonde iba en agosto, y se pasaba buena parte del año ideando formas de combatir a las hormigas, que no sólo invadían su casa, sino que estaban socavando sus cimientos. Mezclaba distintos tipos de veneno y hacía pruebas que guardaba en una lata. Aquello le llenaba de orgullo, porque lo emparentaba con el genio. Decía: "Aquí andamos con los inventos, siguiendo la estela del gran míster Nobel".

 

Una tarde me dijo que tenía un secreto que nunca había revelado a nadie. Le tiré de la lengua y, tras algunos reparos, acabó confesando que allí donde lo veía, ganándose unas pesetillas, él era un poderoso señor, dueño de un gran jardín privado. No pude menos que reírme con aquel desvarío; a lo que él, ofendido en su dignidad, me dijo que si le guardaba el secreto me enseñaría sus propiedades. "El próximo domingo –proclamó– ven a las diez y te mostraré mis jardines, ante los cuales Versalles palidece. Y tráete algo de comer, porque recorrerlo cuesta un día entero". En efecto, dedicamos todo el domingo a recorrer su jardín privado: el más hermoso y secreto de toda la ciudad. Dedicaba los feriados a cuidarlo y pasear por él. Lo regaba, podaba y mantenía limpio de yerba; y sufría con las sequías y tormentas, y la especulación del suelo.

 

Fue entonces cuando me habló de las dos clases de dinero. Su pensión o las ganancias del quiosco, eran dinero chico. "¿Y el grande?", le pregunté. "Ese es invisible, como Ellos –dijo– está en todas partes pero no se lo ve, igual que con mi jardín". El señor Emilio distinguía también entre dictadores grandes y chicos. Los chicos eran los inspectores de policía que a veces venían a requisarle el tabaco de contrabando. El grande a mí me parecía inofensivo. Al fin y al cabo, vivía lejos, en un palacio, y yo no sufría por ello. Pero El señor Emilio me dijo: "Pues no, el grande es como el dinero grande, que está en todos los sitios, pero tampoco se lo ve". Y así aprendí que las grandezas y miserias de este mundo quedaban unidas por el hilo de la fatalidad.

 

Al señor Emilio le admiraba que no le concediesen el Premio de Economía a gente como Rockefeller u Onassis, pero sí a hombres asalariados, que a veces vivían en pisos modestos. "Ya puestos –comentaba– mejor que lo dieran a cualquier pobretón". Me aseguró que no hay ciencia más difícil que contar con los dedos las monedas cuando se tiene hambre, porque uno lo que hace en realidad es el cálculo de las necesidades y deseos (y no de las monedas); por eso, las cuentas del dinero chico no pueden salir nunca. El pobre hace poesía con el azar; el rico lo cultiva. Entre la miseria y la justicia hay un abismo que sólo se puede salvar con un vuelo poético.

 

Por eso, cuando leo las páginas financieras, llenas de fantasías retóricas, comparo la estética del dinero grande (que vemos, ya degradada, en los culebrones o en los anuncios publicitarios) con el lirismo sobrecogedor del dinero chico, y entiendo que, en ese tipo de cuestiones, sólo la fantasía que nace del sufrimiento esconde siempre una verdad abrasadora.


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18 febrero 2025

Del mapa a la viñeta

En Extremadura, cerca de Portugal y unos 50 km al norte de Badajoz, existe una pequeña villa, no por pequeña insignificante: cumplió esforzada labor en los años de la Reconquista. Se llama Alburquerque, nombre que, según dicen, vendría de albus quercus, vocablo latino que querría decir roble o encina blanca, todo para asignarle significado a una eventual toponimia, la de “país de los alcornoques”. Este árbol, el alcornoque, produce la bellota, utilizada para cebar al cerdo; de él se obtiene también el corcho, de gran valor para la industria vitivinícola.

Pero Albuquerque, ya sin la primera ere, es el nombre de una ciudad de Nuevo México, en los Estados Unidos, está bañada por el río Bravo –quizá más conocido por nosotros como río Grande–. El nombre se ha deformado un poco, quizá para facilitar la pronunciación en habla inglesa. Los norteamericanos la conocen por ABQ (ei-bi-quiu), Burque o Duke City. La ciudad fue fundada hacia 1706 en honor al virrey de Nueva España, un tal Francisco Fernández de Cueva, X duque de Alburquerque. La urbe es hoy la más poblada del antes mencionado estado, su área metropolitana cuenta con algo más de un millón de habitantes.

 

He querido hacer esta larga, aunque necesaria, introducción para comentar que existe un pequeño mapa, en la página de esta ciudad, en la Wikipedia, que refleja la realidad política de Norte y Centro América en los albores del Siglo XVIII (hace unos 300 años). En el plano puede verse, en color rosado, la extensión de Nueva España, que –para entonces– englobaba los actuales estados suroccidentales de los actuales Estados Unidos, también incluía Cuba y Sto. Domingo, y llegaba hasta Panamá. Adicionalmente, abarcaba las dos Californias (Alta y Baja), Nueva Navarra, Nueva Vizcaya, Nueva Extremadura, Nueva Filipinas, Nuevo Santander, Nuevo México y los reinos de Nueva Galicia, México, Yucatán y Guatemala. Toda esa área, casi duplicaba el territorio de lo que eran entonces los Estados Unidos. En esos días, el Golfo de México se llamaba Golfo de España.

 

Estados Unidos, mientras tanto, está sombreado en color anaranjado (constan solo los estados originales); todavía no se incluye Luisiana ni Florida, ni tampoco los actuales estados septentrionales de Wisconsin y Michigan (todos coloreados en un tono más bajo). Del mismo modo, constan en amarillo el así llamado País de Oregón y el disputado Territorio de Missouri, entidad que se conocía como Lousiana, que fuera más tarde comprada a Francia en 1803, y que sería reconocida por Meriwether Lewis y William Clark (Expedición Lewis & Clark) un año más tarde. Tampoco consta –desde luego– la otra gran adquisición, Alaska, comprada a Rusia en 1867. Estas últimas transacciones costaron 7.2 y 15 millones de dólares respectivamente…

 

Tan ridículas negociaciones –y tan esperpénticas cifras– pueden entenderse en nuestros días, debido a lo todavía desconocido e inhóspito de los territorios involucrados, así como por las inimaginables distancias que hasta ellos se creía que existían, si se toma en cuenta los medios de transporte entonces disponibles. A esto ha de sumarse el incipiente desarrollo tecnológico que existía en el mundo, que no hacía posible anticipar el rápido método de transporte que proporcionaría la aviación; así como las futuras técnicas de prospección y extracción de los hidrocarburos y otros importantes minerales… ¡Verdaderas gangas, de todos modos!

 

Tan curiosa como sorprendente indagación viene oportuna cuando Donald Trump, el recién reelecto presidente de Estados Unidos, habría anticipado un agresivo plan de adquisición de nuevos territorios, pues ya ha anunciado, en forma intransigente, que plantearía la compra de: Groenlandia, la isla más grande del mundo, que pertenece al reino de Dinamarca, que, por otra parte, es también miembro de la propia OTAN (se estima que la enorme isla tiene gran importancia geoestratégica y abundantes recursos naturales); también Canadá, un estado libre e independiente; y, finalmente, el Canal de Panamá, que antes ya estuviera administrado por los EE UU.

 

Lo último me recuerda una breve conversación que tuve una mañana en el terminal del viejo aeropuerto de Quito, con quien fuera mi maestro de Literatura, un exilado que había dejado su patria huyendo de la dictadura castrista: Luis Campos Martínez. Al comentarle que estaba considerando la posibilidad de estudiar diplomacia, me espetó: “¿Para qué, chico?, te voy a confiar algo: es mi presagio que en 50 años ya no habrá en el mundo ni fuerzas armadas, ni entelequias como las fronteras o las banderas”… ¡Pobre, Dr. Campos!, jamás se hubiera imaginado que, pasado el tiempo, los mapas seguirían siendo la misma caricatura y el mundo testigo de la subsistencia de criterios así de prepotentes como de planes así de disparatados...


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14 febrero 2025

La sociedad y los individuos

Publicado en La Nación de Guayaquil, el sábado 18 de enero de 2025,

Tengo para mí que existen tres tipos de personas: las que aprenden rápido y bien; las que lo hacen lento y a veces mejor (grupo en el que siempre quise estar); y, los que aprenden lento y mal (que es incluso más grave que si no hubiesen aprendido nada). Si para esto último alguien requiere de una breve explicación, debería mejor referirse a Haruki Murakami; lo más seguro es que el perspicaz escritor japonés se los pueda aclarar, pues hay asuntos que: “Si no los entiendes sin que te los expliquen, no los vas a entender aunque te los expliquen”…

 

Veo por todas partes, en nuestro país –y quizá sea cuestión de todos los días– que hay temas que no merecen la más mínima atención, ni de los individuos ni de los estamentos que están a cargo de las instituciones que organizan y controlan nuestra sociedad. A decir verdad, mucho mejoraríamos, como colectividad, si todos pusiéramos un poquito de parte y reconoceríamos que depende de nosotros mismos el tener una mejor cultura como sociedad; y así pudiéramos, todos juntos, disfrutar mejor de nuestra vida social. Paradójicamente, uno de los aspectos cotidianos más tortuosos es el del tránsito vehicular y en él mucho podríamos mejorar.

 

Un primer tema que se me ocurre es el de los “rompe-velocidades” llamados coloquialmente “policías acostados”. Presiento que no existe un criterio estandarizado para su respectiva implementación: los hay de todo ancho y espesor; se da el caso de muchos de estos elementos que son verdaderos obstáculos. No solo eso, sino que cualquier hijo de vecino cree que está en el derecho de construirlos. Lo más triste (y peligroso) es que no los pintan para advertirlos y para que sirvan de ayuda (y cumplan su propósito); y así permanecen, sin dar aviso de su presencia, convirtiéndose en una amenaza criminal. ¡Y nadie hace nada al respecto!

 

Soy de la opinión de que mucho mejoraríamos si como individuos haríamos un esfuerzo por estacionar de reversa. Sí, sé muy bien que el motivo disuasorio es el apresuramiento de los demás; pero es la forma más conveniente y civilizada de hacerlo, porque: por un lado, nos deja listos para enfrentar una emergencia sin tener que molestar a los otros, y luego, también nos permite ser asistidos si estacionamos frente a una pared (por descargas de la batería, por ejemplo). Hay países que así lo han entendido y tienen una norma a este respecto.

 

Me temo que hay gente que no se ha enterado qué significa, o de cuál es el propósito, para que se pinten de un conspicuo color amarillo los bordes de ciertas veredas. En efecto, hay quienes creen que aquello se implementa para que “se vean bonito”, tanto que hay por ahí gente que se toma la atribución de pintar las aceras por su cuenta, de motu propio. Lo más grave es que, aunque se las vea bonitas, nadie hace caso y se estacionan ahí como si nada…

 

Otro tema que merece debida atención, por parte de las instituciones a su cargo, es el de los sacrosantos semáforos… Hay ocasiones en que –en la creencia de que ellos solucionan los problemas de tránsito– se los instala porque sí y por doquier. Pero no se los sincroniza –lo cual puede ser entendible–, pero tampoco se regulariza su operación de acuerdo al flujo real del tránsito vehicular. No se los debería instalar sin ton ni son, sino en forma razonada, haciendo estudios de flujo en el sitio, y contando con la opinión de usuarios y vecinos.

 

En fin, hay tanto por hacer; pero, ante todo, hemos de comprender que no se requiere ni de muchos recursos ni de mucha imaginación. La gente debe reconocer que no está sola en el mundo; que mucho ganaríamos si aprendiéramos a no querer sacar siempre ventaja, y a respetar a los demás. Hay mañanas que deberíamos salir de casa haciendo el firme propósito de entender a los otros, de no querer ir siempre primeros, ceder el paso y hacer un esfuerzo por responder con una sonrisa y no con un gesto que solo irradie soberbia y mezquindad. 


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11 febrero 2025

Haciendo de espóiler…

Voy, con su perdón, a hacer de espóiler o arruinador (tal vez “estropeador” resulte un término más adecuado y parecido a la voz inglesa). Voy a hacer de espóiler –digo– de una eventual lectura que, aunque existe muy poca probabilidad, ustedes pudieran haberla programado. Estoy persuadido, en todo caso, de que sería muy remota la aun más escasa posibilidad de que ya la hubieran iniciado. Sé muy bien que ‘estropeador’ no es una palabra reconocida... Curioso, como puede parecer, arruinador sí está en el diccionario y sí lo es.

Voy pues a hacer de ‘espóiler’, vocablo tomado del idioma inglés que, de acuerdo con el DLE, significaría: agente que “revela detalles importantes de la trama o desenlace de una obra de ficción, revelación que reduce o anula el interés de quien aún no los conoce.” Yo añadiría que, a más de aquello, también lo estropea. La RAE, ya ha reconocido la palabra y recomienda usar 'destripe' (de destripar: 'anticipar el desenlace de una historia a quienes no lo conocen'). No obstante, la sugerencia no encaja en el contexto americano (ni lo satisface).

 

¿Qué qué quiero contar aquí? Pues, intento hacer una síntesis de una novela de Joseph Conrad, de quien ya tenía leído Corazón de las tinieblas, obra que aunque la seguí con interés, me dejó la sensación de que pudo estar mal traducida o, como pasa en estos casos, que los responsables trataron a reducir el volumen del relato en su flagrante propósito de “salgarizarlo”…  Esta vez he disfrutado de Lord Jim, quizá su mejor novela. Es bueno saber que la idea original habría sido crear un cuento de pocos capítulos, a los que se fueron añadiendo después otros episodios acaecidos en una geografía distinta. Para el lector sagaz, “Tuan” Jim puede tener algo de remiendo.

 

Así como Corazón de las tinieblas es una aventura africana que recoge la experiencia del explorador que hay en Conrad, Lord Jim reúne sus aventuras asiáticas y sus correrías por el Índico y el Mar de Java. Se trata de la historia de un viaje en barco desde Oriente hacia el Mar Rojo con el propósito de transportar a unos ochocientos peregrinos musulmanes a la Meca. Próximos a su destino, el barco sufre una ruptura que anega el compartimento inferior y se hunde; sus botes de emergencia son insuficientes para lograr una eficiente y segura evacuación. El hundimiento es más repentino de lo esperado y su piloto, Jim, el segundo de a bordo, se ve obligado a abandonar a sus pasajeros y evacúa el barco con el resto de la tripulación.

 

Jim es un joven brillante que ha ascendido en forma prematura, el abandono le procura un conflicto moral y le produce un tormentoso sentimiento de culpa que marcará su vida. Es esa frustración el eje conductor de la novela, ella corroe su sentido de valor y autoestima, le hace vivir un mundo de fantasmas y engañosos espectros; un pánico espantoso, superior al miedo de tener miedo, al miedo a uno mismo. Cuando Jim asiste a la corte, para enfrentar el juicio respectivo, tiene la impresión de que hay en el tribunal y en los asistentes un gesto de sorna, una mueca de desconfianza que lastima su propia dignidad…

 

La agilidad narrativa de Conrad, sumada a su conocimiento marinero, convierten al relato en un talismán de seducción; eso nos hace preguntar por qué ese embrujo no nos llegó más temprano... A pesar de ello, no puedo sino insistir en lo mismo: ¡el trabajo del escritor no ha sido debidamente traducido! Pero Conrad engancha con la riqueza de sus frases, con la filosofía de sus reflexiones, con el juego psicológico y el contraste moral entre sus antagónicos personajes. Nos dice que vivir sin un propósito, o sin ilusiones, es algo “respetable” y, quizá, exento de peligro… aunque, por desgracia, muy triste… Jim va a juicio y, a pesar de aquellas muecas de desprecio, no es condenado. Más tarde se ha de revelar una inusitada sorpresa (ojo, espóliler): el barco abandonado, oscurecido para los tripulantes por una borrascosa tormenta, habría sido localizado más tarde por una patrulla militar, y… ¡jamás se había hundido!

 

Conrad destaca por su dominio y narración de los elementos marinos, por la minuciosa descripción que hace de los distintos personajes.  Su pasión marinera es proverbial y contagiosa: “no hay nada más incitante, que más desencanto produzca –y que más logre esclavizar al mismo tiempo– que la vida del mar”, dice. Sus comentarios invitan a la reflexión: “No es la Justicia, criada de los hombres, sino la casualidad (el azar y la Fortuna, aliada del paciente Tiempo), la que nos da cierto equilibrio, y cierto nivel de escrúpulo”… O, también: “cada cual está obligado a interpretar por si mismo el lenguaje de los hechos, que son, a veces, tan enigmáticos como los más artificiosos juegos de palabras”.

 

Nota: el espóiler en aviación está asociado con los alerones; ayuda a reducir el radio de viraje, afectando la sustentación del ala interior. Activa, además, el uso de los “frenos aerodinámicos” (extensión simultánea de ambos espóilers en los dos lados), restringiendo la velocidad, por una parte, o incrementando, de ser el caso, el régimen de descenso, reduciendo la sustentación en las dos alas. En los autos, es solo un elemento aerodinámico.


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09 febrero 2025

¡No me subestime! *

 * Artículo escrito por Manuel Vicent, con el título No sabe usted con quién está hablando.

Cuando siento que mi autoestima está por los suelos, algo que a esta edad me sucede muy a menudo, para levantarme el ánimo recuerdo aquella vez en que una gorila me tocó cariñosamente los huevos, algo que no le ha pasado ni al propio Hemingway.

 

Sucedió en el Parque Nacional de los Volcanes, en Ruanda, en presencia de algunos amigos entre los que había un alto ejecutivo, un deportista de élite que fue medalla de plata olímpica de baloncesto, un catedrático emérito de Economía y algunos más, todos eminentes, que fueron testigos. Después de caminar durante un par de horas por una selva en la que estaba prohibido toser, estornudar y escupir para no contaminarla con alguna bacteria humana, nuestro guía descubrió una familia de gorilas compuesta de 17 ejemplares en la que, además de la pareja estable, había varios hijos e hijas mayores de edad y unos nietos muy pequeños que jugaban a deslizarse por un talud, como los niños en cualquier tobogán de un jardín de infancia. Ignoro si algunos más entre los que se movían por allí serían primos, suegras, nueras y cuñados, todos bajo el dominio y protección de un súper-macho, espalda plateada.

 

Después de observar durante un buen rato su comportamiento, que tampoco era tan distinto al de una familia de clase media en plena merendola en cualquier excursión por la sierra, sucedió un hecho insólito, según el guía: una gorila joven se desprendió de una rama, se acercó a nuestro grupo y al pasar por mi lado me dio con el dorso de su mano un toque muy cariñoso en la entrepierna a modo de saludo. A qué fue debida esta confianza, y por qué fui el único agraciado con semejante caricia, no sabría decir y tampoco encontró una respuesta adecuada mi psicólogo. Tengo por seguro que nunca escribiré una obra maestra que pase a la historia de la literatura, pero no creo que exista escritor o periodista a quien una gorila le haya tocado los huevos.

 

Por otro lado, cuando estoy bajo de moral recuerdo también a aquel monje ciego sentado a la sombra de un sicomoro en el jardín de un monasterio de Shanghái al que pedí un consejo para ser feliz. Me dijo que la máxima felicidad consistía en no tener envidia. Siempre he creído estar a salvo de este pecado capital. Si alguna vez siento una leve punzada en el estómago por el bien ajeno, pienso en la prueba de afecto que me dio aquella gorila y desaparece cualquier atisbo de resentimiento. El monje alargó una mano insegura en el aire hasta posarla sobre mi frente y la dejó allí murmurando una especie de oración; después me golpeó suavemente con el puño el esternón donde reside el timo, la glándula de la fortaleza, mientras me decía: “Si alguna vez sientes envidia, golpéate el pecho como hacen los gorilas y pregúntate quién eres”. Que un monje budista ciego, enormemente viejo, y una gorila joven hubieran coincidido en poner su mano en mi cuerpo para dar fe de mi existencia, durante un tiempo me llenó de confusión. ¿Quién era yo, entonces?

 

Tal vez la respuesta la encontré poco después en uno de mis viajes a Buenos Aires, en el cuarto de baño, situado en un altillo de la librería Clásica y Moderna de la calle Callao, que era a la vez café, salón de jazz, botillería intelectual y refugio de artistas. La posmodernidad consiste en que cada día es más difícil distinguir en las discotecas el lavabo de hombres y de mujeres. Una simple inicial, unos labios rojos o un bigote, una pipa o un tacón de aguja, un sombrero de copa o una pamela, signos cada vez más abstractos y ambiguos sirven para que uno no se confunda en la encrucijada del género, sobre todo si vas borracho. En el altillo de la librería Clásica y Moderna me llevé una sorpresa cuando vi mi foto en la puerta del lavabo de caballeros. Se supone que en ese espacio mi rostro era el símbolo del género masculino, el guía que conducía a los hombres fisiológicamente hacia su verdadero destino.

 

El psicólogo me dijo que las personas, a la hora de optar por la felicidad, unas otorgan el predominio a la mitad superior del cuerpo, donde se generan los pensamientos nobles acompañados por el deseo de belleza; otras, creen que existe más placer en esa zona turbia inferior del cuerpo donde radican los instintos. El psicólogo añadió: “Que te toque los huevos una gorila, que te bendiga un monje tibetano ciego y que tu imagen presida un retrete de caballeros en Buenos Aires, como si ese punto fuera El Aleph de Borges, es motivo suficiente para no tener que envidiar a nadie. Ese premio debe colmar todas tus exigencias a la hora de pasar por este mundo y poder decir: no sabe usted con quién está hablando”.


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07 febrero 2025

De agravios y otras perlas

¿Existe una gradación o escala entre los actos o expresiones destinados a lastimar a las demás personas, o es que todos esos vocablos están relacionados?, ¿o será que, poco más o menos, todas esas voces y expresiones significan aproximadamente lo mismo?

De acuerdo con el gran pensador estoico Lució Anneo Séneca, que vivió sus primeros treinta años mientras también vivió y predicó en Palestina Jesús de Nazaret, solo habría dos niveles de ofensa: la injuria y el ultraje. En un sucinto compendio de sus obras (que más que textos son colecciones de pensamientos y aforismos), encuentro una, intitulada De la constancia del sabio, que algunos interpretan con el sentido de “tenacidad” o “firmeza”. Creo que, dada su temática o tratamiento, debería más bien entenderse con otra acepción, esto es con la de “testimonio”, es decir como “justificación” o “prueba”, mas no como “perseverancia”.

 

Previamente, veamos y comparemos unos pocos sinónimos y definiciones extraídos del DLE:

Injuria: f. Der. Acción o expresión que lesiona la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación. Sinónimos: ofensa, insulto, agravio, ultraje, oprobio, afrenta, baldón, improperio, infamia, vejación, escarnio, denostación, pesadumbre.

Ultraje: m. Acción y efecto de ultrajar. / m. Ajamiento, injuria o desprecio. Sinónimos: injuria, insulto, ofensa, agravio, desprecio, deshonra, deshonor, afrenta, vilipendio, infamia.

Ultrajar: tr. Despreciar o tratar con desvío (desapego, desagrado, frialdad o indiferencia).
Despreciar: tr. Desestimar y tener en poco. / tr. Desairar o desdeñar.

Desprecio: / m. Desestimación, falta de aprecio. // m. Desaire, desdén.

 

Y ahora, unos pocos sinónimos de otros términos similares tomados al azar:

Denuesto: agravio, afrenta, infamia, ofensa, ultraje, dicterio, improperio, injuria, insulto.
Dicterio: insulto, vituperio, improperio, injuria, agravio, invectiva, apóstrofe.
Improperio: injuria, ofensa, insulto, agravio, ultraje, oprobio, afrenta, baldón, infamia, vejación, escarnio, denuesto, blasfemia, denostación, pesadumbre, puteada.
Insulto: agravio, injuria, ofensa, afrenta, denuesto, ultraje, improperio, invectiva, oprobio, vituperio, escarnio, mofa.
Oprobio: humillación, afrenta, agravio, deshonra, baldón, deshonor, ignominia, injuria, vilipendio, infamia, vergüenza.

 

Como se pudiera inferir, casi todos estos vocablos tienen significados parecidos. En su Inventario general de insultos, el académico Pancracio Celdrán, comenta que el insulto es “un acto hostil que pudiera producirse en tres grados distintos: la insolencia, el improperio y la injuria. Para Miquel Echarri, otro periodista español (que también glosa a Celdrán): “todo insulto es un arma arrojadiza que en el temperamento hispano aflora para provocar más risa que ultraje”. Constituye “una de las formas más fértiles del ingenio”, aunque “se convierte en una oportunidad para poder exhibir el mal genio o el mal carácter” (he reeditado la última parte para conseguir una mejor interpretación de los términos utilizados en España).

 

Ahora bien, ¿qué postula el filósofo cordobés? “Distingamos –nos dice– injuria de ultraje. La primera es, por su naturaleza, más grave; el ultraje es más leve porque no hiere a los hombres sino que los ofende”. Para Séneca, el hombre sabio está por encima de las injurias, pues no sabe vivir para la esperanza ni para el miedo. “El agravio –en tanto– es menos que la injuria y de él más nos podemos quejar que vengarlo, puesto que las mismas leyes no lo juzgan digno de castigo”. “Quien con el agravio se altera, hace demostración de que no tiene pizca de prudencia ni confianza, pues sin vacilación se considera despreciado”. “Para rechazar aquella pasión, el sabio cuenta con la magnanimidad, que es la más hermosa de todas las virtudes”.

 

“Contumelia deriva de contemptus: desprecio, porque nadie tilda con tal injuria sino a aquel a quien menospreció y ninguno desprecia a quien tiene por mayor y mejor que él aunque haga algo de aquello que suelen hacer los que menosprecian. El sabio no se venga de ellos sino que los corrige; como poco estima sus lisonjas, desestima también sus vituperios”. “El sabio se pregunta: ¿esto me sucede merecida o inmerecidamente? Si merecidamente, no es agravio sino justicia; si inmerecidamente, la vergüenza de la injusticia ha de sufrirla quien cometió la injusticia”. “Es vergonzoso ceder –exhorta–: ¡defiende el puesto que te señaló la naturaleza! ¿Me preguntas qué puesto es ese? ¡El de varón! Para el sabio hay otro recurso contrario a este; porque vosotros recién estáis recién en la pelea, mientras él ya tiene ganada la victoria”.


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04 febrero 2025

Las normas y la justicia

“Un escritor es lo que lee, lo que vive y lo que imagina”. Arturo Pérez-Reverte. Patente de Corso.

Hace poco estuve leyendo un artículo perteneciente al autor del epígrafe, alguien a quien leo con frecuencia. Él, con su peculiar estilo, contaba de su más temprana experiencia con la Justicia… Estando en el parvulario, la maestra le mandó a hacer una plana en casa, tarea que él repitió hasta considerarla perfecta. Cuando la entregó al día siguiente, la profe dudó de que fuera él quien la habría cumplido y la tiró a la papelera. Su madre, que más tarde había ido a recogerle, lo encontró mohíno y, luego de averiguarle, entró a conversar con la docente. “A partir de ese día, –dice– la profe cambió conmigo y siempre le agradecí por la que fue mi primera lección importante en la vida”… Así me he preguntado ¿cuál pudo haber sido aquella moraleja?

 

Luego de dilucidarlo, he resuelto que, a más de aprender a disculpar a quienes nos lastiman, quizá fuera que hay veces en la vida que siendo uno inocente es juzgado como culpable; o, tal vez, de lo importante que puede ser el poder contar con un buen abogado… Fiel a mi costumbre, me puse a revisar los diversos comentarios. Había uno que me llamó la atención, estaba escrito por un profesional del derecho con amplia experiencia administrativa; advertía que su propósito era desterrar cierto tabú o idea equivocada que había respecto a la Justicia.

 

Es que “cuando estudias derecho –decía quien comentaba–, piensas que, en algún momento, adquirirás la ciencia y la sabiduría de Salomón para saber diferenciar lo justo de lo injusto, sin errar y sin tener duda alguna. Pero eso no es cierto, eso no te lo enseñan ni hay másteres para ello. Te suministran teorías, historia, doctrinas y hermenéutica –ya el tal Kelsen es un jarro de agua fría al respecto– para apreciar que la norma es el sujeto supremo del derecho (se refería a la postura jurídica del austríaco Hans Kelsen). El positivismo jurídico y su interpretación son la estructura básica con que se pretende cristalizar y alcanzar la Justicia en una sociedad”.

 

“Sí –continuaba el individuo– los valores y creencias se tocan de soslayo en las asignaturas. Pero nadie indica, fuera de la norma, dónde está el límite entre lo que es justo y lo que no es. Y la historia te enseña que las normas pueden sustentar todo, hasta las mayores aberraciones, ruindades y atropellos. Al final, caes en cuenta que la noción de Justicia sólo existe en tu conciencia, y que un buen jurista, conocedor de todos los recursos y artificios; igual puede defender con éxito una cosa o la contraria. La idea de Justicia nunca estará clara. Sólo existirán interpretaciones o argumentaciones para respaldar una situación de una u otra forma”…

 

“Así que, bien por conciencia moral, por intereses o por simple jerarquía (u obediencia para subsistir), lo que se hace es aplicar argumentos de todo tipo, en especial normativos y de jurisprudencia, para así justificar la postura que se considera (o a uno le hacen considerar) que debe prevalecer (pero esta es también una mera interpretación). Así, la Justicia viene a ser inexistente y nadie se puede defender, aunque haya sufrido o padecido una situación injusta. Salvo que exista alguien que ‘tenga a bien’ tomar en consideración la postura e interpretación de la parte verdaderamente perjudicada, y se convierta en auténtico abogado del caso”.

 

He pensado que eso es justamente lo que está pasando en estos mismos días en nuestro país, donde se aplican con antojadiza arbitrariedad las normas; donde no se reconoce primero su adecuada validez ni se piensa, tampoco, si la norma invocada es la pertinente para cumplir con el noble propósito de la Justicia. Es penoso reconocer que hoy los textos se interpretan de acuerdo a las conveniencias, que lo que prevalece es la “viveza criolla”, el trapicheo y la ‘leguleyada’, el recurso fraudulento con apariencia de legalidad, la maniobra del cagatintas ignorante –pero avispado, tramposo y sagaz– que se quiere pasar de listo o de “sapo vivo”.

 

Pero… hay algo más que terminaba diciendo aquel abogado-comentarista: “sería bueno conseguirse una buena abogada –decía–; y es por eso que, esa oración, la Salve, dice lo que dice y es la que más me gusta del repertorio católico”. He recordado así una de las primeras plegarias que me enseñaron cuando niño. Aquel Salve Regina conocido también como el “Salve” (¡Ea!, pues, Señora, ‘abogada nuestra’, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, etc.) es una hermosa oración que, alguna vez, habría sido tan solo una antífona, una breve pieza musical propia de las prácticas religiosas del cristianismo. Hacia 1250, sería el Papa Gregorio IX quien la habría aprobado y prescrito para que fuera cantada por los fieles católicos alrededor de todo el mundo.


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