04 febrero 2025

Las normas y la justicia

“Un escritor es lo que lee, lo que vive y lo que imagina”. Arturo Pérez-Reverte. Patente de Corso.

Hace poco estuve leyendo un artículo perteneciente al autor del epígrafe, alguien a quien leo con frecuencia. Él, con su peculiar estilo, contaba de su más temprana experiencia con la Justicia… Estando en el parvulario, la maestra le mandó a hacer una plana en casa, tarea que él repitió hasta considerarla perfecta. Cuando la entregó al día siguiente, la profe dudó de que fuera él quien la habría cumplido y la tiró a la papelera. Su madre, que más tarde había ido a recogerle, lo encontró mohíno y, luego de averiguarle, entró a conversar con la docente. “A partir de ese día, –dice– la profe cambió conmigo y siempre le agradecí por la que fue mi primera lección importante en la vida”… Así me he preguntado ¿cuál pudo haber sido aquella moraleja?

 

Luego de dilucidarlo, he resuelto que, a más de aprender a disculpar a quienes nos lastiman, quizá fuera que hay veces en la vida que siendo uno inocente es juzgado como culpable; o, tal vez, de lo importante que puede ser el poder contar con un buen abogado… Fiel a mi costumbre, me puse a revisar los diversos comentarios. Había uno que me llamó la atención, estaba escrito por un profesional del derecho con amplia experiencia administrativa; advertía que su propósito era desterrar cierto tabú o idea equivocada que había respecto a la Justicia.

 

Es que “cuando estudias derecho –decía quien comentaba–, piensas que, en algún momento, adquirirás la ciencia y la sabiduría de Salomón para saber diferenciar lo justo de lo injusto, sin errar y sin tener duda alguna. Pero eso no es cierto, eso no te lo enseñan ni hay másteres para ello. Te suministran teorías, historia, doctrinas y hermenéutica –ya el tal Kelsen es un jarro de agua fría al respecto– para apreciar que la norma es el sujeto supremo del derecho (se refería a la postura jurídica del austríaco Hans Kelsen). El positivismo jurídico y su interpretación son la estructura básica con que se pretende cristalizar y alcanzar la Justicia en una sociedad”.

 

“Sí –continuaba el individuo– los valores y creencias se tocan de soslayo en las asignaturas. Pero nadie indica, fuera de la norma, dónde está el límite entre lo que es justo y lo que no es. Y la historia te enseña que las normas pueden sustentar todo, hasta las mayores aberraciones, ruindades y atropellos. Al final, caes en cuenta que la noción de Justicia sólo existe en tu conciencia, y que un buen jurista, conocedor de todos los recursos y artificios; igual puede defender con éxito una cosa o la contraria. La idea de Justicia nunca estará clara. Sólo existirán interpretaciones o argumentaciones para respaldar una situación de una u otra forma”…

 

“Así que, bien por conciencia moral, por intereses o por simple jerarquía (u obediencia para subsistir), lo que se hace es aplicar argumentos de todo tipo, en especial normativos y de jurisprudencia, para así justificar la postura que se considera (o a uno le hacen considerar) que debe prevalecer (pero esta es también una mera interpretación). Así, la Justicia viene a ser inexistente y nadie se puede defender, aunque haya sufrido o padecido una situación injusta. Salvo que exista alguien que ‘tenga a bien’ tomar en consideración la postura e interpretación de la parte verdaderamente perjudicada, y se convierta en auténtico abogado del caso”.

 

He pensado que eso es justamente lo que está pasando en estos mismos días en nuestro país, donde se aplican con antojadiza arbitrariedad las normas; donde no se reconoce primero su adecuada validez ni se piensa, tampoco, si la norma invocada es la pertinente para cumplir con el noble propósito de la Justicia. Es penoso reconocer que hoy los textos se interpretan de acuerdo a las conveniencias, que lo que prevalece es la “viveza criolla”, el trapicheo y la ‘leguleyada’, el recurso fraudulento con apariencia de legalidad, la maniobra del cagatintas ignorante –pero avispado, tramposo y sagaz– que se quiere pasar de listo o de “sapo vivo”.

 

Pero… hay algo más que terminaba diciendo aquel abogado-comentarista: “sería bueno conseguirse una buena abogada –decía–; y es por eso que, esa oración, la Salve, dice lo que dice y es la que más me gusta del repertorio católico”. He recordado así una de las primeras plegarias que me enseñaron cuando niño. Aquel Salve Regina conocido también como el “Salve” (¡Ea!, pues, Señora, ‘abogada nuestra’, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, etc.) es una hermosa oración que, alguna vez, habría sido tan solo una antífona, una breve pieza musical propia de las prácticas religiosas del cristianismo. Hacia 1250, sería el Papa Gregorio IX quien la habría aprobado y prescrito para que fuera cantada por los fieles católicos alrededor de todo el mundo.


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