Dice Javier Cercas, en un reciente artículo, “es curioso, cuando mueren tus padres
empiezas a enterarte de cosas raras”... Es justo lo que sentí cuando, estando de
visita en casa de un primo de mi madre, escuché algo relacionado con una supuesta
costumbre de mi padre: el extraño resabio de no querer pagar con puntualidad los arriendos… Alguien me contó alguna vez que le habría dicho a su
casero: “aunque sea súbame la renta, pero no me cobre”…
Papá era un contador metido a empresario, nunca tuvo empacho en vestir de obrero y manejar sus camiones a falta de conductores. Muerta mi madre (yo tenía 6 años) y en sus 40 (era su segunda viudez), ya no ejerció su profesión ni tuvo arrestos para perseverar en los negocios. Encargó sus ocho hijos, se fue a Guayaquil para colaborar con Malaria; y, más tarde, a Tulcán donde dirigió la delegación del Seguro Social. En el ínterin, “cometió” matrimonio otras dos veces. Venía a visitarnos de tarde en tarde, con ello quiero expresar que lo veíamos una tarde de sábado cada dos o tres semanas. Entonces vivíamos (los tres hijos de mamá) con mi abuela Carlota.
Es así cómo lo recuerdo: manejando uno de sus camioncitos que transportaban varillas de hierro desde la estación de Chimbacalle hasta el almacén Acero (en la Venezuela, frente al convento del Carmen bajo)… Nunca un niño se olvida de cuando su padre le montaba “sobre su falda” (como decían antes) y le hacía creer que “lo dejaba manejar”. Nunca supe qué pasó con su empresa que, como entiendo, fue un negocio “a medias” con su padre, el abuelo Alberto, y uno de sus hermanos. Debe haberse producido una disolución amigable, nunca le escuché maldecir o arrepentirse al recordar las razones para su retiro de aquel emprendimiento.
En días pasados pasé a recoger a mi hermano Luis Eduardo para acompañarle a revisar el progreso de una de sus obras (un espectacular condominio de apartamentos que se construye en el sector de Lumbisí). De pronto, cuando íbamos ya de regreso, recordó que debía entregar un documento a Arturo, el mayor de mis hermanos, un conocido abogado que vive por ahí. Arturo es un conversador infatigable; juez y profesor universitario, ha sido maestro de uno de cada dos abogados que yo he conocido. Mientras departíamos, ponderé un cuadro que cuelga en la sala de su casa: es un escorzo de la plaza de San Blas. En él, junto a la iglesia, se observan dos casas que pertenecieron a personajes que conocí: uno fue suegro de Enrique (el primo de mi madre de quien hablo más arriba); y, el otro, fue abuelo de quien fuera “mi primera enamorada”.
Así, de comentar una pintura, pasamos a convenir en visitar a ese primo de mi mamá. “Enrique era un tipo generoso, un funcionario muy querido en Finanzas”, recordó Arturo. Ya de visita, enumeró las varias casas dónde él había vivido “antes de que mi papá se casara con tu mamá” (así fue como lo dijo): “de la Belisario fuimos a la Colón; de ahí a la Rocafuerte, en el barrio de la Loma. De vuelta al norte, fuimos a la Vargas, frente al Mejía; y de ahí a la casa de la Caldas” (esta fue, a su vez, la primera morada de la que yo mismo tengo memoria: ese es mi más remoto recuerdo). Por eso, mientras cumplíamos con la visita, en forma espontánea y algo ingenua, como quien hacía una simple pregunta animada a escarbar en el recuerdo, le consulté a Arturo por el motivo para que hubiéramos vivido en tantas casas. “Es que, creo que 'tú papá’ era un poco tramposito” –musitó– y se puso a contar una infantil anécdota:
“Una mañana de sábado, serían las siete, mamá me despertó. Me dijo que fuera a la puerta de calle y le dijera a un tipo, a quien nunca había visto, que papá ya no estaba pues había salido temprano a trabajar. Cuando volvía, pude ver, a través de la puerta entreabierta del dormitorio, que papá todavía dormía en su cama… Esa súbita certeza, la de que me habían pedido que dijera una mentira, fue la primera gran desilusión que tuve en mi vida”.
“Pasados unos pocos días, fui a casa de un chico que era mi compañero de escuela: era un gran dibujante, fui a pedirle que me ayudara con un mapa que debía entregar como tarea. Me habían dicho que su padre era muy acomodado, y que sus rentas le permitían vivir sin trabajar. Su apellido era Muñoz y vivía frente a la Basílica; la puerta de su vivienda llevaba directo hacia la sala; ahí, desde un enorme retrato que habían colgado en la pared, me miraba en forma ceñuda y un tanto arisca ese mismo hombre. Era “el señor de la mentira”, era el mismo sujeto, con cara de pocos amigos, que había ido a buscar a papá aquel sábado... Así comprendí que aquel individuo había ido a casa a cobrar el arriendo, cuando –en forma tan inocente– dijera sin querer la primera y más grande mentira de mi vida…”

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