18 febrero 2025

Del mapa a la viñeta

En Extremadura, cerca de Portugal y unos 50 km al norte de Badajoz, existe una pequeña villa, no por pequeña insignificante: cumplió esforzada labor en los años de la Reconquista. Se llama Alburquerque, nombre que, según dicen, vendría de albus quercus, vocablo latino que querría decir roble o encina blanca, todo para asignarle significado a una eventual toponimia, la de “país de los alcornoques”. Este árbol, el alcornoque, produce la bellota, utilizada para cebar al cerdo; de él se obtiene también el corcho, de gran valor para la industria vitivinícola.

Pero Albuquerque, ya sin la primera ere, es el nombre de una ciudad de Nuevo México, en los Estados Unidos, está bañada por el río Bravo –quizá más conocido por nosotros como río Grande–. El nombre se ha deformado un poco, quizá para facilitar la pronunciación en habla inglesa. Los norteamericanos la conocen por ABQ (ei-bi-quiu), Burque o Duke City. La ciudad fue fundada hacia 1706 en honor al virrey de Nueva España, un tal Francisco Fernández de Cueva, X duque de Alburquerque. La urbe es hoy la más poblada del antes mencionado estado, su área metropolitana cuenta con algo más de un millón de habitantes.

 

He querido hacer esta larga, aunque necesaria, introducción para comentar que existe un pequeño mapa, en la página de esta ciudad, en la Wikipedia, que refleja la realidad política de Norte y Centro América en los albores del Siglo XVIII (hace unos 300 años). En el plano puede verse, en color rosado, la extensión de Nueva España, que –para entonces– englobaba los actuales estados suroccidentales de los actuales Estados Unidos, también incluía Cuba y Sto. Domingo, y llegaba hasta Panamá. Adicionalmente, abarcaba las dos Californias (Alta y Baja), Nueva Navarra, Nueva Vizcaya, Nueva Extremadura, Nueva Filipinas, Nuevo Santander, Nuevo México y los reinos de Nueva Galicia, México, Yucatán y Guatemala. Toda esa área, casi duplicaba el territorio de lo que eran entonces los Estados Unidos. En esos días, el Golfo de México se llamaba Golfo de España.

 

Estados Unidos, mientras tanto, está sombreado en color anaranjado (constan solo los estados originales); todavía no se incluye Luisiana ni Florida, ni tampoco los actuales estados septentrionales de Wisconsin y Michigan (todos coloreados en un tono más bajo). Del mismo modo, constan en amarillo el así llamado País de Oregón y el disputado Territorio de Missouri, entidad que se conocía como Lousiana, que fuera más tarde comprada a Francia en 1803, y que sería reconocida por Meriwether Lewis y William Clark (Expedición Lewis & Clark) un año más tarde. Tampoco consta –desde luego– la otra gran adquisición, Alaska, comprada a Rusia en 1867. Estas últimas transacciones costaron 7.2 y 15 millones de dólares respectivamente…

 

Tan ridículas negociaciones –y tan esperpénticas cifras– pueden entenderse en nuestros días, debido a lo todavía desconocido e inhóspito de los territorios involucrados, así como por las inimaginables distancias que hasta ellos se creía que existían, si se toma en cuenta los medios de transporte entonces disponibles. A esto ha de sumarse el incipiente desarrollo tecnológico que existía en el mundo, que no hacía posible anticipar el rápido método de transporte que proporcionaría la aviación; así como las futuras técnicas de prospección y extracción de los hidrocarburos y otros importantes minerales… ¡Verdaderas gangas, de todos modos!

 

Tan curiosa como sorprendente indagación viene oportuna cuando Donald Trump, el recién reelecto presidente de Estados Unidos, habría anticipado un agresivo plan de adquisición de nuevos territorios, pues ya ha anunciado, en forma intransigente, que plantearía la compra de: Groenlandia, la isla más grande del mundo, que pertenece al reino de Dinamarca, que, por otra parte, es también miembro de la propia OTAN (se estima que la enorme isla tiene gran importancia geoestratégica y abundantes recursos naturales); también Canadá, un estado libre e independiente; y, finalmente, el Canal de Panamá, que antes ya estuviera administrado por los EE UU.

 

Lo último me recuerda una breve conversación que tuve una mañana en el terminal del viejo aeropuerto de Quito, con quien fuera mi maestro de Literatura, un exilado que había dejado su patria huyendo de la dictadura castrista: Luis Campos Martínez. Al comentarle que estaba considerando la posibilidad de estudiar diplomacia, me espetó: “¿Para qué, chico?, te voy a confiar algo: es mi presagio que en 50 años ya no habrá en el mundo ni fuerzas armadas, ni entelequias como las fronteras o las banderas”… ¡Pobre, Dr. Campos!, jamás se hubiera imaginado que, pasado el tiempo, los mapas seguirían siendo la misma caricatura y el mundo testigo de la subsistencia de criterios así de prepotentes como de planes así de disparatados...


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