21 febrero 2025

Dinero chico, dinero grande *

 * Escrito en abril de 1991 por Luis Landero. Condensado para satisfacer el formato de Itinerario Náutico.

No sé qué morbosa curiosidad o rústica fascinación nos mueve, a quienes nada sabemos de economía, a leer la sección financiera. Hay cifras tales que los propios especialistas optan por expresiones que son verdaderos vislumbres vanguardistas. Al modo de aquella escena de Madame Bovary en que los criados se asoman a las ventanas del castillo para ver danzar a sus señores, nosotros, los usuarios del dinero chico, nos alzamos de puntillas para espiar el espectáculo excitante del dinero grande. Esta clasificación del dinero me fue revelada en la adolescencia, antes de leer a Dos Passos y ver la película América, América, de Elia Kazán.

 

Frecuentaba entonces un quiosco que vendía tabaco suelto y chucherías, y se cambiaban, por unos pocos céntimos, novelas de todo tipo. Lo regentaba un tal señor Emilio, que había sido durante 40 años conductor de tranvía. Ahora estaba jubilado, tenía un retiro de 1.500 pesetas al mes y se ayudaba con el quiosco para sobrevivir. El señor Emilio sabía mucha geografía. Se conocía al dedillo las capitales de todos los países, qué montañas eran las más altas y qué ríos los más largos. Y también curiosidades del tipo de cuáles eran las mayores fortunas del mundo. Por si fuese poco, había leído un libro, un solo libro: una biografía de Alfred Nobel, el inventor de la dinamita, a quien juzgaba, sin discusión, el hombre más sabio que hubiera habido nunca.

 

A pesar de todo, El señor Emilio consideraba que el destino no lo había tratado con justicia, y que con un poco más de suerte podía haber sido un buen comerciante, e incluso, un inventor, como el propio Nobel. Tenía una casita en su pueblo de Ávila, adonde iba en agosto, y se pasaba buena parte del año ideando formas de combatir a las hormigas, que no sólo invadían su casa, sino que estaban socavando sus cimientos. Mezclaba distintos tipos de veneno y hacía pruebas que guardaba en una lata. Aquello le llenaba de orgullo, porque lo emparentaba con el genio. Decía: "Aquí andamos con los inventos, siguiendo la estela del gran míster Nobel".

 

Una tarde me dijo que tenía un secreto que nunca había revelado a nadie. Le tiré de la lengua y, tras algunos reparos, acabó confesando que allí donde lo veía, ganándose unas pesetillas, él era un poderoso señor, dueño de un gran jardín privado. No pude menos que reírme con aquel desvarío; a lo que él, ofendido en su dignidad, me dijo que si le guardaba el secreto me enseñaría sus propiedades. "El próximo domingo –proclamó– ven a las diez y te mostraré mis jardines, ante los cuales Versalles palidece. Y tráete algo de comer, porque recorrerlo cuesta un día entero". En efecto, dedicamos todo el domingo a recorrer su jardín privado: el más hermoso y secreto de toda la ciudad. Dedicaba los feriados a cuidarlo y pasear por él. Lo regaba, podaba y mantenía limpio de yerba; y sufría con las sequías y tormentas, y la especulación del suelo.

 

Fue entonces cuando me habló de las dos clases de dinero. Su pensión o las ganancias del quiosco, eran dinero chico. "¿Y el grande?", le pregunté. "Ese es invisible, como Ellos –dijo– está en todas partes pero no se lo ve, igual que con mi jardín". El señor Emilio distinguía también entre dictadores grandes y chicos. Los chicos eran los inspectores de policía que a veces venían a requisarle el tabaco de contrabando. El grande a mí me parecía inofensivo. Al fin y al cabo, vivía lejos, en un palacio, y yo no sufría por ello. Pero El señor Emilio me dijo: "Pues no, el grande es como el dinero grande, que está en todos los sitios, pero tampoco se lo ve". Y así aprendí que las grandezas y miserias de este mundo quedaban unidas por el hilo de la fatalidad.

 

Al señor Emilio le admiraba que no le concediesen el Premio de Economía a gente como Rockefeller u Onassis, pero sí a hombres asalariados, que a veces vivían en pisos modestos. "Ya puestos –comentaba– mejor que lo dieran a cualquier pobretón". Me aseguró que no hay ciencia más difícil que contar con los dedos las monedas cuando se tiene hambre, porque uno lo que hace en realidad es el cálculo de las necesidades y deseos (y no de las monedas); por eso, las cuentas del dinero chico no pueden salir nunca. El pobre hace poesía con el azar; el rico lo cultiva. Entre la miseria y la justicia hay un abismo que sólo se puede salvar con un vuelo poético.

 

Por eso, cuando leo las páginas financieras, llenas de fantasías retóricas, comparo la estética del dinero grande (que vemos, ya degradada, en los culebrones o en los anuncios publicitarios) con el lirismo sobrecogedor del dinero chico, y entiendo que, en ese tipo de cuestiones, sólo la fantasía que nace del sufrimiento esconde siempre una verdad abrasadora.


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