16 octubre 2010

Copiapó

Hay veces que la realidad parecería tratar de imitar a la ficción. Eso es lo que ha sucedido estas últimas semanas con la hazaña heroica de los treinta y tres mineros atrapados en la mina de cobre del desierto chileno de Atacama. Esa es una historia de resistencia y esperanza, de organización y de solidaridad. Es también la historia de una tragedia que se frustró con la determinación de todo un pueblo por rescatar a sus compatriotas y por llevar la imagen de un país unido y solidario a todo el mundo. La tragedia que pudo ser, se convirtió así en lo que Julio Verne nunca imaginó ni relató: “Un viaje desde el centro de la tierra”.

Fui a Chile por primera vez hace ya como treinta años. Ese país salía entonces de una experiencia colectiva traumatizante: la toma del palacio de La Moneda y la caída del primer gobierno de izquierda elegido democráticamente, en ese largo y angosto territorio avecinado a las frías aguas del Océano Pacifico. Ese era un Chile donde todavía se hablaba en voz baja, donde una dictadura de mano fuerte había empezado a oponer las diversas visiones que podían tener el bienestar y el progreso con su intransigente intolerancia. Chile era en ese entonces un país de gente taciturna que caminaba apresurada, era un país sin anuncios comerciales que vivía entre la confusión y la esperanza; a medio camino entre el reclamo y el conformismo, entre la ira y el resentimiento.

El país del Mapocho era por esos años lo que nadie más quería ser en America Latina; sin embargo, fue necesaria esa experiencia para que el pueblo chileno saliese fortalecido. La vivencia les hizo comprender el valor del trabajo colectivo y de la solidaridad; les enseñó el beneficio que pueden ofrecer la planificación y la perseverancia en el esfuerzo. Sólo hacía falta tomar un auto de alquiler en Santiago para comprobar el nivel de educación del hombre medio. Uno podía advertir que las mismas semillas que antes habían permitido florecer la disensión y la inconformidad, estaban ya echadas para sembrar unos nuevos objetivos comunes y concretos.

Y esta fue la imagen que en este Octubre, los chilenos nos ofrecieron al mundo: la de un pueblo unido, con un sentido maduro de colectividad, que puso sus mejores recursos humanos y materiales al servicio de un encomiable empeño. Chile supo saltar por encima de las diferencias políticas y consiguió unirse detrás de una causa que le identificó y que se transformó en el símbolo de un nuevo concepto social. Porque Chile es el primer país de nuestro rezagado continente que ha logrado redescubrir el real sentido de la más manoseada de las palabras del léxico político: prosperidad. Sí, porque no hay progreso sin esfuerzo, ni se consigue el desarrollo sin el ingrediente aglutinante del acuerdo social.

Fue también positivo y estimulante para el mundo poder presenciar esta jornada de empeño compartido y de solidaridad. La gente acostumbrada a la cobertura de las tragedias y las calamidades de la condición humana; pudo apreciar una historia distinta convertida en heroica hazaña, en un guion donde destacaban la redención y la esperanza; el compromiso político y el estímulo social. Presenciar al humilde minero convertido en orgulloso e improvisado héroe, comprobar su educación y facilidad de comunicación, fue una clara lección de lo que pueden lograr los objetivos comunes y el sentido de colectividad.

Hay acontecimientos que conmueven e inspiran por su trama y su desenlace. La odisea de los mineros entrará a la historia del hombre con la fuerza de otras aventuras sustentadas en la perseverancia, la ilusión y el afán por sobrevivir; a pesar de los desacuerdos internos, el aislamiento y la adversidad. Sin esos primeros elementos no se hubieran satisfecho nunca los viajes de descubrimiento, jamás se hubieran conquistado en el mundo los avances signados por las huellas de la dignidad.

Las hazañas se hacen siempre con el espíritu dispuesto de un pequeño puñado de hombres que se impulsan en los vientos de la ilusión y la prosperidad. Esta historia de treinta y tres mineros, con todo su contenido humano y el valor de su propio empeño, ha de entrar en los anales de las aventuras de otros personajes que, en el pasado, nos dejaron su mensaje y su ejemplo de sacrificio, compromiso y lealtad. Este heroísmo nos hace difícil no recordar los viajes de Jasón, de Cristóbal Colón o de Sebastián Elcano; o las luchas por la individualidad del pensamiento; o la vocación al martirio en la persecución de los anhelos de libertad.

Este hecho afortunado y memorable, nos ha de fascinar con el encanto narrado en no repetidos cuadernos de viaje, como en los diarios de Colón o Pigafetta, y nos ha de inspirar siempre como ya lo hicieron los sobrevivientes del accidente aéreo de Curicó, en Los Andes; o como propusieron desde antes los todavía más notables acontecimientos a los que debemos la independencia de la opresión y la vida en armonía y libertad. Copiapó será siempre el hermoso cuento de un grupo de gente buena que luchó contra la adversidad, gente que supo convertirse en protagonista sin acceder al protagonismo; será una historia de fortaleza moral y un ejemplo de dignidad. En fin, una humana aventura de ilusión y solidaridad.

Al intentar un homenaje a estos valientes mineros rescatados de la profundidad de la tierra, he recordado el pensamiento del cántabro Vital Alzar contenido en una leyenda de su monumento en la playa de El Sardinero: “La fe es la barca, pero sólo los remos de la voluntad la llevan”. Sí, porque no sólo hay profundidad en los oscuros socavones de las entrañas de la tierra, ella también existe en los iluminados valores donde triunfan la fe y la voluntad!

Shanghai, 17 de Octubre de 2010
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