06 octubre 2010

Teoría de la absoluta relatividad

Estoy “bravo”; digamos que furioso, y no sólo “un poquito resentido”. Es que, cómo no iba a estarlo! Me ha llegado un correo electrónico que, en forma que quizás sólo aspira a la broma risueña, se refiere a dos “ancianos de sesenta y cinco años” que, cual si a esa edad ya les haría falta recluirse en un asilo, hacen parte de su vida en un geriátrico hospital. Es que… llamar “ancianos” a una pareja de sesenta y cinco… no sólo es injusto y anacrónico; sería como llamar adolescentes a dos recién nacidos, como tildar de personas maduras a dos jovencitos que recién viven los afiebrados años de su incipiente pubertad!

Sí, me parece un insulto injusto, realmente un contrasentido; pero, lo entiendo, persuadido, como estoy, que dicho mensaje sólo intenta participar una nota de humor y no lastimar, con una ironía negativa, el hecho inexorable del avance de la edad. Todos vamos hacia el mismo destino, que es el de envejecer; y como decía hace mucho tiempo uno de mis más queridos hermanos: “quien va al anca, no va atrás”. Crecer, madurar, envejecer, convertirnos en viejos, es nuestro sino ineludible. Lo importante es saber aceptar el inevitable transcurrir del tiempo, es saber aceptar con dignidad y con gracia esa inexorabilidad.

Lo que sucede es que los medios y la publicidad, al igual que la literatura, se encargan de ir creando la falsa ilusión que no vamos a envejecer jamás, que la vida es un cuento feliz, en donde la última despedida no es parte de su inaplazable e impredecible final…

Sí, además, porque es sólo en los cuentos infantiles que no se envejece ni se muere; porque ser joven es ante todo saber aceptar que hay cosas que ya no se las puede hacer cuando uno llega a cierta edad. Seguir siendo joven es ante todo, saber reconocer que el tiempo tiene un transcurrir vertiginoso, es aceptar que todavía se tiene tiempo para el compromiso, para seguir aceptando lo que en la vida se llama responsabilidad. Alguien dijo que la juventud no era sólo una circunstancia cronológica, que era más bien un estado de ánimo, un no aceptar una tarea como acabada y concluida, un permanente estado de disponibilidad…

Pero, acepto el cumplido con una de las mismas armas y recursos que me ha otorgado esto de “la edad”: ese refrescante y conciliador abrigo llamado magnanimidad. Y, con este mismo atributo que me ha regalado el tiempo, juzgo que quien así se ha referido, para calificar como “ancianos” a “unos jóvenes que van camino para viejos”, lo ha hacho muy probablemente influenciado por algo que interviene en todo aspecto en la vida: la también inevitable teoría de la relatividad. Porque todo resulta relativo en la vida; y de este caprichoso carácter no escapan ni la belleza, ni la verdad, ni la riqueza; y, por lo mismo, tampoco escapan las circunstancias que se relacionan con la edad.

Uno va aprendiendo con los años que nada es absoluto en la vida, que todo es relativo, que si hay algo absoluto es únicamente la relatividad… La riqueza y la pobreza son relativas, lo son también la belleza y la fealdad. La verdad tiene que ver con el lado subjetivo de quien la proclama o de quien sus proposiciones acepta. Todo depende de un punto de referencia; en esto justamente parece consistir una teoría física que no siempre entiendo y que mi tocayo Alberto Einstein, desarrolló con el conocido nombre de “Teoría de la Relatividad”.

Parece que hasta la felicidad misma es relativa. Hay quienes piensan que esa felicidad no existe, que llamamos con ese nombre a breves y ligeros momentos de dicha, que son muy cortos para llamarlos con el definitivo y absoluto nombre de “felicidad”. Con mis “relativos” cortos años, y limitada experiencia, he ido también aprendiendo que la realización en la vida tiene que ver, más bien, con la propia y subjetiva expectativa. Esto en cierto modo es una bendición, pues se puede acceder a la plenitud no sólo con satisfacer lo que uno espera, sino además con sólo morigerar y atenuar nuestra propia aspiración, con reducir lo que estamos dispuestos a esperar. Es por tanto relativo hasta ese idealista concepto que parece justificar nuestro paso por la vida y que todos parecemos perseguir con obsesión: ese valor absoluto llamado felicidad…

Claro… todo parece depender del punto de referencia, de la atalaya desde donde se mira… Cuando yo era muchacho, me parecían viejos los que en ese entonces sólo me doblaban en edad. Conservo todavía una fotografía de mi padre cuando sólo era un hombre de edad mediana; pero en la misma, aún ahora, él me sigue pareciendo como si todavía fuera un hombre caracterizado por una circunstancia que hoy ya no es vigente: la diferencia que existía entonces en nuestra respectiva edad. Es curioso e insólito tener que reconocerlo: hoy soy ya casi un lustro más viejo que la edad que entonces él tenía; pero estoy persuadido que siempre lo seguiré viendo como a un hombre más viejo, sin importar mi propio e inevitable envejecimiento, como que no intervendría el cambiante y travieso ingrediente de mi “avanzada” y siempre “avanzante” edad.

Es que… todo en esta vida es relativo. Lo es el tiempo y, por lo mismo, inclusive la incomprensible teoría de la relatividad!

Shanghai, 6 de Octubre de 2010
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