25 octubre 2010

De pasajes y retruécanos

Lo descubrí una tarde en la vitrina de la botica del vecindario. Y así es como se convirtió en uno de mis pasatiempos favoritos. Se trataba de un juego de dados, que consistía en avanzar las fichas permitiendo adelantar o retrasar los espacios, con los resultados que se iban produciendo por el azar del cubilete. El tablero era un mapa que contenía los caminos del país. Unas palabras escritas en relieve lo identificaban como “La vuelta al Ecuador”. Nunca se me hubiera imaginado que el entretenimiento habría de tener un carácter premonitorio… Ironías que tiene la vida y vida que suelen tener las ironías...!

Quién me hubiera dicho que un idéntico recorrido habría de cumplir yo mismo, pocos años más tarde cuando, llegadas las vacaciones anuales de verano, habría de embarcarme en interminables desplazamientos que me habrían de conducir a un alejado lugar de nuestra geografía. Tratábase de un poblado que olía a frutas, ubicado en uno de los más húmedos y tropicales rincones de la costa. Era un sitio próspero, aunque de calor incordiante, donde todos los mosquitos del mundo se habían concertado, en acuerdo porfiado y perverso, para acosar y atacar a los serranos. El lugar se llamaba Pasaje. O, mejor dicho: “Pasaje de los mosquitos”.

Pasaje era un pueblo donde nadie sabía el porqué de su singular nombre. Un nombre que invitaba a abrir el diccionario para tratar de justificar con los múltiples significados que tiene el término, la razón que tuvo, quien lo bautizó, para otorgarle tal nomenclatura. No se sabía qué es lo que el nombre quería decir: si acción de pasar; o, más bien, si lugar de paso. Ah, los misterios del mundo y el mundo de los misterios!

Lo cierto es que un olor dulzón, a cacao puesto a secar al sol, invadía con su perfume rancio e intransigente. Veredas y patios denunciaban con su producto la condición de prosperidad de sus dueños indiscretos. Nadie estaba para disimular el motivo de sus fortunas. Pasaje era un pequeño lugar donde se vivía entre la ostentación y el esfuerzo; entre la abnegación y la competencia. Y, en medio de todo: yo, un muchacho serrano atormentado por el clima y expuesto al ataque virulento y sin piedad de una invasión de mosquitos persistentes y traviesos.

Llegar a Pasaje requería de un viaje arduo, consistente en varias jornadas, que lo tornaban en interminable. Un avión nos llevaba primero a la entrada de la selva amazónica, donde habíamos de esperar por dos o tres días hasta que otro de los vuelos entre Sucúa y Cuenca, pudiera transportarnos. Era un tramo tortuoso, donde había que compartir un exiguo espacio con la carne fresca, recién faenada, que se enviaba desde el Oriente. Llegar a Cuenca después de haber subido sin oxigeno hasta catorce mil pies de altura; en una aeronave azotada por continuos vientos turbulentos; y sumergido en ese olor pungente y nauseabundo, era como acceder a un ansiado paraíso. Uno podía sentir al llegar, esa extraña sensación de victoria que suele tener el alivio.

El tránsito por Cuenca, era como pasar por un lugar de reabastecimiento. Era volver a prepararse para un ajetreada jornada en un transporte interprovincial que descendía los vericuetos de un incierto camino a velocidades demenciales. Luego de muchas horas de lindar con precipicios y con el magnetismo de los prematuros llamados de la muerte, se llegaba finalmente a unas verdes planicies donde parecía no existir más vegetación que las interminables plantaciones de banano, que la gente del litoral conocía por allá con el nombre de guineo.

Llegar a este cantón Orense representaba descubrir otros sabores y otros olores. La tierra estaba siempre como mojada y una suerte de no concluidos parterres denunciaban, más que las intermitencias del progreso, la condición misma de las “ilustres” administraciones de turno. Frutas de nombres nunca escuchados y sabores jamás antes disfrutados nos tentaban con su seductor encanto: badeas, mameyes, zapotes y guabas. Pero sobre todo guineos, muchísimos guineos.

Más de una vez un zancudo indiscreto me besó en los labios, sólo para producir una visible hinchazón que me atormentaba con sus escozores y con el ardor de las burlas ajenas. A veces fue la “bemba” enardecida; otras, un ojo cerrado por un insólito hematoma. Y, más de una vez, fue una de mis orejas, la que se había inflamado de tal forma, que era fácil que me confundieran con un monstruoso engendro.

Cubiertos en la noche por la red aislante de los mosquiteros, teníamos tiempo para la intimidad de los coloquios y para los coloquios acerca de la intimidad… Tiempo para distraer ese obligado encarcelamiento en la celda de los livianos tules protectores; para ensayar un “páreme la mano” y ejercitar la destreza para escribir con prisa palabras que empezasen con la misma letra, representando frutas, flores, colores, nombres de persona y de países...

Recuerdos y meditaciones de lo que fueron los ingenuos pasatiempos de mi infancia; y también de lo que fue la infancia de mis ingenuos pasatiempos!

Shanghai, 25 de Octubre de 2010
Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario