13 octubre 2010

El oscuro frenesí de la sangre

No recuerdo cuando escuché por primera vez esa expresión. Es probable que la haya relacionado por entonces con esos episodios de exaltación que tienen ciertos arrebatos que adquiere la pasión, cuando se presenta en sus maneras más comunes: la ira y la lujuria. O dicho de mejor modo: la furia descontrolada y lo que un ingenioso amigo de juventud llamaba “la venida de los angelitos” para referirse al clímax sensual. Era esa frase, pensaba yo, una forma de expresar esa especie de atropello que suele tener la sangre, cuando nos enfrentamos a ciertas situaciones, que parecerían producirnos un indescriptible arrebato interior.

Es justo lo que yo sospechaba que le ocurría a nuestro vecino de barrio, un jovenzuelo aturdido y emponzoñado, que buscaba camorra a todo aquel que, al pasar por la vereda de su casa, le quedaba mirando por un segundo demás; porque quedarle mirando a él era algo que su escasa tolerancia no le permitía soportar. Ahí él entraba en una suerte de confuso trance, era como que había perdido de golpe el control sobre su precario juicio. Porque el loco de enfrente, como le llamábamos, parecía reaccionar como si un fuego invisible le hubiese puesto a hervir sus fluidos interiores, o como si un vendaval hubiese provocado esa rabia que parecía dar fuerza sobrenatural a su torva anatomía, espoleando con un portentoso acicate la irritabilidad de sus sentidos.

Siento, yo mismo, esta clase de exaltación de tarde en tarde. Me parece que algo misterioso y confuso se ha introducido en mi cuerpo y se ha apoderado de mí para dominarme por adentro. Ahí, y sin que ya nada pueda hacer por evitarlo y detenerlo, este singular impostor toma posesión de mis sentidos y me convierte en una dócil marioneta que se deja llevar por sus caprichosos designios. Esto pasa cuando escucho una cierta clase de música; y sin que tenga tiempo para advertir ni prevenir este instante crítico, me viene un deseo descontrolado por ponerme a bailar. Cuando esto sucede, me libero y me abandono; y casi sin darme cuenta, de pronto y con espontánea ocurrencia, me pongo a bailar en solitario. Es cuando todo se me convierte en un inmanejable torbellino. Es como si un ritmo enajenado me desbordara con su rara e impetuosa manifestación.

Entonces, cual si se tratase de una traviesa y repentina embriaguez, se apodera de mí un extraño y avieso furor. Lo he sentido en forma repentina muchas veces; e impulsado por el son y el ritmo de la música, siento lo que nadie más parecería estar en condición de percibir. Algo dentro de mí parece que me incita y que me impulsa; y yo, ajeno a otras presencias y otros prejuicios, siento de golpe que no me importan ya ni mis recelos, ni los criterios y los comentarios de mis vecinos. Me dejo ir, me dejo llevar por el ritmo de esa percusión que me impele y que me empuja. Tengo la liviana impresión que me desplazo por el aire. Es la sensación de un gozo etéreo que me persuade que me he puesto a volar…

Entonces surgen la pasión y el arrebato; el frenesí y la fantasía. Se impone la sensación de un corazón que late atropellado y delirante, que lo que intenta es desbordar. Ahí descubro aquel fluir vertiginoso que parecería tener la sangre. Es sólo ahí cuando interpreto qué es lo que otros entienden por aquello de “el oscuro frenesí de la pasión”. Ahí mi respiración se entrecorta; mi pulso, en imprevista vorágine, se acelera. No soy ya el que sigue las variaciones de la melodía; es como si el ritmo me persiguiera para acompañarme, para envolverme, para participar del embrujo inusitado de este travieso deambular.

Me pregunto: era eso lo que sentía mi viejo cuando yo era niño y él se ponía a recitar? Era este como extraño éxtasis el que a él lo transportaba a un mundo ajeno y distante? La pasión parece ser como un licor cuyo pertinaz efecto embriaga sin atenuantes. Cuando en la sangre fluye este sorprendente frenesí, uno pierde la capacidad para poderlo dominar. La pasión se convierte en un río torrentoso y desbocado que irrumpe sin encontrar un dique que lo pueda moderar.

Me averiguo si la suma de estos embriagantes momentos se ha de parecer al ansiado paraíso. Será todo sólo calma allá arriba? Algo similar a una quieta paz, ausente de estos inexpresables momentos que parecen definir más la insania que la felicidad? Intuyo que estos impromptus han de existir allá arriba en el cielo. Propongo que ha de ser en esas continuas instancias de perturbación y raro encantamiento, donde ha de residir el apogeo de la eternidad. El paraíso sería un lugar destinado para el trance permanente; un espacio para que la furia y el delirio, envueltos en remolino impetuoso, puedan satisfacer su afán de plenitud.

Bueno, me voy... La música está que me invita y que me llama; siento que algo por ahí adentro me participa con la convocatoria de su oscura tentación. Sí, lo sé. Sé que es la cuota anticipada de mi propio e inefable paraíso celestial!

Shanghai, 13 de Octubre de 2010
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