29 octubre 2014

El dilema de los árabes

Hay un escritor libanés que quizá no ha alcanzado todavía renombre por estas latitudes. Poco a poco, sin embargo, su extraordinario talento ha ido adquiriendo un reconocimiento cada vez más universal. Se llama Amín Maalouf; reside en Francia, donde se ha exilado luego de la guerra civil que afectó a su país de origen. Su obra tiene la particularidad, y la virtud, de combinar dos visiones a menudo contradictorias: la perspectiva occidental y esa otra que se nos antoja incomprensible y, a veces, impredecible: la mentalidad árabe.

He devorado con fruición, hasta aquí, dos de sus principales obras; aunque no son ni las más famosas ni las más relevantes. Me he entretenido con “El viaje de Baldassare”; y después he disfrutado con un texto histórico fascinante: “Las cruzadas vistas por los árabes”. En este relato, Maalouf hace referencia a los episodios de dos cruciales siglos de nuestra Historia, los mismos que, más que consolidar la hegemonía musulmana, habrían de establecer aquel aislamiento religioso y cultural que todavía persiste entre esas opuestas concepciones.

Si la narrativa contenida en “Las cruzadas” me ha obligado a subrayar tantos sucesos curiosos, y tantos datos y anécdotas de contenido trascendente, ha sido su epílogo el que ha tenido el raro efecto de hacerme meditar, no sólo en ciertos aspectos de la actitud árabe-musulmana, sino especialmente en la probable influencia que esa mentalidad pudo habernos legado, a través de la permanencia árabe en el Al-andaluz -la España que soportó tal influjo hasta el umbral mismo del descubrimiento-, en nuestro enfoque social y en nuestra estructura política.

Así, más importante que relatar las correrías de Saladino o los mutuos recelos que exhiben esas facciones irreconciliables, la obra del libanés tiene el extraño efecto de hacernos meditar en que las cruzadas, lejos de contener el avance del Islam, supo más bien provocar su efecto contrario… Sería con las cruzadas que el centro cultural del mundo habría de desplazarse hacia Occidente. En el criterio del autor libanés, esta traslación sólo fue posible debido a ciertas carencias (“taras” las llama él) que desde siempre aquejaron al pueblo árabe.

Maalouf argumenta que los más importantes héroes y dirigentes musulmanes que protagonizaron las cruzadas siempre fueron turcos, kurdos o armenios, pero que nunca fueron árabes; aquellos se habían asimilado como hombres de Estado, pero es sintomático reconocer que nunca se propusieron hablar en idioma árabe. Dominados y oprimidos, como extraños en su propia tierra, los árabes nunca pudieron consolidar el florecimiento cultural que habían iniciado en el siglo VII.

Pero la mayor carencia que Maalouf descubre es su incapacidad para crear y mantener instituciones estables. Mientras los europeos demostraron pericia en este sentido, los árabes comprobaban cómo toda monarquía quedaba amenazada a la muerte de su soberano y degeneraba en una nueva guerra civil… ¿Habría que culpar de esto a las sucesivas invasiones?, ¿o, tal vez, al origen nómada de sus diferentes pueblos? Lo cierto es que la ausencia de esas instituciones dejó consecuencias lamentables en lo atinente a las libertades. Los europeos, cuyo concepto de justicia tuvo aspectos que los árabes juzgaron de “bárbaro”, eran vistos como una sociedad “distribuidora de derechos” que se caracterizaba por un gran sentido de equidad. En cambio, en el mundo árabe el poder excesivo del príncipe supuso un retraso para el desarrollo comercial y el avance de las ideas.

En distintos campos, los europeos mucho aprendieron de los árabes. A través de ellos recuperaron la herencia de la civilización griega; adaptaron palabras como “cénit, nadir, acimut, álgebra, algoritmo o, sencillamente, cifra”; aprendieron a fabricar papel y a trabajar el cuero, desarrollaron el arte de destilar el alcohol y elaborar el azúcar (estas últimas, palabras árabes). Pero, esas mismas cruzadas, que propiciaron un auge económico y cultural en Europa, provocarían para los árabes siglos de decadencia y oscurantismo. Quizá estos no supieron resolver un primordial dilema: ¿era necesario perder su identidad a efecto de modernizarse, o fue necesario rechazar la modernidad con el afán de no perder esa identidad?

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