17 octubre 2014

El hombre que saludaba

Hoy lo he visto una nueva vez. Caminaba por la otra orilla de la calle y lo hacía en idéntico sentido. Paraba de trecho en trecho, se detenía para hacer un breve comentario o simplemente para responder un apretón de manos o contestar a una sonrisa con un abreviado gesto. Algún día lo recordaré como al "hombre que saludaba", aunque no me anime la certeza de que habré de ser yo el que primero tenga que abordar aquella rauda y misteriosa nave de derrotero impreciso...

Nos une la identidad en la cronología, pertenecemos a una misma generación; hoy coincidimos en un mismo oficio, si es lícito llamar así a la falta de ocupación. Ambos sabemos que la vida muchas veces nos castiga con sus caprichos, a unos les reprende por su candor o por su exceso de generosidad, a otros por que quizá se atrevieron a pensar distinto... Nunca, o casi nunca, nos hemos visitado, en ocasiones paramos en nuestras caminatas y nos ponemos a charlar, no siempre nos identificamos en nuestras apreciaciones y conceptos, pero tanto él como yo sabemos que así de mutuo es nuestro aprecio y nos reconocemos como "amigos".

No sé hoy mismo qué es lo que hace, encuentro indecente preguntarle cuál es su forma de sustento. Las circunstancias de la política, que casi siempre son fugaces, me dicen al oído que ha de llegar un tiempo que sabrá devolverle el ejercicio de su oficio. Mas, por ahora, medio excomulgado como está, su vida se circunscribe a esperar, a gozar de esa costumbre que alimenta aquella ficción de ser feliz: ese hábito de la lectura que a él le ayuda a satisfacer la renovación de su esperanza... Por lo menos hasta que algún día pierda vigencia esa su condena personal, ese su inesperado ostracismo, decretado por un oscuro y atrabiliario "santo oficio".

Pienso en la condición de quienes se dedican a un cierto quehacer y que, de pronto, se ven forzados a tenerlo que abandonar; en lo arduo de esa circunstancia, en lo tardío y paradojal de abocarse a considerar una actividad distinta de la tarea que les otorgó su especialidad. Medito también en su callada resignación, en que tal vez su solitaria esperanza se restrinja ya sólo a la postergada promesa de prepararse a gozar de aquellas "setenta y dos vírgenes perpetuas" que, es de suponer, Alá les tendrá tal vez reservadas en el paraíso...

Setenta y dos huríes de grandes y hermosos ojos que, cual en remozada versión del mito del legendario Prometeo, regenerarán la huella de su instantánea pasión tras el esforzado clímax de cada nuevo como perentorio encuentro. ¿No resultará ésta una concepción demasiado libidinosa de esa forma de erótica y paradisíaca diversión? Y, si dichas vírgenes siempre han de recuperar su perdida condición, pienso yo, ¿para qué querremos seis docenas, si nos habría de bastar con unos cuantos ejemplos? Y esto, en la nunca consentida premisa de que esa sanguinaria forma de copulación se fuera a convertir en ansiado ideal del placer venéreo.

"Ni tanto que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre", proclama el sabio aforismo. Creo que si del tema tratásemos con "el hombre que saludaba" él ha de coincidir con mi haragana cavilación, y estará de acuerdo conmigo en que hemos de preferir una generosa dotación de textos de lectura para paliar las horas de tedio (cansados ya de deambular por la vereda de enfrente) cuando nos encontremos, sin tener qué más hacer, allá en el paraíso... A fe mía que algo anda mal en las alcoránicas promesas, en aquel nirvana de plazos ofrecidos.

¿Quién sabe?… Setenta y dos! Estoy persuadido que esa sola mención se le ha de antojar al "hombre que saludaba", como un guarismo orondo e innecesario, una ecuación de carácter, si no perturbador, harto cansino y, por tanto, excesivo…

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