13 octubre 2014

Una “cossa” non sancta

Hago cuentas y advierto que no habría cumplido todavía doce años. Para entonces, debo haber estado cursando los últimos días de primaria. Era junio y me habían mandado a “guardar turno” en la clínica del Seguro Social, ubicada frente a la iglesita donde supuestamente me habían bautizado. De pronto, un ruido desacostumbrado empezó a escucharse por toda la ciudad, era que las campanas tocaban a rebato. Había fallecido Giuseppe Roncalli, un papa de catadura rolliza y talante bondadoso que había escogido el nombre de Juan XXIII.

Roncalli era un hombre sencillo que exudaba bondad, pertenecía a una humilde familia de aparceros o comuneros. Es probable que su primera muestra de sabiduría haya sido justamente la elección de su nombre pontificio. Y es que en la época oscura del Cisma de Occidente -esos tristes y nunca olvidados cuarenta años cuando llegaron a reinar simultáneamente hasta tres papas- ya había existido otro pontífice con el mismo nombre (también Juan XXIII), que hoy es conocido como un antipapa. Su nombre era Baldassare Cossa, había sido electo cuando todavía era un cardenal muy joven a quien habían ordenado sacerdote el día anterior!

La confusión creada en el medioevo cuando habrían existido dos papas de nombre Juan que reinaron en el mismo año, sumado al deseo de Juan XXI de saltarse el orden para arreglar de una vez por todas el conflicto (nunca hubo un papa Juan XX), le habría puesto a Giuseppe Roncalli en idéntico predicamento. Y quizá en el ánimo de consolidar el carácter espurio del antipapa Baldassare optó por seleccionar un nombre que asignaba nuevamente un sentido de orden a la inexacta numeración. La historia de la iglesia está llena de estos episodios donde más de una vez encontramos vicarios o impostores. La leyenda habla incluso de una “papisa” que, por coincidencia, habría también tomado el nombre de Juan…

Había sido en el reinado “paralelo” del primer Juan XXIII que supo destacarse un secretario papal de quien parece que la historia ya se ha olvidado. Su nombre era Poggio Bracciolini, un humanista de principios del siglo XV que supo distinguirse por su irrefrenable afán por encontrar libros y manuscritos que no se habían descubierto o que se los daba por extraviados. En una historia apasionante, que inclusive habría de hacerle merecedor del Premio Pulitzer, el escritor Stephen Greenblatt narra en “El Giro” la historia de ese buscador, erudito y copista que tuvo la fortuna de dar con el “De Rerum Natura” de Tito Lucrecio Caro, un poema de la antigüedad que rescataba la olvidada filosofía del sabio griego Epicuro.

Ese descubrimiento, el de “Sobre la naturaleza de las cosas”, habría no sólo de motivar un cambio de dirección en nuestra filosofía, sino que impulsaría el cambio de actitud que habría de consolidarse en lo que la Historia habría de conocer más tarde como “Renacimiento”. El influjo que produjo el extraviado poema de Lucrecio es incalculable, su mérito estuvo en recuperar las ideas de Epicuro, cuyo pensamiento se había distorsionado al interpretarse que él predicaba que el objetivo fundamental de la vida era la búsqueda del placer.

Desde cuando se produjeron los esfuerzos investigativos del erudito Bracciolini, las ideas de Epicuro han servido de contrapeso y punto de equilibrio en nuestra cultura, han servido de sustento al pensamiento de gente como Giordano Bruno o M. de Montaigne, han procurado redimirnos de aquellos miedos a los dioses y a la muerte que caracterizaron por siempre a esos dogmas de los que se impregnó nuestra concepción religiosa. Para Lucrecio, eso de vivir aterrados por la idea de la muerte resultaba una necedad y una locura. Era importante saber aceptar lo de efímero que hay en la vida y saber disfrutar los placeres que ofrece el mundo.

Con el descubrimiento del poema de Lucrecio, poco a poco se ha ido produciendo un cambio de paradigma en la filosofía occidental. Hemos ido comprendiendo que no puede haber nada de perverso en la curiosidad o en el individualismo, y tampoco en la búsqueda ocasional del placer, en el deseo de satisfacer nuestras exigencias corporales. Hemos comprendido que nada de malo existe en disfrutar de la vida y en dar gusto de vez en cuando a nuestros deseos… Es que, la vida es más auténtica cuando sabemos prescindir del premio o el castigo.

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