07 noviembre 2020

13 East 12th, Greenwich Village

Volábamos a Nueva York cinco veces por semana; teníamos un vuelo diario con excepción de los lunes y martes. De ahí que, cuando hacíamos el vuelo del domingo, nuestro regreso era el día jueves. Debido a motivos comerciales y de autonomía (la distancia que puede volar un avión con una determinada cantidad de combustible) nuestros vuelos se iniciaban siempre en Quito (la base de operaciones y mantenimiento); luego el avión bajaba a Guayaquil, se re-abastecía de combustible, completaba su embarque de pasajeros y reiniciaba el viaje.

La hora de presentación en la oficina de Operaciones, era a las once de la mañana; lo que insinúa que nuestros preparativos personales se iniciaban a eso de las nueve de la mañana. Los vuelos a Kennedy tomaban seis horas desde el aeropuerto Simón Bolívar de Guayaquil, como se lo llamaba anteriormente, por lo que un vuelo que llegaba puntual a JFK, ubicado en el barrio de Jamaica en Long Island, se producía a eso de las ocho de la noche. Si a esto sumamos los trámites migratorios y de aduana, y la hora de viaje de traslado hasta el hotel, ubicado en Manhattan, podía decirse que llegábamos a nuestro sitio de descanso no antes de las diez u once de la noche. Hoy que lo reviso, advierto porqué era que llegábamos tan extenuados...

No siempre los vuelos llegaban en itinerario; más bien pudiera decirse que eso solo sucedía en forma excepcional. No siempre las demoras tenían que ver con el despacho oportuno y puntual de nuestros vuelos. Arribábamos a Kennedy en una hora de congestión en el tránsito aéreo y las condiciones de la meteorología no siempre eran favorables. Muchas veces tuvimos largos circuitos de espera (holdings) en condiciones de tormenta que hacían esas esperas interminables. No se podía descartar tampoco la remota pero probable necesidad de optar por otro aeropuerto de alternativa que, para variar, presentaba también condiciones de clima marginales. Todo esto, mientras apremiaba el combustible remanente…

Nos correspondió lidiar muchas veces con el mal tiempo o con los problemas técnicos, con la precariedad del combustible o con el tránsito aéreo... Llegados al hotel, era a veces perentorio “liberar” la adrenalina acumulada, y tomarse un merecido trago con el resto de la tripulación. Por ello, luego de registrarnos en el hotel, dejar nuestras pertenencias en la habitación, tomar a veces una breve ducha y cambiarnos por ropa fresca, nos reuníamos en grupo para compartir las experiencias, y las ocasionales angustias o ansiedades del reciente periplo. En ocasiones, sin embargo, llegábamos tan cansados que no teníamos arrestos para reunirnos.

En cuanto al regreso, nuestra estadía era inferior a veinticuatro horas. El día siguiente transcurría raudo y atareado, estábamos ocupados con nuestras actividades personales. La invariable secuencia se limitaba a un breve desayuno, nuestra visita al banco o a las oficinas de correo; unas pocas compras, un abreviado almuerzo y un apresurado regreso al hotel para preparar nuestro equipaje y tratar de conciliar un abreviado sueño para conseguir unas pocas horas de descanso. No olvidando que, de regreso, habríamos de volar durante toda la larga noche... El vehículo que nos transportaba a la tripulación nos recogía a eso de las nueve de la noche del día siguiente.

Esta era la rutina normal de un vuelo a JFK, en nuestros recordados tiempos de la vieja Ecuatoriana. Durante los primeros años, los vuelos eran realzados por el Boeing 707; luego, la ruta pasaría a estar servida por el Douglas DC-10, y yo dejaría de operar por un buen tiempo a esta ciudad, que se convirtió en uno de mis destinos favoritos. Habría de retomar esa ruta años más tarde, volando el A-310, ya en mis tiempos con SAETA. El punto es que eso de hacer el vuelo a Nueva York de los domingos, no solo era un privilegio sino toda una lotería. El vuelo se convertía en una buena media semana de duración en Manhattan, con abierta oportunidad para ir al teatro, a algún museo o  para intentar algo de turismo alternativo...

Muchos martes por la noche acudí a un sitio emblemático del Village, se trataba de un restaurante italiano llamado “Asti”. Estaba situado una media cuadra hacia el oriente de la Quinta Avenida. Ahí se preparaba pasta de la mejor que podía degustarse en todo Manhattan, pero ni yo ni los demás asiduos íbamos solo por la comida. Su verdadero atractivo eran sus solícitos meseros que oficiaban como barítonos o sopranos. Llegaban las diez de la noche, atenuaban la iluminación y empezaba una improvisada velada, verdadera razón para que los comensales hubieran escogido el establecimiento. Así, al ritmo de una inquieta “tarantella”, todos formábamos un animado e improvisado trenecito guiados por las turgentes caderas de alguna dama desconocida...

Más tarde, uno de sus alegres cocineros abandonaba hornillas y peroles, y se adueñaba del centro del escenario. Portaba en sus manos una porción de masa de pizza para hornear, la dividía en trozos que los lanzaba a los ahora festivos visitantes. Estos aceptaban enfervorizados el desafío y, a su vez, retornaban las porciones al hábil malabarista que las atrapaba con su boca. Fui al Asti un sinnúmero de veces. Su solo nombre me incitaba a revivir gratos recuerdos del pasado. Volví alguna vez al Asti durante la primera década de este siglo; pero no pude ya encontrarlo, lo habían reemplazado con un nuevo negocio... Había cerrado sus puertas la noche vieja de 1999.


Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario