04 noviembre 2020

De cucos y demonios

Hubo una hora, luego de nuestra abreviada merienda y de aquel cotidiano rosario que nos hacía rezar la abuela -nunca exento de soporífero sonambulismo-, que hubo tiempo para hablar de ruidos nocturnos y aparecidos. Del diablo mismo no se hablaba en casa; aunque, a falta de certitud de que existieran los fantasmas, a todos se nos había criado con la admonición de que si nos comportábamos de determinada manera, habría de venir “el cuco”, un personaje innombrable pero también indefinido...

 

Algo de un espíritu provinciano creo que también aportó, para que en nuestra familia se hubiera dado pábulo a un supersticioso temor hacia duendes, trasgos y aparecidos. No es tampoco improbable que aquel astado y encolado cuco, verdadero fantasma tutelar que desde temprano enderezó nuestras desviaciones y frenó nuestros eventuales desatinos, hubiese invadido también los rincones de aquella misteriosa morada, colmando las rendijas de sus tablados, percudiendo sus paredes con su pátina sombría, alimentando con su siniestra impronta nuestro infantil temor, no solo a lo nefando sino a todo lo desconocido.

 

Es probable que algo distinto haya ocurrido conmigo, pues aquello de “estudiar” al diablo nunca estuvo en mi asignado currículum. Al menos, nunca se lo incluyó en aquella cuadrilla titulada “Horario Escolar”, en la que se inscribían las distintas asignaturas y, por lo mismo, las clases de Historia Sagrada de mis primeros años de escuela. O era que, tal vez, un diablillo inquieto y travieso -¿mi diablo cojuelo?- se había atrevido a trasegar el contenido de aquella clase religiosa a otra –tal vez Lugar Natal-, y fue así como se inició mi extraña fascinación por los croquis y los mapas, las cartas de marear y la geografía. Parece que esa clase me la salté a la garrocha y el diablo nunca pasó a formar parte de mi particular, cosmogonía.

 

Tal vez por ello, el demonio quedó solo en eso para mí. En lo mismo que había quizá representado para el hombre antiguo: un ser sobrenatural, un espíritu especial, pero sin la connotación malévola y maléfica que en posteriores tiempos pudo haber tenido. Me parece haber leído que el demonio, como entidad, fue una invención de las primeras religiones monoteístas, particularmente del zoroastrismo (con su profeta Zoroastro o Zaratustra); pero habría sido, con el desarrollo del judaísmo, y, más tarde, de las religiones modernas, que la palabra demonio habría pasado a tener toda la perversa implicación que ha llegado a tener, como ángel rebelde, ser abominable y mensajero de la iniquidad, el mal y la muerte.

 

Presiento que toda esa tenebrosa mitología debe de haber surgido de aquella idea maniquea germinal de bien-mal, gracia-pecado, paraíso-infierno, ángeles buenos-ángeles malos, que contaminó la inteligencia y la conciencia de los hombres con el desarrollo de las religiones que promovieron la idea de la corrección terrenal sobre la base de la recompensa o del castigo. Parece que, hasta entonces, hablar de demonios no implicaba la monstruosa manifestación deformada que la imaginación del hombre luego ha producido; todos aquellos personajes fantásticos: faunos y sátiros, súcubos e íncubos, criaturas sórdidas y desfiguradas, que solo representan lujuria y abyección, con su escabroso contenido.

 

Es, luego de la primera traducción griega (koiné) de la Biblia hebrea, conocida como de los setenta o Septuaginta y, más tarde, con esa incontenible aparición de nuevas traducciones que provocó la Vulgata, que los términos relacionados con el demonio van adquiriendo un significado más negativo. El diablo entra ahora al panteón inevitable de la creencia religiosa, se convierte en símbolo de admonición y de amenaza, de infierno y de castigo. No es coincidencia que varias pinturas de la Edad Media y las descripciones del Dante Alighieri, en su Divina Comedia, reflejen no solo las nuevas creencias religiosas, sino también los temores y las distorsiones intelectuales de la cultura occidental en la sociedad de su tiempo.

 

Según el diccionario Merriam-Webster, la palabra demonio tendría una interesante etimología; vendría de una voz griega que quiere decir dividir, separar, distribuir. Un demonio sería un ente divisor, que separa y discrimina; que, para hacerlo, lo hace sin concierto, orden ni criterio, que lo hace con desordenada anarquía, logrando un caos conducido a su antojo y voluntad. En cuanto a la palabra diablo, esta también nos viene a través del griego y del latín, querría decir “el que miente y confunde”. Cuando hablamos de “demonios interiores” haríamos referencia a nuestros miedos, traumas o tendencias, a todo aquello que nos engaña y confunde, que se apodera de nuestra mente y nos separa de la realidad.

 

Yo era todavía muchacho cuando acompañaba a mi querida tía Ana Lucía, en medio de la madrugada quiteña, a aquellos devotos “rosarios de la aurora” que concluían en la iglesia de La Compañía. Ahí cuelga un cuadro descomunal que por siempre sacudió los cimientos de mi fe; viendo llorar a tanta gente que lo contemplaba, me debo haber dejado impresionar por el fetichismo y superstición vernácula que podía percibir a mi alrededor. Me costaba aceptar que Dios hubiese devenido en un ser terrible y vengador, y el demonio en un instrumento de la represalia divina. Por suerte, aquella cultura, animada por un influjo clerical, pronto habría de dar paso a una nueva forma de pensamiento cartesiano que sentenció la caducidad del demonio y recuperó la idea de un Ser Infinito, símbolo de razón, bondad y perfección.


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