18 noviembre 2020

Lágrimas de aluminio

Tengo un nuevo amigo. Me lo ha regalado la pandemia, se llama Hans. Se trata de uno de esos lectores fortuitos que caen en las redes casuales de lo que yo llamo, sin vanidad ni alarde, “mi blog”. No lo llamo “muro”, con intención, porque aquello me hace pensar en un término parecido: muralla. Y, ya saben, quienes escriben en la muralla -grafiti le llaman- lo hacen en forma furtiva y disimulada; garabatean con ánimo clandestino y solapado. Me resisto a la palabra; a pesar de que muro evoca la idea de algo sólido, fuerte, protector, bien estructurado...

 

Pero no quiero apartarme de mi intención, quiero hablarles de uno de esos hombres que denuncian su bondad con solo mirarlos a la cara. Uno encuentra en él esa extraña mezcla de humildad y altivez que, como una impronta, identifica la apostura de ciertos seres cuando han sabido entregar, a los demás y a la vida, su capacidad profesional, su formidable experiencia, sus increíbles vivencias y, por sobre todo, la fuerza bondadosa de su intención. Hans es alemán, pero uno casi no lo advierte; él piensa y camina como teutón, pero habla y siente como ecuatoriano. Tiene, a fin de cuentas, cincuenta años de vivir en el Ecuador.

 

Un día, él había estado buscando una referencia en el internet, relacionada con alguien que yo había conocido desde mi niñez, Antonio Bossarek. Su solo nombre, el de Antonio, es en parte motivo para que aquellas tres sencillas siglas que identificaron a TAO (Transportes Aéreos Orientales), hubieran significado tanto para el desarrollo del Oriente y, digámoslo de una vez, para el progreso de la aviación del Ecuador. Si Gonzalo Ruales fue el impulso para esa épica y heroica aventura, Antonio fue el sereno artífice que, detrás de bastidores, supo cuidar, cual ángel tutelar, por la perfecta condición mecánica de los aviones de esa compañía. Nunca lo vi enojado; por el contrario, sabía disimular con discreción sus estados de alegría. Era un técnico excepcional; prolijo, precavido, de enorme imaginación. Pero era, ante todo, un extraordinario ser humano y un hombre bueno.

 

Así fue como Hans se enteró de este blog; y así, con la curiosidad que define a los exploradores y la identidad que hermana a los aficionados a la aviación, optó por averiguar mis coordenadas y un día me llamó. Y así, de esa sencilla manera, es como supe de su existencia, la de un europeo que vino hace medio siglo al país, se enamoró de sus paisajes y de sus contradictorios contrastes, y también de una de sus hermosas y sencillas mujeres, y ya nunca más se fue. Así decidió hacer una familia y quedarse a vivir en nuestra patria para siempre. Mi amigo había venido como lo que es, como un experto agrónomo, para asesorar distintas iniciativas en favor de los pueblos y comunidades del Oriente. Un esfuerzo solo comparable con el celo misional.

 

Somos vecinos en los Chillos, aunque tiene una acogedora propiedad en las estribaciones del Pasochoa, muy cerca del canal de Pita-Tambo. El sitio se llama Runa Urcu; a él se llega por un sinuoso camino empedrado que conduce a la ladera norte del cerro, un verdadero altar con un paisaje mágico. Ahí, con el gusto por las cosas bien hechas y mejor acabadas, con pulcritud y orden europeos, Hans y Martha -su mujer- han estructurado un conjunto de bien provistas cabañas ubicadas en un paraje de privilegio. Runa Urcu es no solo un mirador para otear el valle, sus montañas y nevados; es un secreto balcón para admirar los caprichos de la tierra, para mirar a través de las gasas del tiempo, para mirarse uno mismo, para agradecerle a la vida y apreciar lo que nos ha tocado vivir...

 

Subo con Alicia a visitarlos en la montaña. Nos reciben amigables y hospitalarios, solidarios y serenos. Algo en sus cataduras refleja que cumplieron su misión, que cumplieron en su vida un trajín esforzado y productivo, una singladura marcada por un derrotero impreciso, pero con un objetivo claro y determinado. Puedo observar, a través de sus gestos, la plenitud de su autenticidad y su sentido de propósito. Hablamos de la selva, de la aviación, de sus viajes; de lo humano y de lo divino. No paramos de conversar por largas cuatro horas. Disfrutamos de una maravillosa trucha de Pedregal, de las habilidades hogareñas de Martha, de un delicioso Sauvignon Blanc, del perfil casi siempre esquivo del Antisana, que a ratos se exhibe enhiesto y sublime, impertérrito y soberbio.

 

Derivamos hacia mis travesura aeronáuticas, revisamos los luctuosos accidentes aéreos. Es cuando, como al azar, Hans menciona un título: “Lágrimas de Aluminio”, lo dice como quien confía un secreto. Y es cuando recuerdo que no solo he escuchado del libro, sino que creo que lo tengo. Comento que si aún no lo leí, en alguna parte todavía lo conservo. Prometo indagar su paradero cuando llegue a casa y confirmar si efectivamente lo mantengo.

 

Llego a casa y lo descubro en mi biblioteca. Lo leo de un tirón; hay algo de caótico y anacrónico en su estructura; habla de cavernas misteriosas, de lagunas repletas de fantásticos tesoros; de aborígenes salvajes y de mártires misioneros; de exploración petrolera y de accidentes aéreos. Encuentro muchos nombres conocidos y resuelvo que más que un catálogo de fracasos, esta variada historia de la aviación y del Oriente, es como un registro de frustrados intentos. Y concluyo que, al igual que en el episodio bíblico, sería mejor no mirar hacia atrás y dejar en el pasado esas tristes desgracias. No sea que terminemos también convertidos en frías estatuas de lágrimas...


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