27 noviembre 2020

El niño que quería aprender

Habría nacido en febrero del año de 1473, en lo que se conocía como Prusia en aquel tiempo, y que hoy es parte de Polonia. Puede decirse, por lo mismo, que él tenía algo menos de veinte años cuando Colón descubrió o se encontró con América (algunos dicen que solo la desveló). Lo llamaron Niklas y su apellido era Coppernigk. Más tarde latinizó su nombre y pasó a llamarse Nicolaus Copernicus. Habríamos de conocerlo como Nicolás Copérnico.

Parece que de muchacho le gustaba estudiar muchas cosas; tenía inclinación por la medicina, el derecho, los idiomas y la filosofía. Ya terminados sus estudios (había caminado los senderos tanto de la anatomía como los de la abogacía), quiso meterse a clérigo para así combinar sus estudios teológicos con la filosofía. Fue entonces designado presbítero; y cuando en el año 1500 fue enviado a Roma, se encontró con que casi todos participaban en una discusión que tenía dividido al mundo, nadie estaba exento de opinar y todos querían tomar partido. Unos pocos creían que la Tierra giraba alrededor del Sol, pero la mayoría estaba convencida de que era el Sol el que realmente giraba alrededor de nuestro planeta.

El clérigo hubiera preferido coincidir con la Iglesia, que postulaba que así debían interpretarse las Escrituras y que la Tierra era el centro del Universo, una teoría llamada geocéntrica inicialmente propuesta por Tolomeo. Al menos esa era la creencia, a la que, dada su condición clerical, Copérnico sentía que tenía que suscribirse. Algo, sin embargo, había de incongruente en aquella postura que le hacía pensar que lo más lógico parecía lo contrario, pues no era posible que todos los cuerpos que forman parte del Universo, giraran alrededor de lo que parecía un mundo tan minúsculo en medio de toda aquella infinita inmensidad. “Tenemos que ser más discretos y un poco menos soberbios”, parece que pensó. Y, allí mismo decidió estudiar todo lo relacionado con la astronomía, optó por vivir entre sabios y telescopios, y se propuso frecuentar la compañía de sus amigos, los inquietos astrónomos.

La teoría que habría de rescatar Copérnico, era una vieja idea que había sido propuesta por sabios de la antigüedad, y que sería sustentada más tarde por Aristarco de Samos. Nicolás había reconocido que para hablar con autoridad se tenía que conocer del tema, que no se podía argüir si se ignoraba aquello que se estaba tratando; que hay una ignorancia que resulta de la negligencia por aprender. Que hay casos, en que no solo es bueno sino importante conocer ciertos asuntos que se pueden y deben saber. Esa es quizá la mayor lección que nos dejó ese doble doctor metido a clérigo; no sus ideas heliocéntricas que inspiraron más tarde a Johannes Kepler, sino aquello de que para aportar al conocimiento y opinar con autoridad, era necesario -antes que nada- saber.

Se cree que Nicolás debió haber sido un niño que quería saber de todo y que quizá tenía una sed insaciable por aprender. En su tiempo, fines del Siglo XV, debe haber existido en Europa una verdadera fiebre por investigar, descubrir y conocer. No había entonces los sistemas educativos que hoy existen: no había aulas y el saber era impartido por medio de tutores o profesores particulares. Las bibliotecas públicas todavía no se habían desarrollado con el concepto que hoy existe y la idea de elaborar una colección de libros que abarcaran una gran variedad de temas (la enciclopedia) aún era algo desconocido, que no se propondría sino mucho más tarde. La idea de organizar una biblioteca solo se había implementado en claustros y conventos.

Al reflexionar en todo esto, no puedo dejar de pensar en un lugar mágico que existía cerca de la casa donde pasé mi infancia; estaba ubicado en la plazoleta de San Blas, a escasos trescientos metros de donde vivía. Era un edificio bien provisto; tenía un frontispicio amplio, coronado por dos pirámides truncadas en el exterior de su cubierta. Estaba situado entre el conocido “Calé de queso” y unas tiendas que expendían todo tipo de chucherías junto a una cooperativa de autos de alquiler, que entonces no llamábamos taxis sino “carros de plaza”. Era allí donde funcionaba la Biblioteca Nacional, lugar al que muchas veces estuve obligado a asistir, ya sea en busca de algún texto que me ayudara a satisfacer mi curiosidad o explorando por una referencia que me asistiera a completar alguna tarea especial o extracurricular, allá en mis tiempos de estudiante.

Fui desde niño a ese curioso lugar; tal parecía que los únicos ruidos tolerados eran las pisadas de la gente. Pudiera decirse que allí había una suerte de acordado protocolo, cual si se tratara de un templo, y la gente hablaba con susurros y reía a hurtadillas como si se tratara de un asunto de complicidad o como si aquél fuese un recinto solemne. Uno se sentía parte de un proceso de reservado aprendizaje, como que hubiera pasado a formar parte de una secreta cofradía dedicada a compartir la exclusiva tarea de absorber el conocimiento. Lo habían amoblado con unas mesas interminables de planos inclinados a dos aguas, donde los visitantes pasábamos las horas evitando hacer algún ruido, como si estar allí hubiese sido algo furtivo o, quién sabe, si proscrito o secreto.

No puedo descartar que pudo ser ahí mismo que me enteré de muchas cosas que “no era necesario saber”, y fui descubriendo que aquello que el diccionario define como “ignorancia supina”, no era sino el desconocimiento que es consecuencia de la negligencia por aprender, lo cual es exactamente la actitud contraria a la que promueve el deseo de saber, y que sirve de estímulo y acicate para ese maravilloso proceso que conocemos como aprendizaje.


Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario