22 marzo 2022

A veces enhiesta. No siempre enhiesta…

A través de su historia, la humanidad ha indagado con recurrente curiosidad acerca de la inmortalidad o, aún mejor, acerca de la perdurable juventud… Por lo menos ha aspirado, no obstante, a retrasar el envejecimiento y a llegar a guarismos de edad cada vez más elevados. La literatura de todas las épocas está llena de referencias a esta elusiva aspiración del hombre. En días pasados me entretuve leyendo la reseña de un nuevo libro perteneciente a dos personajes: el paleontólogo Juan Luis Arsuaga y el novelista Juan José Millás -autores, en colaboración, de una obra intitulada “La muerte contada por un sapiens a un neandertal”-, donde ellos abordan justamente ese controvertido tópico en forma mordaz e irreverente, divertida y desenfadada.

En el diálogo, Arsuaga y Millás discutían acerca de dos temas que, aunque están relacionados, son bastante diferentes: la eternidad  y el deseo de perdurar el vigor sexual con el transcurrir de los años. “A los hombres no nos preocupa la juventud gran cosa -sostenía el paleontólogo-. Yo me encuentro bien, me veo a mí mismo y me siento de puta madre, no necesito verme joven ni bello. El problema de la belleza no me preocupa demasiado. Lo que me preocupa es que no se me levante. Afortunadamente, los hombres hemos dado con una forma de eterna juventud. Se llama Viagra”. Así, ambos iban desenredando la madeja de una lógica más hedonista que existencial, y más humana que divina. ¿Para qué la eternidad -parecían argüir- si con ello, no puedo detener el efecto del tiempo?

 

En la Odisea existe un episodio que interrumpe el retorno de Ulises a Ítaca; es cuando la ninfa Calypso seduce al héroe y le ofrece eternidad y juventud a cambio de que se quede para siempre con ella. Odiseo-Ulises no transige, está  empeñado en regresar a Penélope, su mujer, y a su patria. El héroe permanece retenido en una remota isla, mientras logra construir la nave que le permitirá reanudar su viaje. Si la guerra de Troya le había tomado diez años, cree que ya es hora de volver, a pesar de que las incidencias del viaje han constituido una aventura fascinante.

 

Algo parecido leí hace pocos meses. Estaba escrito con esa habilidad tan natural que parece distinguir a la española Irene Vallejo, amiga de utilizar la mitología como su especializada referencia. Era, como ella lo señalaba, “la conmovedora historia de Titono, un troyano que enamoró a Eos, diosa de la aurora, quien incapaz de aceptar que un día su amado moriría, suplicó a Zeus la inmortalidad para su compañero. Sin embargo, atolondrada, olvidó pedir explícitamente que no envejeciera. Mientras Eos permanecía siempre idéntica, dormía junto a un amante cada noche más decrépito, y acabó encerrándolo con llave tras unas puertas doradas. Allí, Titono se arrugó y menguó hasta convertirse en una cigarra cuyo monótono canto es la súplica de (poder) morir”. Así, lo único que la diosa consiguió fue más bien la “vejez eterna” para su amado…

 

Hacia finales del 1800 el irlandés Oscar Wilde, escribió un clásico, “El retrato de Dorian Grey”; este trata del mito de la eterna juventud y de esos pérfidos factores que influencian el alma humana: el hedonismo y el narcisismo. La novela presenta la historia de un apuesto y pretencioso joven cuyo retrato va envejeciendo en la medida que lleva una vida disoluta y alborotada, mientras él conserva su aparente lozanía en la vida real. La obra concluye cuando el joven decide hacer un cambio de vida, aunque por motivos equivocados y, en un exabrupto de ira, decide destrozar el cuadro. Cuando llega la policía, que ha sido alertada de la zarabanda, encuentra el retrato de un hombre joven arrimado al cuerpo arrugado de un viejo decrépito en el que es imposible reconocer a Dorian Grey.

 

Juan Ponce de León, un explorador castellano que probablemente habría venido a América acompañando a Colón en su segundo viaje, fue gobernador de Puerto Rico; desde allí organizó varias expediciones que lo llevaron a descubrir la Península ubicada al norte de Cuba. Como aquello sucedió en Pascua Florida (1513), la bautizó por tanto como península de la Florida. Pisó tierra supuestamente en un lugar cercano al actual cabo Cañaveral. Estaba convencido que en esas tierras se encontraba la mítica fuente de la eterna juventud. Ponce de León habría de terminar sus días a causa de una flecha envenenada. En cuanto al veneno de su propia “flecha”… no se sabe si su eventual carencia le hizo perseguir con tanto afán empresa tan ilusa y obcecada...

 

El disfrute extendido de la actividad sexual (el duradero goce de los “placeres de la carne”) es uno de los mejores regalos que pueda reservarnos, con el paso de los años, la incierta y frágil condición humana. Mi padre, cuya fecundidad era testimonio de sus varoniles arrestos, muy bien lo sabía; y así y sin rubor lo ponderaba; por eso repetía con gracia nunca exenta de picardía: “A mí que me corten la luz, y hasta el teléfono, pero… ¡no el agua!”.


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