04 marzo 2022

Un Quito movedizo

Soy quiteño “de pura cepa”, con lo que declaro que soy un quiteño legítimo y que ostento, como diría el diccionario, “los caracteres propios de una determinada clase”. Nací en Quito, para mi orgullo, y lo digo así sin que esto signifique una expresión de xenofobia o regionalismo; soy simplemente un quiteño que conoce su ciudad, que vivió en la periferia del centro sus primeros dieciséis años y que siempre estuvo enamorado del Quito antiguo. Trabajé “ad honorem” en el gobierno municipal de Jamil Mahuad, fui responsable del primer Comité de Turismo del Municipio Metropolitano de Quito. Conozco sus calles y sus plazas, sus claustros y conventos, sus iglesias y rincones, el nombre de sus antiguas quebradas, el modo de hablar de su gente…

 

La familia de papá era quiteña, totalmente quiteña, lo digo a base de juro por Dios. No así la de mamá, ella había nacido en Riobamba y su padre tenía idéntica raigambre, mi abuela Carlota había nacido en Cuenca y su madre era  del norte de Perú. Su padre era un comandante Gaspar Armijos, quien asimismo era cuencano, pero de ello no puedo dar fe. Hice mis estudios primarios y secundarios en Quito, soy lasallano de corazón y muy orgulloso de haber recibido la formación con que me distinguió ese inolvidable colegio. A sus maestros debo esa desbordante necesidad de contar y comunicarme que es esta maravillosa posibilidad de narrar, relatar y describir.

 

Hoy quisiera comentar de esa curiosa movilidad que fue teniendo el centro de Quito. Creo que, para ponerlo gráficamente, es el desplazamiento que fue teniendo el límite donde empezaba el norte de la ciudad. Este fenómeno es parecido a cuando uno se encuentra en un promontorio y ve cómo avanza la lluvia sobre el valle; es como una barrera de agua que se va desplazando, en forma prevista pero inevitable. Es la misma impresión que siento cuando contemplo un glaciar desde el aire. Su curso es similar al de una descomunal autopista y lo inexplicable es que la naturaleza dibuja una línea central cual si se tratara de un parterre. El glaciar parece estar ahí, estático, sin moverse; pero, en realidad, es un río que se resbala, que está en constante movimiento.

 

Lo mismo ha pasado con el límite meridional del norte de Quito. Supongo que para cuando nací esta línea pudo haberse situado en el Belén; pero, para cuando estuve en primaria esa frontera ya había llegado a la avenida Patria. Para mis años de colegio ya había conquistado la Colón y luego domeñado la Orellana, que todavía no estaba pavimentada. Desde entonces, el proceso se ralentizó; fue cómo si, al no poder mantener el mismo ritmo hacia el norte, tuviera que encontrar una puerta de escape e hizo que la ciudad se desparrame hacia Cumbayá. Este no solo fue un desarrollo físico sino, ante todo, un trámite de tipo social. Para el caso del sur, es probable que haya pasado algo similar, no estoy muy enterado; tal vez sí, porque pudo tratarse de un proceso expansivo.

 

Como todo, esta forma de migración paulatina supuso ventajas e inconvenientes. Para el caso, el proceso fue cumpliendo -también paulatinamente- unas etapas que fueron modificando el carácter y actividad de los sectores que fueron quedando detrás del límite marginal, produciéndose su deterioro, luego su tugurización y finalmente un nunca entendido abandono. Nunca se puso énfasis en evitar el proceso y en procurar regenerar esos sectores y atender su paulatina recuperación. Es inexplicable –por el motivo que haya sido– que existan tantas residencias deshabitadas, desguarnecidas y en tal estado de postración y olvido, que solo invitan al horror y a la nostalgia.

 

Pero existe también otro tipo de Quito movedizo, es aquel de los aluviones ocasionados por la apropiación indebida y el mal uso de sus laderas. Ahí, no se han respetado las quebradas y al actuar en forma tan irresponsable e indolente, no se ha tenido cuidado de dejar cauces subterráneos de desagüe, para prevenir desastres como los hasta aquí provocados. Para evitar tan dramática tesitura, debió establecerse una cota, un nivel máximo para el uso del suelo con fines de vivienda; imponer una frontera infranqueable, sobre la que nadie podría edificar. Este es un modelo que no solo respetaría las características del suelo, sino que aporta a la belleza del paisaje; pues, un cerro invadido equivale a un irreverente grafiti pintado en el costado de un templo, y aún algo peor…

 

Quito es movedizo también por sus temblores y episodios sísmicos, pero también por el carácter itinerante y transeúnte de su gente: son resabios deambulatorios en búsqueda de sectores cada vez más exclusivos (como si eso sirviera de sustento al prestigio social). Lo que antes se habitó, se abandona y no se regenera, no se preserva, el sitio se hace feo, viejo y decrépito, pierde valor; los nuevos dueños no tienen ingresos para poderlo recuperar. Se improvisan entonces subdivisiones para acomodar las necesidades de arriendo del nuevo propietario, ahora el inmueble es habitado por varias familias y el predio cae en un lamentable proceso de paulatina pauperización.


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