25 marzo 2022

Ladislao y su birome

Hasta hace poco los nombres de pila se repetían en las familias con bastante frecuencia. Era costumbre que los nombres de padres y abuelos fueran reutilizados como si se tratase de una tradición familiar o como si esto aseguraría perpetuar el nombre propio de algún antepasado. Pero, claro, eran también otros tiempos; tiempos en que, además, los nacimientos no se controlaban y casi todas las familias se caracterizaban por tener proles numerosas, independientemente de los ingresos de los padres o de su capacidad adquisitiva. Entonces los padres se llenaban de hijos y delegaban su futura seguridad a la Providencia. “Dios proveerá” decían, con una mezcla de ilusoria esperanza y religiosa resignación…

 

Como yo también vengo de una familia numerosa (solo fuimos once hermanos), debo haber intuido que los nombres eran asignados ya sea por el criterio antes descrito o por una suerte de “consagración” de los nuevos hijos a algún santo tutelar. Para aquellos que no habían sido bautizados siguiendo la tradición referida, se aplicaba una suerte de lotería onomástica que ponía en juego el santoral de la Iglesia católica. Esa era la costumbre. Pocas familias salían de ese esquema para bautizar y nombrar a sus hijos con apelativos que fuesen distintos. Quizá mi padre pertenecía a un grupo que se había apartado de la norma y había decidido asignar nombres a sus cinco primeros vástagos asegurándose de que aquellos empezaran siempre con la letra A.

 

Por todo ello, debo haber sospechado, desde muy chico, que habiendo tantos nombres, el santoral resultaba exiguo para alojar a todos los nombres que existían; mi inquietud se habría disipado cuando descubrí que los días del año podían abarcar a más de un santo. Tal vez pensaba que quizá esto último no habían conocido algunos padres que terminaron bautizando a sus hijos con nombres como Segismunda, Torcuato o Pancracio. ¡Quién sabe, nadie es perfecto! Además, creía que había otros nombres que no eran muy comunes, como Estanislao; este, como Ladislao, quizá estaba representado por un santo que no era parte del santoral español publicado.

 

Tampoco escapaba a mi atención que existían nombres que, aun siendo latinos o castellanos, provenían del hebreo, el idioma de la Biblia; por eso teníamos nombres como Judas, Abraham o Isaac, Ruth o Magdalena. Entendía, además, porqué habían bautizado al hijo de un vecino como Miroslav o a un par de futbolistas con el nombre de Ladislao. Este Ladislao nunca lo había escuchado hasta que se hizo popular un estupendo guardameta uruguayo de apellido Mazurkiewicz, que terminó sus días deportivos jugando para un equipo brasileño; hubo otro: el húngaro Ladislao Kubala, un portento de “volante ofensivo” que se convirtió en ídolo del Barcelona catalán cuando yo aún no había terminado mis años de primaria.

 

Con el nombre de Ladislao, o László (las tildes en ciertos idiomas, más que definir el  acento, parecen marcar la pronunciación de las vocales) me pasaría lo mismo que con el de san Estanislao, un adolescente polaco que se había escapado de su casa para hacerse jesuita y así cumplir con el sueño de recluirse en un noviciado (bien pensado, yo también pude haber estado a un tris de convertirme en santo). Para el caso del santo anterior, el László original, este había sido un soberano húngaro que había propuesto la canonización de san Esteban, otro rey húngaro y su propio antepasado, el mismo que habría asegurado la conversión del pueblo magiar al catolicismo. Hoy, ese rey László es venerado también como otro santo de la Iglesia.

 

Pero hay otro Ladislao que pudo ser más famoso aún; me refiero al inventor del estilógrafo, esferográfico, lapicero, bolígrafo o birome: se llamó László József Biró. También había nacido en Hungría, y residido por un tiempo en Argentina. Biró decretó la extinción del lápiz y del odiado canutero, y quién sabe si de la impredecible pluma fuente (¿cómo olvidar aquellas súbitas manchas en nuestras antes impolutas camisas?). Él habría desarrollado su formidable invento, auspiciado por Agustín Pedro Justo –luego de que fungiera como presidente argentino–; su artilugio incorporaba un tubito plástico o de metal que contenía la tinta y que disponía de una punta provista de una bolita de acero o tungsteno que escribía en forma continua al rodar ágilmente sobre el papel.

 

Biró se habría inspirado en la huella que dejaban las canicas luego de rodar sobre un charco de agua. Llamó “birome” a su invento; era el acrónimo de la empresa que formaría con su hermano y otro amigo (Biró–Meyne–Biró). Pronto la patente del esfero fue vendida a Parker, Paper Mate y Bich (fabricante de los más económicos y asequibles Bic); desde entonces, su popularidad ya fue imparable.


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