20 enero 2023

¿Por qué somos impacientes?

“La calma es la belleza del cuerpo”. Jean Auguste Dominique Ingres (pintor francés).

 

¿Por qué no nos gusta esperar? Algo de curioso tienen las intersecciones; basta pararse unos pocos minutos en una esquina congestionada y el resto es solo cuestión de observar… Pudiera decirse que en esos cruces se expresan –y hasta se exacerban– las virtudes más nobles y los defectos más vulgares de nuestra honorable especie humana. Ahí afloran la nobleza y la mezquindad, el torpe apresuramiento o la prudente calma, el cuidado prolijo o el obtuso atolondramiento, la grosera incivilidad o la gentil muestra de cordialidad y respeto. En suma, el más amplio muestrario de la condición humana: un raro museo de nuestra “humanidad”…

 

Lo extraño es que no veo la misma actitud en una sala de espera médica, por ejemplo. Ni siquiera en el salón de belleza o la peluquería. Allí, llegamos, nos identificamos, registran nuestro turno, vamos y tomamos asiento, hojeamos una revista y nos ponemos a esperar tranquilamente… Es, cuando vamos manejando por la calle, que andamos queriéndole ganar tiempo al tiempo, vamos como alma en pena queriendo robarle la delantera a todo el mundo, provocando con nuestra ansiedad la reacción y la ira ajena. Incapaces de ceder el paso, todo nos molesta; nos convertimos en sujetos peligrosos, a punto de provocar con nuestro “apuro”, si no un accidente, quizá un mal rato y hasta un mal día para los demás.

 

Viví por largo tiempo en un continente lejano, donde existe no solo una distinta cultura; ahí existe también una diferente actitud. En el Asia pronto uno advierte que no puede exhibir dos tipos de talante: los del apresuramiento y la irritabilidad. Estos, simplemente, son vistos como muestras ya sea de falta de madurez o de ausencia de respeto a su valor supremo: el sentido de comunidad… Es impensable saltarse el orden de espera o demostrar enojo o indignación. Por esos lares la calma está emparentada con el bienestar colectivo, el sosiego es sinónimo de dignidad. No así nosotros; nos hemos convertido en una sociedad apresurada e impaciente, no damos el paso ni agradecemos cuando nos lo dan. No queremos entender que si no sabemos ser generosos y cordiales, no avanzaremos ni mejoraremos como sociedad…

 

Es curioso pero cuando éramos pequeños esto no pasaba (o no nos dábamos cuenta). Cuando éramos niños vivíamos en el centro, no teníamos autos porque tal vez no los necesitábamos, hacíamos nuestras gestiones y tareas caminando; si anticipábamos que algo nos iba a costar algo de tiempo, preferíamos madrugar o anticiparnos, no andábamos apresurados; sabíamos que no había necesidad. Quizá habíamos aprendido que si estábamos apresurados (decimos apurados) era porque habíamos empezado tarde y que la receta para la próxima vez era tan sencilla como salir más temprano. No nos parecía justo que tratemos de solventar nuestro retraso incomodando o provocando molestias a los demás… Así de simple.

 

Esto de nuestro moderno apuro pudiera ser un invento o subproducto de la modernidad; demuestra además que, a más de no saber administrar el tiempo, no hemos aprendido algo esencial en la vida: tomar las cosas con calma y aprender a tener paciencia. Vivir no es una lucha contra el tiempo, ni un combate para adelantarse a los otros, debemos desdeñar la idea de que la vida es una carrera con los vecinos porque, pensemos lo que pensemos, nunca vamos a ganar. Y todavía hay algo peor, y es que mientras más nos apresuremos, solo vamos a ponernos más angustiados e impacientes; cada vez nos vamos a desesperar más y más...

 

Dice el diccionario en sus primeras acepciones que paciencia es (la) “capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse”; y también la de “hacer cosas pesadas y minuciosas”. Pero dice además, en su última acepción, que es la “tolerancia y consentimiento en mengua del honor”. Quizá aquí esté la clave para lo que nos preocupa; tal vez deberían definirla como un tipo de “tolerancia e indulgencia en beneficio de la comodidad o bienestar ajeno”.

 

Dominique Ingres (1780–1867) fue quizá el más destacado pintor de su tiempo; se especializó en el retrato y la pintura histórica, y fue reconocido por sus sinuosos desnudos. Sus mujeres aparecen como indiferentes, rozan la calma indolente. Este francés había descubierto que esa actitud de sosiego y placidez, que él imprimía a sus modelos, era lo que les otorgaba ese aire de elegancia que destacaba en su inexpresable belleza. Era esa tranquila serenidad la que se expresaba como elegancia corporal, como gesto de nobleza y sentido de dignidad.


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1 comentario:

  1. Me encanta tu blog ! Lo acabo de descubrir! Como una persona grandiosa me dijo una vez. “Esperar nos da tiempo de pensar en lo que no pensamos cuando no esperamos"

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